Otro cuento ruso / Un altro racconto russo

En cierta ocasión, después de discutir con un amigo acerca de la identidad peregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él le contaron en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.
El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba, pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia. Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche ven para acá o sorche haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra chantre. No sé cómo ocurrió, supongamos que se activó un mecanismo infantil, un recuerdo feliz que esperaba su oportunidad para volver.
De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas catedrales. Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse chantre se convirtió en chantre. Durante la terrible navidad del 41 se hizo cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos, constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco. Cantaban, pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño.
Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.
No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich incrédulas ante el color de sus ojos y de algunas feísimas enfermeras españolas voluntarias, probablemente hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.
Cuando lo dieron de alta sucedió algo que para el sevillano tendría graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino correcto le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el equívoco utilizando un alemán rudimentario, pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían, interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.
Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros, ya que el batallón de las SS estaba destinado en la retaguardia, en lucha contra aquellos a quienes llamaban bandidos. Entonces, en el lado oscuro de su cabeza volvió a hacerse legible la palabra sorche. Soy un sorche, se dijo, un recluta bisoño y debo aceptar mi destino. La palabra chantre, poco a poco, desapareció, aunque algunas tardes, bajo un cielo sin límites que lo llenaba de nostalgias sevillanas, resonaba aún por allí, perdida quién sabe dónde. Una vez escuchó cantar a unos soldados alemanes y la recordó, otra vez escuchó cantar a un niño detrás de unas matas y la volvió a recordar, esta vez de forma más precisa, pero cuando dio la vuelta a los arbustos el niño ya no estaba.
Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El combate fue corto y se decantó en seguida en contra de los alemanes. Al cabo de una hora los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias allí cometidas. Como quien dice, con las manos en la masa. No tardó en ser atado a una de las sillas que los SS usaban en los interrogatorios, una de esas sillas con correas en las patas y en los reposos y a todo lo que los rusos preguntaban él respondía en español que no entendía y que allí sólo era un mandado. También intentó decirlo en alemán, pero en este idioma apenas conocía cuatro palabras y los rusos ninguna. Éstos, tras una rápida sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo. Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió las esperanzas de salir bien librado que aún tenía; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano. Los rusos entonces le abrieron la boca y con unas tenazas que los alemanes destinaban para otras partes de la anatomía empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se transformó y salió al espacio convertido en la ululante palabra kunst.
El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido. Los que torturaban al sevillano retiraron la tenaza con un trocito de lengua y esperaron, momentáneamente hipnotizados por el descubrimiento. La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. Y así, como fieras amansadas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por la boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba. La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Cuando salió del edificio oblongo el sol estaba ocultándose pero le hirió los ojos como si hubiera sido mediodía.
Se lo llevaron con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español pudo escuchar su historia y el sevillano fue a parar a un campo de prisioneros en Siberia mientras sus accidentales compañeros de iniquidades eran pasados por las armas. En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta. En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras abría la boca y mostraba a quien quisiera verlo el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible. El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había crecido. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona.
In un certa occasione, dopo aver discusso con un amico a proposito della strana identità dell’arte, Amalfitano gli riferì una storia che gli avevano  raccontato a Barcellona. La storia verteva su un soldato della Divisione Azzurra spagnola che combatté nella Seconda Guerra Mondiale, sul fronte russo, più esattamente nel Gruppo di Armate Nord, in una zona vicina a Novgorod.
Il soldato era un sivigliano bassotto, sottile come uno stecco e di occhi azzurri che per quelle cose della vita (non era un Dionisio Ridruejo e neppure un Tomàs Salvador, e quando si doveva salutare alla romana, salutava, ma non era propriamente un  fascista o un falangista) andò a finire in Russia. Lì, senza sapere chi iniziò, qualcuno gli disse sorche (recluta ) vieni qua o sorche fa questa cosa o l’altra e al sivigliano gli rimase in testa la parola sorche, ma nella parte oscura della testa, e in quel luogo così grande e desolato con il passar del tempo e con gli spaventi quotidiani essa si trasformò nella parola chantre (maestro di cappella). Non so come accadde, supponiamo che si attivò un meccanismo infantile, un ricordo felice che attendeva la sua occasione per ritornare.
