En memoria de Paulina / In memoria di Paulina

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección.
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedìa del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
-Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
-Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
-Yo también te acompañaré -respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
-Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
-Estás cambiada.
-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
-Gracias -contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
-¿Quién? -pregunté.
En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
-Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
-¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
-Buscaré un taxímetro -dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
-Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
-¿Tostado o blanco?
Le contesté, como siempre:
-Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.
Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano (“¡La mano!”, me dijo. “¡Ahora!”) me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
-Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: “Ha refrescado. Fue un simple chaparrón”. La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara… De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. “Si no me duermo pronto”, pensé, “mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina”.
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
-Montero está preso -contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
-¿Cómo? ¿Lo ignoras?
Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volví a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
-¿Sabe que murió la señorita Paulina?
-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: “Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino”. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: “Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano”. Luego me dije: “Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte”.
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia.
Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.
Sempre ho amato Paulina. In uno dei miei primi ricordi, io e Paulina eravamo nascosti in un oscuro pergolato di alloro in un giardino con due leoni di pietra. Paulina mi disse: Mi piace l’azzurro, mi piace l’uva, mi piace il ghiaccio, mi piacciono le rose, mi piacciono i cavalli bianchi. Io compresi che la mia felicità aveva avuto inizio, perché in queste preferenze potevo identificarmi con Paulina. Ci somigliavamo così miracolosamente che in un libro sulla riunione finale delle anime nell’anima del mondo, la mia amica scrisse a margine: Le nostre si sono già riunite. “Le nostre”, a quel tempo, significava la sua e la mia.
Per spiegarmi questa somiglianza, sostenni di essere una brutta copia affrettata e remota di Paulina. Ricordo di aver annotato nel mio quaderno: Ogni poesia è una bozza della Poesia e in ogni cosa c’è una prefigurazione di Dio. Pensai anche: Fin tanto che assomiglio a Paulina, sono salvo. Vedevo (e tuttora vedo) la identificazione con Paulina come la migliore possibilità del mio essere, come il rifugio in cui liberarmi dei miei difetti naturali, della goffaggine, della negligenza, della vanità.
La vita fu una dolce abitudine che ci portò ad attendere il nostro futuro matrimonio come qualcosa di naturale e certo. I genitori di Paulina, insensibili al prestigio letterario da me prematuramente ottenuto, e perso, promisero di dare il consenso quando fossi diventato dottore. Molte volte immaginammo un futuro ordinato, con tempo sufficiente per lavorare, per viaggiare e per amarci. Lo immaginavamo con tanta vivezza che ci persuademmo di vivere già insieme.
Parlare del nostro matrimonio non ci induceva a trattarci come sposi. Tutta l’infanzia l’avevamo passata insieme e continuava ad esserci tra noi una pudica amicizia di bambini. Non osavo  assumere il ruolo di innamorato e dirle in tono solenne: Ti amo. Tuttavia, poiché l’amavo, guardavo la sua risplendente perfezione con un amore attonito e scrupoloso.
A Paulina piaceva che ricevessi degli amici. Preparava ogni cosa, si occupava degli invitati, e, segretamente, giocava a fare la padrona di casa. Confesso che questi incontri non mi rallegravano. Quello che organizzammo perché Julio Montero conoscesse degli scrittori non fu un’eccezione.
Il giorno prima Montero mi aveva fatto visita per la prima volta. Brandiva, per l’occasione, un abbondante manoscritto e il dispotico diritto che l’opera inedita conferisce nei confronti del tempo del prossimo. Poco tempo dopo la visita io avevo dimenticato quella faccia irsuta e quasi nera. Per quanto riguarda il racconto che mi aveva letto – Montero mi aveva raccomandato di dirgli in tutta sincerità se l’impatto della sua amarezza risultasse troppo forte – forse era notevole perché rivelava una vaga intenzione di imitare scrittori effettivamente diversi. L’idea centrale scaturiva da un probabile sofisma: se una determinata melodia sorge dalla relazione tra il violino e i movimenti del violinista, da una determinata relazione tra movimento e materia sarebbe sorta l’anima di ciascuna persona. L’eroe del racconto fabbricava una macchina per produrre anime (una sorta di telaio, con legno e spaghi) . Poi l’eroe moriva. Vegliavano e seppellivano il cadavere, ma lui era segretamente vivo nel telaio. Fino all’ultimo paragrafo, il telaio appariva accanto a uno stetoscopio e a un tripode con una pietra di galena, nella stanza dove era morta una signorina.
