En cierta ocasión, después de discutir con un amigo acerca de la identidad peregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él le contaron en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.
El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba, pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia. Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche ven para acá o sorche haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra chantre. No sé cómo ocurrió, supongamos que se activó un mecanismo infantil, un recuerdo feliz que esperaba su oportunidad para volver.
De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas catedrales. Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse chantre se convirtió en chantre. Durante la terrible navidad del 41 se hizo cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos, constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco. Cantaban, pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño.
Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.
No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich incrédulas ante el color de sus ojos y de algunas feísimas enfermeras españolas voluntarias, probablemente hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.
Cuando lo dieron de alta sucedió algo que para el sevillano tendría graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino correcto le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el equívoco utilizando un alemán rudimentario, pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían, interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.
Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros, ya que el batallón de las SS estaba destinado en la retaguardia, en lucha contra aquellos a quienes llamaban bandidos. Entonces, en el lado oscuro de su cabeza volvió a hacerse legible la palabra sorche. Soy un sorche, se dijo, un recluta bisoño y debo aceptar mi destino. La palabra chantre, poco a poco, desapareció, aunque algunas tardes, bajo un cielo sin límites que lo llenaba de nostalgias sevillanas, resonaba aún por allí, perdida quién sabe dónde. Una vez escuchó cantar a unos soldados alemanes y la recordó, otra vez escuchó cantar a un niño detrás de unas matas y la volvió a recordar, esta vez de forma más precisa, pero cuando dio la vuelta a los arbustos el niño ya no estaba.
Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El combate fue corto y se decantó en seguida en contra de los alemanes. Al cabo de una hora los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias allí cometidas. Como quien dice, con las manos en la masa. No tardó en ser atado a una de las sillas que los SS usaban en los interrogatorios, una de esas sillas con correas en las patas y en los reposos y a todo lo que los rusos preguntaban él respondía en español que no entendía y que allí sólo era un mandado. También intentó decirlo en alemán, pero en este idioma apenas conocía cuatro palabras y los rusos ninguna. Éstos, tras una rápida sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo. Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió las esperanzas de salir bien librado que aún tenía; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano. Los rusos entonces le abrieron la boca y con unas tenazas que los alemanes destinaban para otras partes de la anatomía empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se transformó y salió al espacio convertido en la ululante palabra kunst.
El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido. Los que torturaban al sevillano retiraron la tenaza con un trocito de lengua y esperaron, momentáneamente hipnotizados por el descubrimiento. La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. Y así, como fieras amansadas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por la boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba. La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Cuando salió del edificio oblongo el sol estaba ocultándose pero le hirió los ojos como si hubiera sido mediodía.
Se lo llevaron con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español pudo escuchar su historia y el sevillano fue a parar a un campo de prisioneros en Siberia mientras sus accidentales compañeros de iniquidades eran pasados por las armas. En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta. En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras abría la boca y mostraba a quien quisiera verlo el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible. El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había crecido. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona.
El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba, pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia. Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche ven para acá o sorche haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra chantre. No sé cómo ocurrió, supongamos que se activó un mecanismo infantil, un recuerdo feliz que esperaba su oportunidad para volver.
De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas catedrales. Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse chantre se convirtió en chantre. Durante la terrible navidad del 41 se hizo cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos, constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco. Cantaban, pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño.
Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.
No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich incrédulas ante el color de sus ojos y de algunas feísimas enfermeras españolas voluntarias, probablemente hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.
Cuando lo dieron de alta sucedió algo que para el sevillano tendría graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino correcto le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el equívoco utilizando un alemán rudimentario, pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían, interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.
Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros, ya que el batallón de las SS estaba destinado en la retaguardia, en lucha contra aquellos a quienes llamaban bandidos. Entonces, en el lado oscuro de su cabeza volvió a hacerse legible la palabra sorche. Soy un sorche, se dijo, un recluta bisoño y debo aceptar mi destino. La palabra chantre, poco a poco, desapareció, aunque algunas tardes, bajo un cielo sin límites que lo llenaba de nostalgias sevillanas, resonaba aún por allí, perdida quién sabe dónde. Una vez escuchó cantar a unos soldados alemanes y la recordó, otra vez escuchó cantar a un niño detrás de unas matas y la volvió a recordar, esta vez de forma más precisa, pero cuando dio la vuelta a los arbustos el niño ya no estaba.
Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El combate fue corto y se decantó en seguida en contra de los alemanes. Al cabo de una hora los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias allí cometidas. Como quien dice, con las manos en la masa. No tardó en ser atado a una de las sillas que los SS usaban en los interrogatorios, una de esas sillas con correas en las patas y en los reposos y a todo lo que los rusos preguntaban él respondía en español que no entendía y que allí sólo era un mandado. También intentó decirlo en alemán, pero en este idioma apenas conocía cuatro palabras y los rusos ninguna. Éstos, tras una rápida sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo. Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió las esperanzas de salir bien librado que aún tenía; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano. Los rusos entonces le abrieron la boca y con unas tenazas que los alemanes destinaban para otras partes de la anatomía empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se transformó y salió al espacio convertido en la ululante palabra kunst.
El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido. Los que torturaban al sevillano retiraron la tenaza con un trocito de lengua y esperaron, momentáneamente hipnotizados por el descubrimiento. La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. Y así, como fieras amansadas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por la boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba. La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Cuando salió del edificio oblongo el sol estaba ocultándose pero le hirió los ojos como si hubiera sido mediodía.
Se lo llevaron con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español pudo escuchar su historia y el sevillano fue a parar a un campo de prisioneros en Siberia mientras sus accidentales compañeros de iniquidades eran pasados por las armas. En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta. En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras abría la boca y mostraba a quien quisiera verlo el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible. El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había crecido. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona.
In un certa occasione, dopo aver discusso con un amico a proposito della strana identità dell’arte, Amalfitano gli riferì una storia che gli avevano raccontato a Barcellona. La storia verteva su un soldato della Divisione Azzurra spagnola che combatté nella Seconda Guerra Mondiale, sul fronte russo, più esattamente nel Gruppo di Armate Nord, in una zona vicina a Novgorod.
Il soldato era un sivigliano bassotto, sottile come uno stecco e di occhi azzurri che per quelle cose della vita (non era un Dionisio Ridruejo e neppure un Tomàs Salvador, e quando si doveva salutare alla romana, salutava, ma non era propriamente un fascista o un falangista) andò a finire in Russia. Lì, senza sapere chi iniziò, qualcuno gli disse sorche (recluta ) vieni qua o sorche fa questa cosa o l’altra e al sivigliano gli rimase in testa la parola sorche, ma nella parte oscura della testa, e in quel luogo così grande e desolato con il passar del tempo e con gli spaventi quotidiani essa si trasformò nella parola chantre (maestro di cappella). Non so come accadde, supponiamo che si attivò un meccanismo infantile, un ricordo felice che attendeva la sua occasione per ritornare.
Di modo che l’andaluso pensava a se stesso nei termini e nei doveri di un chantre anche se coscientemente non aveva idea del significato di questa parola che designa l’incaricato del coro in alcune cattedrali. Ma in qualche modo, e questa è la cosa notevole, a forza di pensarsi chantre si traformò in un chantre. Durante il terribile Natale del 41 si fece carico del coro che intonava canti natalizi mentri i russi annientavano quelli del Reggimento 250. Nella sua memoria questi giorni sono pieni di rumore (rumori secchi , costanti) e di una allegria sotterranea e un po’ sfocata. Cantavano, ma era come se le voci arrivassero dopo o persino prima, e le labbra, le gole, gli occhi dei cantori molte volte scivolassero per una sorta di fessura di silenzio, in un viaggio brevissimo ma ugualmente strano.
Per il resto, il sivigliano si comportò da coraggioso, con rassegnazione, benchè l’umore gli si andasse inasprendo col passare del tempo.
Non tardò a sperimentare la sua quota di sangue. Una sera, casualmente, lo ferirono e per due settimane rimase ricoverato all’Ospedale Militare di Riga sotto le cure di robuste e sorridenti infermiere del Reich incredule di fronte al colore dei suoi occhi e di alcune bruttissime infermiere spagnole volontarie, probabilmente sorelle, cognate o lontane cugine di José Antonio.