Di modo che l’andaluso pensava a se stesso nei termini e nei doveri di un chantre anche se coscientemente non aveva idea del significato di questa parola che designa l’incaricato del coro in alcune cattedrali. Ma in qualche modo, e questa è la cosa notevole, a forza di pensarsi chantre si traformò in un chantre. Durante il terribile Natale del 41 si fece carico del coro che intonava canti natalizi mentri i russi annientavano quelli del Reggimento 250. Nella sua memoria questi giorni sono pieni di rumore (rumori secchi , costanti) e di una allegria sotterranea e un po’ sfocata. Cantavano, ma era come se le voci arrivassero dopo o persino prima, e le labbra, le gole, gli occhi dei cantori molte volte scivolassero per una sorta di fessura di silenzio, in un viaggio brevissimo ma ugualmente strano.
Per il resto, il sivigliano si comportò da coraggioso, con rassegnazione, benchè l’umore gli si andasse inasprendo col passare del tempo.
Non tardò a sperimentare la sua quota di sangue. Una sera, casualmente, lo ferirono e per due settimane rimase ricoverato all’Ospedale Militare di Riga sotto le cure di robuste e sorridenti infermiere del Reich incredule di fronte al colore dei suoi occhi e di alcune bruttissime infermiere spagnole volontarie, probabilmente sorelle, cognate o lontane cugine di José Antonio.
Quando lo dimisero, accadde qualcosa che per il sivigliano avrebbe avuto gravi conseguenze: invece di ricevere un biglietto con la destinazione corretta glie ne diedero uno che lo portò alle caserme di un battaglione delle SS distaccato a circa trecento chilometri dal suo reggimento. Lì, circondato da tedeschi, austriaci, lettoni, lituani, danesi, norvegesi e svedesi, tutti molto più alti e forti di lui, tentò di annullare l’errore utilizzando un tedesco rudimentale, ma le SS la presero per le lunghe e mentre si andava chiarendo la faccenda lo misero con una scopa a spazzare la caserma e con un secchio d’acqua e uno strofinaccio  a lavare la oblunga ed enorme installazione di legno dove trattenevano, interrogavano e torturavano ogni tipo di prigionieri.
Senza rassegnarsi del tutto, ma eseguendo il suo nuovo compito con coscienza, il sivigliano vide passare il tempo  dalla sua nuova caserma, mangiando molto meglio di prima e senza esporsi a nuovi pericoli, giacché il battaglione delle SS era destinato alla retroguardia, in lotta contro quelli che chiamavano banditi . Allora, nel lato oscuro della sua testa tornò a farsi leggibile la parola sorche. Sono un sorche, si disse, una recluta inesperta e devo accettare il mio destino. La parola chantre  poco a poco sparì, anche se alcune sere, sotto un cielo senza limiti che lo riempiva di nostalgie sivigliane, risuonava ancora lì intorno, persa chissà dove. Una volta ascoltò cantare alcuni soldati tedeschi e la ricordò, un’altra volta ascoltò cantare un bambino dietro dei cespugli e la ricordò di nuovo, questa volta in forma più precisa, ma quando girò dietro gli arbusti il bambino non c’era più.
Un bel giorno accadde ciò che doveva accadere. La caserma del battaglione delle SS fu assaltata e presa da un reggimento di cavalleria russo, secondo alcuni, da un gruppo di partigiani secondo altri. Il combattimento fu breve e si risolse a sfavore dei tedeschi. In capo a un’ora i russsi trovarono il sivigliano nascosto nell’edificio oblungo, vestito con l’uniforme di ausiliario delle SS e circondato da tutte le infamie  commesse lì e non tanto passate. Come si dice, in flagrante. Non tardò ad essere legato ad una delle sedie che le SS usavano negli interrogatori, una di quelle sedie con cinghie nelle gambe e nel sedile, e a tutto ciò che i russi gli domandavano lui rispondeva in spagnolo che non capiva e che era lì solo perchè comandato.  Tentò anche di dirlo in tedesco, ma di questo idioma conosceva solo quattro parole e i russi nessuna. Questi, dopo una rapida sessione di schiaffi e di calci, andarono a cercare uno che sapeva il tedesco e che si dedicava ad interrogare i prigionieri in un’altra delle celle dell’edificio oblungo. Prima che tornassero il sivigliano udì spari, seppe che stavano ammazzando alcune delle SS e perse la speranza di uscirne bene che ancora aveva; tuttavia, quando gli spari cessarono tornò ad afferrarsi alla vita con tutto il suo essere. Quello che sapeva il tedesco gli chiese che cosa faceva lì, quale era la sua funzione e il suo grado. Il sivigliano cercò di spiegarlo in tedesco, ma invano. I russi allora gli aprirono la bocca e con delle tenaglie che i tedeschi destinavano ad altre parti dell’anatomia cominciarono a tirare e a schiacciare la sua lingua. Il dolore che sentì lo fece lacrimare e disse, o meglio gridò, la parola coño (cazzo). Con le tenaglie dentro la bocca,  lo sfogo in lingua spagnola si trasformò ed uscì all’aperto convertito nella ululante parola kunst (arte).