Quando riuscii a distoglierlo dai problemi del suo tema, Montero manifestò uno strano desiderio di conoscere scrittori.
-Ritorni domani sera -gli dissi. Glie ne presenterò alcuni.
Si descrisse come un selvaggio e accettò l’invito. Forse spinto dal piacere di vederlo partire, scesi con lui fino alla porta sulla strada. Quando uscimmo dall’ascensore Montero scoprì il giardino che c’è nel patio. Talvolta, nella luce tenue della sera, vedendolo attraverso il portone di vetro che lo separa dall’atrio, questo minuscolo giardino suggerisce l’immagine misteriosa di un bosco nel fondo di un lago. Di notte, proiettori di luce lilla e di luce arancione lo trasformano in un  orribile paradiso di caramello. Montero lo vide di notte.
-Sarò franco -mi disse, rassegnato a distogliere gli occhi dal giardino. -Di quanto ho visto nella casa, questo è il più interessante.
Il giorno dopo Paulina arrivò presto; alle cinque della sera aveva già tutto pronto per il ricevimento. Le mostrai una statuetta cinese di pietra verde che avevo comprato quella mattina da un antiquario. Era un cavallo selvaggio, con le zampe in aria e la criniera al vento. Il venditore mi aveva assicurato che simbolizzava la passione.
Paulina mise il cavallino su un ripiano della biblioteca ed esclamò: E’ bello come la prima passione di una vita. Quando le dissi che glielo regalavo, impulsivamente mi gettò le braccia al collo e mi baciò.
Prendemmo il tè nell’ anticucina. Le raccontai che mi avevano offerto una borsa di studio per studiare due anni a Londra. Di colpo credemmo in un matrimonio immediato, nel viaggio, nella nostra vita in Inghilterra (ci sembrava tanto immediata quanto il matrimonio). Prendemmo in considerazione dettagli di economia domestica; le privazioni, quasi piacevoli, a cui ci saremmo sottoposti; la distribuzione delle ore di studio, di passeggiata, di riposo e, forse, di lavoro; ciò che avrebbe fatto Paulina mentre io assistevo ai corsi; i vestiti e i libri che avremmo portati. Dopo un po’ di tempo dedicato ai progetti, ammettemmo che dovevo rinunciare alla borsa di studio. Mancava una settimana ai miei esami, ma era già evidente che i genitori di Paulina volevano posticipare il nostro matrimonio.
Cominciarono ad arrivare gli invitati. Io non mi sentivo felice. Quando conversavo con una persona, pensavo solamente a dei pretesti per lasciarla. Proporre un argomento che interessasse l’interlocutore mi pareva impossibile. Se volevo ricordare qualcosa, non avevo memoria o l’avevo troppo lontana. Ansioso, futile, scoraggiato, passavo da un gruppo all’altro, desiderando che la gente se ne andasse, che noi rimanessimo soli, che arrivasse il momento, ahimè così breve, di accompagnare Paulina a casa sua.
Vicino alla finestra, la mia fidanzata parlava con Montero. Quando la guardai, alzò gli occhi e inclinò versò di me il suo volto perfetto. Sentii che nella tenerezza di Paulina c’era un rifugio inviolabile, in cui eravamo soli. Quanto desiderai dirle che l’amavo! Presi la ferma decisione di abbandonare quella stessa notte il mio puerile e assurdo senso di vergogna nel parlarle di amore. Se ora potessi (sospirai) comunicarle ciò che penso. Nel suo sguardo palpitò una generosa, allegra e sorpresa gratitudine.
Paulina mi chiese in quale poesia un uomo si allontana tanto da una donna da non salutarla quando la incontra in cielo. Sapevo che la poesia era di Browning e ricordavo i versi vagamente. Passai il resto della serata cercandoli nell’edizione di Oxford. Se non mi permettevano di stare  con Paulina, cercare qualcosa per lei era preferibile al conversare con altre persone, ma ero particolarmente annebbiato e mi domandai se la impossibilità di trovare la poesia non contenesse un presagio. Guardai verso la finestra. Luis Alberto Morgan, il pianista, dovette notare la mia ansia perché mi disse:
-Paulina sta mostrando la casa a Montero.