Quando lo dimisero, accadde qualcosa che per il sivigliano avrebbe avuto gravi conseguenze: invece di ricevere un biglietto con la destinazione corretta glie ne diedero uno che lo portò alle caserme di un battaglione delle SS distaccato a circa trecento chilometri dal suo reggimento. Lì, circondato da tedeschi, austriaci, lettoni, lituani, danesi, norvegesi e svedesi, tutti molto più alti e forti di lui, tentò di annullare l’errore utilizzando un tedesco rudimentale, ma le SS la presero per le lunghe e mentre si andava chiarendo la faccenda lo misero con una scopa a spazzare la caserma e con un secchio d’acqua e uno strofinaccio a lavare la oblunga ed enorme installazione di legno dove trattenevano, interrogavano e torturavano ogni tipo di prigionieri.
Senza rassegnarsi del tutto, ma eseguendo il suo nuovo compito con coscienza, il sivigliano vide passare il tempo dalla sua nuova caserma, mangiando molto meglio di prima e senza esporsi a nuovi pericoli, giacché il battaglione delle SS era destinato alla retroguardia, in lotta contro quelli che chiamavano banditi . Allora, nel lato oscuro della sua testa tornò a farsi leggibile la parola sorche. Sono un sorche, si disse, una recluta inesperta e devo accettare il mio destino. La parola chantre poco a poco sparì, anche se alcune sere, sotto un cielo senza limiti che lo riempiva di nostalgie sivigliane, risuonava ancora lì intorno, persa chissà dove. Una volta ascoltò cantare alcuni soldati tedeschi e la ricordò, un’altra volta ascoltò cantare un bambino dietro dei cespugli e la ricordò di nuovo, questa volta in forma più precisa, ma quando girò dietro gli arbusti il bambino non c’era più.
Un bel giorno accadde ciò che doveva accadere. La caserma del battaglione delle SS fu assaltata e presa da un reggimento di cavalleria russo, secondo alcuni, da un gruppo di partigiani secondo altri. Il combattimento fu breve e si risolse a sfavore dei tedeschi. In capo a un’ora i russsi trovarono il sivigliano nascosto nell’edificio oblungo, vestito con l’uniforme di ausiliario delle SS e circondato da tutte le infamie commesse lì e non tanto passate. Come si dice, in flagrante. Non tardò ad essere legato ad una delle sedie che le SS usavano negli interrogatori, una di quelle sedie con cinghie nelle gambe e nel sedile, e a tutto ciò che i russi gli domandavano lui rispondeva in spagnolo che non capiva e che era lì solo perchè comandato. Tentò anche di dirlo in tedesco, ma di questo idioma conosceva solo quattro parole e i russi nessuna. Questi, dopo una rapida sessione di schiaffi e di calci, andarono a cercare uno che sapeva il tedesco e che si dedicava ad interrogare i prigionieri in un’altra delle celle dell’edificio oblungo. Prima che tornassero il sivigliano udì spari, seppe che stavano ammazzando alcune delle SS e perse la speranza di uscirne bene che ancora aveva; tuttavia, quando gli spari cessarono tornò ad afferrarsi alla vita con tutto il suo essere. Quello che sapeva il tedesco gli chiese che cosa faceva lì, quale era la sua funzione e il suo grado. Il sivigliano cercò di spiegarlo in tedesco, ma invano. I russi allora gli aprirono la bocca e con delle tenaglie che i tedeschi destinavano ad altre parti dell’anatomia cominciarono a tirare e a schiacciare la sua lingua. Il dolore che sentì lo fece lacrimare e disse, o meglio gridò, la parola coño (cazzo). Con le tenaglie dentro la bocca, lo sfogo in lingua spagnola si trasformò ed uscì all’aperto convertito nella ululante parola kunst (arte).
Il russo che sapeva il tedesco lo guardò stupefatto. Il sivigliano gridava kunst, kunst, e piangeva dal dolore. La parola kunst, in tedesco, vuole dire arte e il soldato bilingue così la comprese e disse che quel figlio di puttana era un artista o qualcosa di simile. Quelli che torturavano il sivigliano ritirarono le tenaglie con un pezzetto di lingua e attesero, momentaneamente ipnotizzati dalla scoperta. La parola arte. Ciò che ammansisce le fiere. E così, come fiere ammansite, i russi fecero una pausa e aspettarono qualche segnale , mentre il sorche sanguinava dalla bocca e inghiottiva il suo sangue mescolato con grande dosi di saliva e si soffocava. La parola coño, metamorfosata nella parola arte, gli aveva salvato la vita. Quando uscì dall’edifico oblungo il sole stava nascondendosi ma gli ferì gli occhi come se fosse stato mezzogiorno.