Il russo che sapeva il tedesco lo guardò stupefatto. Il sivigliano gridava kunst,  kunst, e piangeva dal dolore. La parola kunst, in tedesco, vuole dire arte e il soldato bilingue così la comprese e disse che quel figlio di puttana era un  artista o qualcosa di simile. Quelli che torturavano il sivigliano ritirarono le tenaglie con un pezzetto di lingua e attesero, momentaneamente ipnotizzati dalla scoperta. La parola arte. Ciò che ammansisce le fiere. E così, come fiere ammansite, i russi fecero una pausa e aspettarono qualche segnale , mentre il sorche sanguinava dalla bocca e inghiottiva il suo sangue mescolato con grande dosi di saliva e si soffocava. La parola coño, metamorfosata nella parola arte, gli aveva salvato la vita. Quando uscì dall’edifico oblungo il sole stava nascondendosi ma gli ferì gli occhi come se fosse stato mezzogiorno.
Se lo portarono con il resto ridotto dei prigionieri e poco dopo un altro russo che sapeva lo spagnolo poté ascoltare la sua storia e il sivigliano andò a finire in un campo di prigionieri in Siberia mentre i suoi accidentali compagni di iniquità erano passati per le armi. In Siberia rimase fin ben dentro la decade degli anni cinquanta. Nel 1957 si stabilì a Barcellona. A volte apriva la bocca e contava le sue battagliette con grande buon umore. Altre volte apriva la bocca e mostrava a chi voleva vederlo il pezzo di lingua che gli mancava. Era appena percettibile. Il sivigliano, quando glielo dicevano, spiegava che la lingua con gli anni gli era ricresciuta. Amalfitano non lo conobbe personalmente, ma quando gli contarono la storia il sivigliano viveva ancora in una portineria di Barcellona.

Traduzione di Laura Ferruta

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Llamadas telefonicas / Chiamate telefoniche

B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo — el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender — pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría. En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa.
En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.
B è innamorato di X. Naturalmente, si tratta di un amore sfortunato. B, in un’epoca della sua vita, era disposto a fare tutto per X, più o meno le stesse cose che pensano e dicono tutti gli innamorati. X rompe con lui. X rompe con lui per telefono. Al principio, naturalmente, B soffre, ma a poco a poco, come è normale, si consola. La vita continua, come dicono nelle telenovela. Gi anni passano.
