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El sur / Il sud

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las 1001 Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las 1001 Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las 1001 Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y haciendas; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían v bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
– Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
– Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
L’uomo che sbarcò a Buenos Aires nel 1871 si chiamava Johannes Dahlmann ed era pastore della Chiesa evangelica; nel 1939, uno dei suoi nipoti, Juan Dahlmann, era segretario di una biblioteca municipale in calle Còrdoba e si sentiva profondamente argentino. Il suo nonno materno era stato quel Francisco Flores, del 2° fanteria di linea, che era morto sulla frontiera di Buenos Aires ucciso dalle lance degli indios di Catriel: nel conflitto tra i suoi due lignaggi, Juan Dahlmann (forse sotto l’impulso del sangue germanico) scelse quello del suo antenato romantico, o dalla morte romantica. Un astuccio con il dagherrotipo di un uomo inespressivo e barbuto, una vecchia spada, la felicità e il coraggio di certe musiche, la consuetudine con le strofe del Martin Fierro, gli anni, la noia e la solitudine, fomentarono quel criollismo  in parte volontario, però mai  ostentato. A costo di alcune privazioni, Dahlmann era riuscito a salvare una  tenuta agricola nel Sud, che era stata dei Flores: una delle abitudini della sua memoria era l’immagine degli eucalipti balsamici e della lunga casa rosata che era stata una volta color cremisi. Gli impegni e forse l’indolenza lo trattenevano in città. Estate dopo estate si accontentava dell’idea astratta del possesso e della certezza che la sua casa lo stava aspettando, in un luogo preciso della pianura. Negli ultimi giorni di febbraio del 1939 gli capitò qualcosa.
Cieco alle colpe, il destino può essere spietato con le minime distrazioni. Quella sera Dahlmann era riuscito a trovare un esemplare scompagnato di Le Mille e una Notte di Weil; ansioso di esaminare quella scoperta, non aspettò che l’ascensore  scendesse e salì in fretta le scale; qualcosa nell’oscurità gli sfiorò la fronte, un pipistrello, un uccello? Sul viso della donna che gli aprì la porta vide impresso l’orrore, e la mano che si passò sulla fronte si fece rossa di sangue. Lo spigolo di un battente dipinto di fresco che qualcuno aveva dimenticato di chiudere gli aveva probabilmente fatto quella ferita.  Dahlmann riuscì a dormire, però all’alba era sveglio e da quel momento il sapore di tutte le cose gli fu atroce. La febbre lo consumò e le illustrazioni di Le Mille e una Notte servirono a decorare gli incubi. Amici e parenti venivano a visitarlo e con sorrisi esagerati gli ripetevano che lo trovavano benissimo. Dahlmann li udiva con una sorta di debole stupore e lo meravigliava che non sapessero che stava all’inferno. Otto giorni passarono, come otto secoli. Una sera, il solito medico passò da lui con un medico  nuovo e lo portarono a un ospedale di calle Ecuador, perché era indispensabile  fargli una radiografia. Dahlmann, nella carrozza di piazza che li trasportò, pensò che in una stanza che non fosse la sua avrebbe potuto finalmente dormire. Si sentì felice e desideroso di conversare; non appena arrivò, lo svestirono; gli rasarono la testa, lo legarono con ferri a una barella, lo illuminarono fino ad accecarlo e a procuragli le vertigini, lo auscultarono e un uomo mascherato gli infilò un ago nel braccio. Si risvegliò con la  nausea, bendato, in una cella che assomigliava a un pozzo e, nei giorni e nelle notti che seguirono  all’operazione riuscì a comprendere che era stato fino ad allora in un’anticamera dell’inferno. Il ghiaccio non lasciava nella sua bocca la minima traccia di frescura. In quei giorni  Dahlmann si odiò minuziosamente; odiò la sua identità, i suoi bisogni corporali, la sua umiliazione, la barba che gli irritava la faccia. Sopportò con stoicismo le cure che erano molto dolorose, ma quando il chirurgo gli disse che era stato sul punto di morire di setticemia, Dahlmann si mise a piangere, impietosito dal proprio destino. Le miserie fisiche e la costante previsione di brutte nottate non gli avevano permesso di pensare a qualcosa di così astratto come la morte. Un giorno il chirurgo gli disse che stava rimettendosi e che, molto presto, avrebbe potuto andare a far la convalescenza nella sua tenuta. Incredibilmente, il giorno promesso arrivò.