Se lo portarono con il resto ridotto dei prigionieri e poco dopo un altro russo che sapeva lo spagnolo poté ascoltare la sua storia e il sivigliano andò a finire in un campo di prigionieri in Siberia mentre i suoi accidentali compagni di iniquità erano passati per le armi. In Siberia rimase fin ben dentro la decade degli anni cinquanta. Nel 1957 si stabilì a Barcellona. A volte apriva la bocca e contava le sue battagliette con grande buon umore. Altre volte apriva la bocca e mostrava a chi voleva vederlo il pezzo di lingua che gli mancava. Era appena percettibile. Il sivigliano, quando glielo dicevano, spiegava che la lingua con gli anni gli era ricresciuta. Amalfitano non lo conobbe personalmente, ma quando gli contarono la storia il sivigliano viveva ancora in una portineria di Barcellona.
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Il soldato era un sivigliano bassotto, sottile come uno stecco e di occhi azzurri che per quelle cose della vita (non era un Dionisio Ridruejo e neppure un Tomàs Salvador, e quando si doveva salutare alla romana, salutava, ma non era propriamente un fascista o un falangista) andò a finire in Russia. Lì, senza sapere chi iniziò, qualcuno gli disse sorche (recluta ) vieni qua o sorche fa questa cosa o l’altra e al sivigliano gli rimase in testa la parola sorche, ma nella parte oscura della testa, e in quel luogo così grande e desolato con il passar del tempo e con gli spaventi quotidiani essa si trasformò nella parola chantre (maestro di cappella). Non so come accadde, supponiamo che si attivò un meccanismo infantile, un ricordo felice che attendeva la sua occasione per ritornare.
Di modo che l’andaluso pensava a se stesso nei termini e nei doveri di un chantre anche se coscientemente non aveva idea del significato di questa parola che designa l’incaricato del coro in alcune cattedrali. Ma in qualche modo, e questa è la cosa notevole, a forza di pensarsi chantre si traformò in un chantre. Durante il terribile Natale del 41 si fece carico del coro che intonava canti natalizi mentri i russi annientavano quelli del Reggimento 250. Nella sua memoria questi giorni sono pieni di rumore (rumori secchi , costanti) e di una allegria sotterranea e un po’ sfocata. Cantavano, ma era come se le voci arrivassero dopo o persino prima, e le labbra, le gole, gli occhi dei cantori molte volte scivolassero per una sorta di fessura di silenzio, in un viaggio brevissimo ma ugualmente strano.
Per il resto, il sivigliano si comportò da coraggioso, con rassegnazione, benchè l’umore gli si andasse inasprendo col passare del tempo.
Non tardò a sperimentare la sua quota di sangue. Una sera, casualmente, lo ferirono e per due settimane rimase ricoverato all’Ospedale Militare di Riga sotto le cure di robuste e sorridenti infermiere del Reich incredule di fronte al colore dei suoi occhi e di alcune bruttissime infermiere spagnole volontarie, probabilmente sorelle, cognate o lontane cugine di José Antonio.
Quando lo dimisero, accadde qualcosa che per il sivigliano avrebbe avuto gravi conseguenze: invece di ricevere un biglietto con la destinazione corretta glie ne diedero uno che lo portò alle caserme di un battaglione delle SS distaccato a circa trecento chilometri dal suo reggimento. Lì, circondato da tedeschi, austriaci, lettoni, lituani, danesi, norvegesi e svedesi, tutti molto più alti e forti di lui, tentò di annullare l’errore utilizzando un tedesco rudimentale, ma le SS la presero per le lunghe e mentre si andava chiarendo la faccenda lo misero con una scopa a spazzare la caserma e con un secchio d’acqua e uno strofinaccio a lavare la oblunga ed enorme installazione di legno dove trattenevano, interrogavano e torturavano ogni tipo di prigionieri.