Una notte  in cui non ha niente da fare, B riesce, dopo due chiamate telefoniche, a mettersi in contatto con X. Nessuno dei due è giovane, e questo lo si nota nelle loro voci che attraversano la Spagna da un capo all’altro. Rinasce l’amicizia e nel giro di qualche giorno decidono di reincontrarsi. Entrambe le parti si portano dietro divorzi, nuove malattie, frustrazioni. Quando B prende il treno per andare alla città di X, non è neanche innamoratoIl primo giorno lo passano chiusi in casa di X, parlando delle loro vite (in realtà chi parla è X, B ascolta e ogni tanto fa una domanda); la notte X lo invita a condividere il suo letto. B in fondo non ha voglia di andare a letto con X, ma accetta. La mattina, quando si sveglia, B è di nuovo innamorato. Ma è innamorato di X o è innamorato dell’idea di essere innamorato? La relazione è problematica e intensa: X ogni giorno rasenta il suicidio, è in trattamento psichiatrico (pastiglie, molte pastiglie che  comunque non la aiutano affatto), piange spesso e senza motivo apparente. E così B si prende cura di X. Le sue cure sono affettuose, diligenti, però sono anche maldestre. Le sue cure imitano le cure di un innamorato vero. B non tarda a rendersi conto di ciò. Cerca di farla uscire dalla sua depressione, ma riesce solo a portare X su una strada senza uscita o che X ritiene senza uscita. A volte, quando è solo o quando osserva X dormire, anche B pensa che la strada non abbia uscita. Prova a ricordare i suoi amori perduti come forma di antidoto, prova a convincersi di poter vivere senza X, di potersi salvare da solo. Una notte X gli chiede di andarsene e B prende il treno e abbandona la città. X va alla stazione a dirgli addio. L’addio è affettuoso e disperato. B viaggia in cuccetta ma non riesce a dormire fino a molto tardi. Quando finalmente si addormenta sogna una scimmia di neve che cammina per il deserto. Il tragitto della scimmia è limitrofo, destinato probabilmente al fallimento. Ma la scimmia preferisce non saperlo e la sua astuzia si converte in volontà: cammina di notte, quando le stelle gelate spazzano il deserto. Quando si risveglia (è già alla Stazione di Sants, in Barcellona) B crede di comprendere il significato del sogno (se lo ha) ed è in grado di andare a casa sua con una minima consolazione. Quella notte chiama X e le conta il sogno. X non dice nulla. Il giorno seguente torna a chiamare X . E il giorno seguente . L’atteggiamento di X è ogni volta più freddo , come se con ciascuna chiamata B si stesse allontanando nel tempo. Sto scomparendo, pensa B. Mi sta cancellando e sa cosa fa e perchè lo fa. Una notte B minaccia X di prendere il treno e di piazzarsi in casa sua il giorno seguente. Che non ti venga in mente, dice X. Verrò dice B, non sopporto più queste chiamate telefoniche, voglio vederti in faccia quando ti parlo. Non ti aprirò la porta, dice X e poi riattacca. B non capisce nulla. Per molto tempo pensa come sia possibile che un essere umano passi da un estremo all’altro nei suoi sentimenti, nei suoi desideri. Poi si ubriaca o cerca consolazione in un libro. Passano i giorni.
Una notte, sei mesi dopo, B chiama X per telefono. X tarda a riconoscere la sua voce. Ah, sei tu, dice. La freddezza di X è di quelle che fanno rizzare i capelli. B intuisce, nonostante tutto, che X vuole dirgli qualcosa. Mi ascolta come se il tempo non fosse passato, pensa, come se avessimo parlato ieri. Come stai? dice B. Contami qualcosa, dice B. X risponde a monosillabi e dopo un po’ riattacca. Perplesso, B rifà il numero di X. Quando rispondono, tuttavia, B preferisce rimanere in silenzio. Dall’altra parte, la voce di X dice: bene, chi è. Silenzio. Poi dice: dica, e tace. Il tempo – il tempo che separava B da X e che B non riusciva a comprendere – passa per la linea telefonica, si comprime, si allunga, lascia vedere una parte della sua natura. B, senza rendersi conto, si è messo a piangere. Sa che X sa che è lui che chiama. Poi, silenziosamente, riattacca.
Fino a qui la storia è comune; penosa, ma comune. B capisce che non deve telefonare mai più a X. Un  giorno suonano all porta e compaiono A e Z. Sono poliziotti e desiderano interrogarlo. B chiede il motivo. A è restio a darglielo; Z, dopo un giro di parole, glielo dice. Tre giorni fa, all’altra estremità della Spagna, qualcuno ha assassinato X. Inizialmente B ha un crollo, poi capisce che lui è uno dei sospettati e il suo istinto di sopravvivenza lo porta a stare in guardia. I poliziotti lo interrogano per due giorni. B non ricorda cosa ha fatto, chi ha visto in quei giorni. Sa, e come può non saperlo, che non si è mosso da Barcellona, che di fatto non si è mosso dal suo quartiere e dalla sua casa, ma non può provarlo. I poliziotti lo portano via. B passa la notte al commissariato. In un momento dell’interrogatorio crede che lo trasferiranno nella città di X e la possibilità, stranamente, sembra attrarlo, ma alla fine questo non succede. Prendono le sue impronte digitali e gli chiedono l’autorizzazione a fargli l’analisi del sangue. B accetta. La mattina seguente lo lasciano andare a casa. Ufficialmente, B non è stato arrestato, si è solo prestato a collaborare con la polizia nel chiarimento di un assassinio. Quando arriva a casa B si getta sul letto e si addormenta immediatamente. Sogna un deserto, sogna il volto di X, poco prima di svegliarsi comprende che entrambi sono la stessa cosa. Non gli costa troppo dedurre che lui si trova perso nel deserto.