Alla realtà piacciono le simmetrie e i leggeri anacronismi; Dahlmann era arrivato all’ospedale in un carrozza di piazza e ora una carrozza di piazza lo portava alla stazione di Constituciòn. La prima frescura dell’autunno, dopo l’oppressione dell’estate, era come un simbolo naturale del suo destino riscattato dalla morte e dalla febbre. La città, alle sette del mattino, non aveva perduto quell’aria di vecchia casa che le infonde la notte; le strade erano come lunghi corridoi, le piazze come cortili. Dahlmann la riconosceva con felicità e con un principio di vertigine; qualche secondo prima che i suoi occhi li registrassero, ricordava gli angoli delle vie, i cartelloni, le modeste differenze di Buenos Aires. Nella luce gialla del nuovo giorno, tutte le cose ritornavano da lui.
Nessuno ignora che il Sud comincia sull’altro lato di Rivadavia. Dahlmann soleva ripetere che non è una convenzione, e che chi attraversa quella strada entra in un mondo più antico e più solido. Dalla carrozza cercava fra le nuove costruzioni la finestra con le inferriate, il battacchio, l’arco della porta, il corridoio, l’intimo cortile.
Nell’atrio della stazione si rese conto che mancavano trenta minuti. Si ricordò bruscamente che in un caffé di calle Brasil (a pochi metri dalla casa di Yrigoyen) c’era un enorme gatto che si lasciava accarezzare dalla gente come una divinità sdegnosa.  Entrò. Il gatto era lì, addormentato. Chiese una tazza di caffè, la zuccherò lentamente, la sorseggiò (quel piacere gli era stato vietato in clinica) e pensò, mentre lisciava il nero pelo, che quel contatto era illusorio e che erano come separati da un cristallo, perché l’uomo vive nel tempo, nella successione, e il magico animale nell’attualità, nell’eternità dell’istante.
Lungo il penultimo binario il treno aspettava. Dahlmann percorse i vagoni e ne trovò uno quasi vuoto. Sistemò la valigia sulla rete; quando i vagoni si misero in moto, la aprì e ne tirò fuori, dopo qualche esitazione, il primo tomo di Le Mille e una Notte. Viaggiare con questo libro, così legato alla storia della sua disgrazia, era affermare che quella disgrazia era stata annullata e sfidare in modo allegro e segreto le frustrate forze del male.
Ai lati del treno la città si sfilacciava in sobborghi; questa visione e poi quella dei giardini e delle ville di campagna ritardarono l’inizio della lettura. La verità è che Dahlmann lesse  poco; la montagna di magnetite e il genio che ha giurato di uccidere il suo benefattore erano, nessuno lo nega, meravigliosi, però non molto di più della mattina e del fatto di esistere. La felicità lo distraeva da Sherazade e dai suoi superflui miracoli; Dahlmann chiudeva il  libro e si lasciava semplicemente vivere.
Il pranzo (con il brodo servito in ciotole di metallo rilucente, come nelle remote vacanze estive dell’infanzia) fu un altro piacere tranquillo e gradito.
Domani mi sveglierò nella tenuta, pensava, ed era come se fosse due uomini ad un tempo: quello che avanzava nella giornata autunnale e nella geografia della patria, e l’altro, incarcerato in un ospedale e soggetto a sistematiche servitù. Vide case di mattoni senza intonaco, lunghe e d’angolo, che guardavano senza fine passare i treni; vide uomini a cavallo su sentieri terrosi; vide fossi e lagune e tenute agricole; vide lunghe nuvole luminose che parevano di marmo, e tutte queste cose erano casuali, come sogni della pianura.  Credette anche di riconoscere alberi e seminati che non avrebbe potuto nominare, perché la sua conoscenza diretta della campagna era molto inferiore alle sue conoscenze nostalgiche e letterarie.