Scrollai le spalle, nascosi appena il fastidio, e finsi di interessarmi di nuovo al libro di Browning. Di scancio, vidi Morgan entrare nella mia stanza. Pensai: Va a chiamarla. Subito dopo riapparve con Paulina e con Montero.
Finalmente qualcuno se ne andò; poi, con spensieratezza e lentezza, se ne andarono gli altri. Arrivò un  momento in cui rimanevamo solo Paulina, io e Montero. Allora, come temevo, Paulina esclamò:
– E’ molto tardi. Me ne vado.
Montero velocemente intervenne:
– Se mi permette, la accompagno a casa.
– Anch’io ti accompagno -risposi.
Parlavo a Paulina, ma guardavo Montero. Volli che gli occhi gli comunicassero il mio disprezzo e il mio odio.
Arrivati di sotto, notai che Paulina non aveva il cavallino cinese. Le dissi:
-Hai dimenticato il mio regalo.
Salii nell’appartamento e tornai con la statuina. Li trovai appoggiati al portone di vetro a guardare il giardino. Presi per il braccio Paulina e non permisi che Montero le si avvicinasse all’altro lato. Esclusi ostensibilmente Montero dalla conversazione.
Non si offese. Quando ci congedammo da Paulina, insistette ad accompagnarmi a casa. Durante il tragitto parlò di letteratura probabilmente con sincerità e fervore. Mi dissi: Lui è il letterato; io sono un uomo stanco, frivolamente inquieto a causa di una donna. Considerai l’incongruenza che c’era . fra il suo vigore fisico e la sua debolezza letteraria. Pensai: un guscio lo protegge; non gli arriva ciò che sente l’interlocutore. Guardai con odio i suoi occhi svegli, i suoi baffi irsuti, il suo collo robusto.
Quella settimana quasi non vidi Paulina. Studiai molto. Dopo l’ultimo esame la chiamai al telefono.  Mi fece le congratulazioni con un’insistenza che non sembrava naturale e disse che nel tardo pomeriggio sarebbe venuta a casa mia.
Feci un pisolino, feci lentamente il bagno e attesi Paulina sfogliando un libro sui Faust di Muller e di Lessing.
Quando la vidi esclamai:
-Sei cambiata.
-Sì –rispose. –Come ci conosciamo! Non ho bisogno di parlare perché tu sappia ciò che sento.
Ci guardammo negli occhi in un’estasi di beatitudine.
-Grazie- risposi.
Niente mi commuoveva tanto quanto l’ammissione, da parte di Paulina, della profonda corrispondenza delle nostre anime. Mi abbondai fiducioso a questa lusinga. Non so quando mi domandai (con incredulità) se le parole di Paulina nascondessero un altro significato. Prima che prendessi in considerazione questa possibilità, Paulina iniziò una confusa spiegazione. Udii improvvisamente:
-Quella prima sera eravamo già perdutamente innamorati.
Mi chiesi chi era innamorato. Paulina continuò:
-E’ molto geloso. Non si oppone alla nostra amicicizia, ma gli ho giurato che per un po’ di tempo non ti avrei visto.
Io attendevo ancora un’impossibile spiegazione che mi tranquillizzasse. Non sapevo se Paulina scherzasse o parlasse sul serio. Non sapevo che espressione ci fosse sul mio volto. Non sapevo quanto straziante fosse la mia angoscia. Paulina aggiunse:
– Me ne vado. Julio mi sta aspettando. Non è salito per non disturbarci.
– Chi? –domandai.
Subito ebbi il timore –come se nulla fosse successo- che Paulina scoprisse che io ero un impostore e che le nostre anime non erano poi tanto unite.
Paulina rispose con naturalezza:
– Julio Montero.
La risposta non poteva sorprendermi; tuttavia, in quella orribile sera, nulla mi commosse tanto quanto quelle due parole. Per la prima volte mi sentii lontano da Paulina. Quasi con disprezzo le chiesi:
-Vi sposerete?
Non ricordo cosa mi rispose. Credo che mi invitò al suo matrimonio.