La notte mette qualche indumento in una borsa e si dirige alla stazione dove prende un treno con destinazione la città di X. Durante il viaggio, che dura tutta la notte, da un capo all’altro della Spagna, non riesce a dormire e si dedica a pensare a tutto quello che avrebbe potuto fare e non fece, a tutto quello che avrebbe potuto dare a X e non le diede. Pensa anche: se fossi io il morto X non farebbe questo viaggio in direzione opposta. E pensa: proprio per questo, sono io quello che è vivo. Durante il viaggio , insonne, esamina per la prima volta X nella sua reale statura, sente di nuovo amore per X e disprezza se stesso, quasi con  riluttanza, per l’ultima volta.  Quando arriva, molto presto, va direttamente a casa del fratello di X. Questi rimane sorpreso e confuso, tuttavia lo invita a entrare, gli offre un caffé. Il fratello di X si è appena lavato la faccia ed è mezzo vestito. Non ha fatto la doccia, constata B, si è solo lavato la faccia e passato un po’ d’acqua sui capelli. B accetta il caffé, poi gli dice che ha appena saputo dell’assassinio di X, che la polizia l’ha interrogato, che gli spieghi cosa è successo. E’ stato qualcosa di molto triste, dice il fratello di X mentre prepara il caffé in cucina, ma non vedo cosa tu abbia a che fare con tutto questo. La polizia crede che possa essere l’assassino, dice B. Il fratello di X si mette a ridere. Tu sei sempre stato sfortunato, dice. E’ strano che dica ciò, pensa B, quando io sono proprio quello che è vivo. Ma gli fa anche piacere che non metta in dubbio la sua innocenza. Poi il fratello di X se ne va a lavorare e B rimane a casa sua. Dopo un po’, esausto, cade in un sonno profondo. X, come era inevitabile, gli appare in sogno.
Quando si sveglia, crede di sapere chi è l’assassino. Ha visto la sua faccia. Quella notte esce con il fratello di X, entrano nei bar e parlano di cose banali e per quanto tentino di ubriacarsi non ci riescono. Quando tornano a casa, camminando per vie deserte, B gli dice che una volta chiamò X e che non parlò. Che stronzata, dice il fratello di X. L’ho fatto solo una volta, dice B, ma allora ho capito che X era solita ricevere quel tipo di chiamate. E credeva che fossi io. Capisci? dice B. L’assassino è il tipo delle telefonate anonime? domanda il fratello di X. Esattamente, dice B. E X pensava che fossi io. Il fratello di X aggrotta le ciglia; io credo, dice, che l’assassino sia uno dei suoi ex amanti, mia sorella aveva molti corteggiatori. B preferisce non rispondere (il fratello di X, a suo parere, non ha capito niente) ed entrambi rimangono in silenzio finché non arrivano a casa.
Sull’ascensore a B viene voglia di vomitare. Lo dice: sto per vomitare. Resisti, dice il fratello di X. Poi camminano alla svelta per il corridoio, il fratello di X apre la porta e B entra sparato cercando il bagno. Ma quando arriva lì non ha più voglia di vomitare. Sta sudando e gli fa male lo stomaco, ma non può vomitare. Il water, con il coperchio alzato, gli sembra una bocca tutta gengive che si ride di lui. O che, comunque,  ride di qualcuno. Dopo essersi lavata la faccia, si guarda allo specchio: la sua faccia è bianca come un foglio di carta. Ciò che rimane della notte riesce a malapena a dormire  e lo passa cercando di leggere e ascoltando il fratello di X russare. Il giorno seguente si salutano e B torna a Barcellona. Mai più visiterò questa città, pensa, perché X non è più qui.
Una settimana dopo il fratello di X lo chiama al telefono per dirgli che la polizia ha preso l’assassino. Il tipo molestava X, dice il fratello, con chiamate anonime. B non risponde. Un antico innamorato, dice il fratello di X. Sono contento di saperlo, dice B, grazie per avermi chiamato. Poi il fratello di X riattacca e B rimane solo.

Traduzione di Laura Ferruta

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