Qualche volta si addormentò e nei suoi sogni c’era l’impeto del treno. Ormai il sole bianco e intollerabile del mezzogiorno era il sole giallo che precede l’imbrunire e non avrebbe tardato a diventare rosso. Anche il vagone era diverso; non era quello che era stato a Constituciòn, al momento di lasciare il marciapiede: la  pianura e le ore lo avevano attraversato e trasfigurato. Fuori la mobile ombra del vagone si allungava verso l’orizzonte. Non turbavano la terra elementare né centri abitati né altri segni umani. Tutto era vasto, però al tempo stesso intimo e, in qualche modo, segreto. Nella campagna senza fine, talvolta, non c’era altro che un toro.  La solitudine era perfetta e forse ostile, e Dahlmann sospettò di  viaggiare verso il passato e non solo verso il Sud. Da quella congettura fantastica lo distrasse il controllore che, vedendo il suo  biglietto, lo avvertì che il treno non l’avrebbe lasciato alla stazione di sempre ma in un’altra, poco prima e non bene conosciuta da Dahlmann. (L’uomo aggiunse una spiegazione che Dahlmann non tentò di capire e neppure di sentire, perché il meccanismo dei fatti non gli interessava.)
Il treno si fermò laboriosamente, quasi in mezzo alla campagna. Sull’altro lato delle rotaie c’era la stazione, che era poco più di un marciapiede con una tettoia. Non avevano nessun veicolo, ma il capostazione suggerì forse poteva trovarne uno in uno negozio che gli indicò a dieci, dodici isolati di distanza.
Dahlmann accettò la camminata come una piccola avventura. Il sole era ormai tramontato , ma un uno splendore finale esaltava la viva e silenziosa pianura, prima che la cancellasse la notte. Non tanto per non stancarsi, quanto per far durare quelle cose più a lungo, Dahlmann camminava lentamente, aspirando con grave felicità l’odore del trifoglio.
Il negozio, una volta, era stato rosso vivo, ma gli anni avevano mitigato per il suo bene quel colore violento. Qualcosa nella sua povera architettura gli ricordò un’incisione su acciaio, forse di una vecchia edizione di Paolo e Virginia. Legati allo steccato c’erano alcuni cavalli. Dahlmann, una volta dentro, credette di riconoscere il padrone; poi capì che lo aveva ingannato la sua somiglianza con uno degli impiegati dell’ospedale. L’uomo, udito il caso, disse che gli avrebbe fatto attaccare il calesse; per aggiungere un altro fatto a quella giornata e per riempire il tempo, Dahlmann decise di mangiare nel negozio.
A un tavolo mangiavano e bevevano rumorosamente alcuni ragazzoni, ai quali Dahlmann, all’inizio, non prestò attenzione. Sul pavimento, appoggiato al bancone, stava rannicchiato, immobile come una cosa, un uomo molto vecchio. I molti anni l’avevano ridotto e lisciato come fanno le acque con una pietra o le generazioni degli uomini con una massima. Era scuro, piccolo e rinsecchito, ed era come fuori dal tempo, in una sorta di eternità. Dahlmann notò con soddisfazione la fascia sulla fronte, il poncho di panno grezzo, i lunghi calzoni da gaucho e gli stivali di pelle di puledro e si disse, ricordando le inutili discussioni con gente dei distretti del nord o di Entre Rìos, che gauchos come quelli se ne trovano ormai solo al Sud.