Senza rassegnarsi del tutto, ma eseguendo il suo nuovo compito con coscienza, il sivigliano vide passare il tempo dalla sua nuova caserma, mangiando molto meglio di prima e senza esporsi a nuovi pericoli, giacché il battaglione delle SS era destinato alla retroguardia, in lotta contro quelli che chiamavano banditi . Allora, nel lato oscuro della sua testa tornò a farsi leggibile la parola sorche. Sono un sorche, si disse, una recluta inesperta e devo accettare il mio destino. La parola chantre poco a poco sparì, anche se alcune sere, sotto un cielo senza limiti che lo riempiva di nostalgie sivigliane, risuonava ancora lì intorno, persa chissà dove. Una volta ascoltò cantare alcuni soldati tedeschi e la ricordò, un’altra volta ascoltò cantare un bambino dietro dei cespugli e la ricordò di nuovo, questa volta in forma più precisa, ma quando girò dietro gli arbusti il bambino non c’era più.
Un bel giorno accadde ciò che doveva accadere. La caserma del battaglione delle SS fu assaltata e presa da un reggimento di cavalleria russo, secondo alcuni, da un gruppo di partigiani secondo altri. Il combattimento fu breve e si risolse a sfavore dei tedeschi. In capo a un’ora i russsi trovarono il sivigliano nascosto nell’edificio oblungo, vestito con l’uniforme di ausiliario delle SS e circondato da tutte le infamie commesse lì e non tanto passate. Come si dice, in flagrante. Non tardò ad essere legato ad una delle sedie che le SS usavano negli interrogatori, una di quelle sedie con cinghie nelle gambe e nel sedile, e a tutto ciò che i russi gli domandavano lui rispondeva in spagnolo che non capiva e che era lì solo perchè comandato. Tentò anche di dirlo in tedesco, ma di questo idioma conosceva solo quattro parole e i russi nessuna. Questi, dopo una rapida sessione di schiaffi e di calci, andarono a cercare uno che sapeva il tedesco e che si dedicava ad interrogare i prigionieri in un’altra delle celle dell’edificio oblungo. Prima che tornassero il sivigliano udì spari, seppe che stavano ammazzando alcune delle SS e perse la speranza di uscirne bene che ancora aveva; tuttavia, quando gli spari cessarono tornò ad afferrarsi alla vita con tutto il suo essere. Quello che sapeva il tedesco gli chiese che cosa faceva lì, quale era la sua funzione e il suo grado. Il sivigliano cercò di spiegarlo in tedesco, ma invano. I russi allora gli aprirono la bocca e con delle tenaglie che i tedeschi destinavano ad altre parti dell’anatomia cominciarono a tirare e a schiacciare la sua lingua. Il dolore che sentì lo fece lacrimare e disse, o meglio gridò, la parola coño (cazzo). Con le tenaglie dentro la bocca, lo sfogo in lingua spagnola si trasformò ed uscì all’aperto convertito nella ululante parola kunst (arte).
Il russo che sapeva il tedesco lo guardò stupefatto. Il sivigliano gridava kunst, kunst, e piangeva dal dolore. La parola kunst, in tedesco, vuole dire arte e il soldato bilingue così la comprese e disse che quel figlio di puttana era un artista o qualcosa di simile. Quelli che torturavano il sivigliano ritirarono le tenaglie con un pezzetto di lingua e attesero, momentaneamente ipnotizzati dalla scoperta. La parola arte. Ciò che ammansisce le fiere. E così, come fiere ammansite, i russi fecero una pausa e aspettarono qualche segnale , mentre il sorche sanguinava dalla bocca e inghiottiva il suo sangue mescolato con grande dosi di saliva e si soffocava. La parola coño, metamorfosata nella parola arte, gli aveva salvato la vita. Quando uscì dall’edifico oblungo il sole stava nascondendosi ma gli ferì gli occhi come se fosse stato mezzogiorno.
Se lo portarono con il resto ridotto dei prigionieri e poco dopo un altro russo che sapeva lo spagnolo poté ascoltare la sua storia e il sivigliano andò a finire in un campo di prigionieri in Siberia mentre i suoi accidentali compagni di iniquità erano passati per le armi. In Siberia rimase fin ben dentro la decade degli anni cinquanta. Nel 1957 si stabilì a Barcellona. A volte apriva la bocca e contava le sue battagliette con grande buon umore. Altre volte apriva la bocca e mostrava a chi voleva vederlo il pezzo di lingua che gli mancava. Era appena percettibile. Il sivigliano, quando glielo dicevano, spiegava che la lingua con gli anni gli era ricresciuta. Amalfitano non lo conobbe personalmente, ma quando gli contarono la storia il sivigliano viveva ancora in una portineria di Barcellona.
Traduzione di Laura Ferruta