Dahlmann si accomodò vicino alla finestra. L’oscurità stava occupando la campagna, ma il suo odore e i  suoi rumori gli arrivavano ancora attraverso le inferriate. Il padrone gli portò delle sardine e poi della carne arrosto; Dahlmann le mandò giù con alcuni bicchieri di vino rosso. Senza nulla fare, gustava il sapore apro e lasciava vagare lo sguardo, già un poco sonnolento, per il locale. La lampada a cherosene pendeva da uno dei tiranti: i clienti dell’altro tavolo erano tre: due sembravano braccianti; l’altro, dai tratti indigeni e rozzi, beveva con il cappello in testa. Dahlmann, improvvisamente, sentì che qualcosa gli sfiorava la faccia, Vicino al bicchiere ordinario di vetro opaco, su una delle righe della tovaglia, c’era una pallina di mollica. Era tutto, però qualcuno gliela aveva tirata.
Quelli dell’altro tavolo sembravano indifferenti a lui. Dahlmann, perplesso, decise che non era successo niente e aprì il volume de Le Mille e una Notte, come per nascondere la realtà. Un’altra pallina lo raggiunse dopo pochi minuti, e questa volta i braccianti risero. Dahlmann disse a se stesso che non era spaventato, ma che sarebbe stata una follia se si fosse lasciato trascinare, lui convalescente, in una lite confusa da degli sconosciuti. Decise di andarsene; ed era già in piedi quando il padrone gli si avvicinò e gli raccomandò con voce allarmata:
– Signor Dahlmann, non faccia caso a quei ragazzi, che sono mezzo sbronzi.
Dahlmann non si sorprese che l’altro, ora, lo conoscesse, ma sentì che queste parole concilianti aggravavano, di fatto, la situazione. Prima la provocazione dei braccianti era rivolta a una faccia casuale, quasi a nessuno; adesso era contro di lui e contro il suo nome e i vicini l’avrebbero saputo. Dahlmann scostò il padrone, affrontò i braccianti e chiese che cosa andavano cercando.
Il bullo dalla faccia indigena si alzò, traballante. A un passo da Juan Dahlmann, lo ingiuriò gridando, come se fosse stato molto lontano da lui. Giocava a esagerare la sua sbronza, e quella esagerazione era un’altra forma di ferocia e di scherno. Tra parolacce e oscenità, tirò in aria un lungo coltello, lo seguì con gli occhi, lo prese al volo e invitò Dahlmann a battersi. Il padrone obiettò con debole voce che Dahlmann era disarmato. A quel punto, qualcosa di imprevedibile avvenne.
Da un angolo, il vecchio gaucho estatico, nel quale Dahlmann aveva visto un simbolo del  Sud (del Sud che era suo), gli lanciò un pugnale senza fodera che venne a cadere ai suoi piedi. Era come se il Sud avesse deciso che Dahlmann accettasse il duello. Dahlmann si chinò a raccogliere il pugnale e sentì due cose. La prima, che quel gesto quasi istintivo lo impegnava a battersi. La seconda, che l’arma nella sua mano impacciata non sarebbe servita a difenderlo,  ma a giustificare che lo ammazzassero.
Qualche volta, aveva giocato con un pugnale, come tutti, ma la sua conoscenza della scherma non andava oltre la nozione che i colpi devono andare verso l’alto e con il filo verso l’interno. All’ospedale non avrebbero permesso che mi succedessero queste cose, pensò.
– Andiamo fuori – disse l’altro.
Uscirono, e se Dahlmann non aveva alcuna speranza, neanche aveva timore. Sentì, nel varcare la soglia, che morire in una lotta a coltello, a cielo aperto e in pieno assalto, sarebbe stata per lui una liberazione, una felicità e una festa, nella prima notte all’ospedale, quando gli  infilarono l’ago. Sentì che se lui, allora, avesse potuto scegliere o sognare la sua morte, questa era la morte che avrebbe scelto o sognato.
Dahlmann impugna con fermezza il pugnale, che forse non saprà maneggiare, ed esce nella pianura.

Traduzione di Laura Ferruta

 

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