Dopo mi ritrovai solo. Tutto era assurdo. Non c’era persona più incompatibile con Paulina (e con me) di Montero. Oppure mi sbagliavo? Se Paulina amava questo uomo, forse non aveva mai assomigliato a me. Un’abiura non mi bastò; scoprii che molte volte io avevo intravisto la spaventosa verità.
Ero molto triste, ma non credo provassi gelosia. Mi gettai sul letto, bocconi. Allungai una mano e incontrai il libro che avevo letto poco prima. Lo lanciai lontano da me, con schifo.
Uscii a camminare. A un angolo di strada vidi un calessino. Mi sembrava impossibile continuare a vivere quella sera.
Per anni la ricordai quella sera e siccome preferivo i momenti dolorosi della rottura (perché li avevo passati con Paulina) alla ulteriore solitudine, li ripercorrevo e li esaminavo minuziosamente e li rivivevo. In quella angosciata fantasticheria credevo di scoprire nuove interpretazioni dei fatti. Così, per esempio, nella voce di Paulina che mi dichiarava il nome del suo amato, scoprii una tenerezza che inizialmente mi emozionò, Pensai che la ragazza provava pena per me e la sua bontà mi commosse, così come prima mi commuoveva il suo amore. Poi, riflettendo, compresi che quella tenerezza non era per me ma per il nome che aveva pronunciato.
Accettai la borsa di studio, e silenziosamente mi occupai dei preparativi del viaggio. Tuttavia la notizia trapelò. L’ultima sera Paulina venne a farmi visita.
Mi sentivo lontano da lei, ma quando la vidi mi innamorai di nuovo. Senza che Paulina lo dicesse, capii che la sua comparsa era furtiva. Le presi le mani, tremante di gratitudine. Paulina esclamò:
-Ti amerò sempre. In un qualche modo, ti amerò sempre più che chiunque altro.
Forse credette di aver commesso un tradimento Sapeva che io non dubitavo della sua lealtà verso Montero, ma come disgustata per aver pronunciato parole che contenevano –se non per me, per un testimone immaginario- un’intenzione di slealtà, aggiunse rapidamente:
-E’ chiaro, quello che sento per te non conta. Sono innamorata di Julio.
Tutto il resto, disse, non aveva importanza. Il passato era una regione deserta in cui lei aveva atteso Montero. Del nostro amore, o amicizia, non si ricordò.
Dopo parlammo poco. Io ero molto risentito e feci finta di avere premura. La accompagnai all’ascensore. Quando aprii la porta, rimbombò la pioggia.
-Cercherò un tassì –disse.
Con un’improvvisa emozione nella voce, Paulina mi gridò:
-Addio, caro.
Attraversò correndo la strada e sparì nella distanza. Mi girai, tristemente. Alzando gli occhi vidi un uomo acquattato nel giardino. L’uomo si rialzò e appoggiò le mani e la faccia contro il portone di vetro. Era Montero.
Raggi di luce lilla e di luce arancione s’incrociavano su uno sfondo verde, con boschetti scuri. La faccia di Montero, schiacciata contro il vetro bagnato, appariva bianchiccia e deforme.
Pensai ad acquari, a pesci in acquari. Poi, con frivola amarezza, mi dissi che la faccia di Montero suggeriva altri mostri: i pesci deformati dalla pressione dell’acqua che abitano sul fondo del mare.
Il giorno dopo, la mattina, mi imbarcai. Durante il viaggio quasi non uscii dalla cabina. Scrissi e studiai molto.
Volevo dimenticare Paulina. Nei miei due anni di Inghilterra evitai ciò che me la poteva ricordare: dagli incontri con argentini fino ai pochi telegrammi da Buenos Aires che pubblicavano i giornali. E’ vero che mi appariva nel sonno, con una vividezza così persuasiva e così reale che mi chiesi se la mia anima non compensava di notte le privazioni che io le imponeva di giorno. Evitai ostinatamente il suo ricordo. Verso la fine del primo anno riuscii ad escluderla dalle mie notti e, quasi, a dimenticarla.
La notte che arrivai dall’Europa tornai a pensare a Paulina. Con apprensione mi dissi che forse in casa i ricordi erano troppo vivi. Quando entrai nella mia stanza sentii una certa emozione e mi fermai rispettosamente, commemorando il passato e gli estremi di allegria e di dolore che avevo conosciuto. Allora ebbi una rivelazione vergognosa. Non mi commuovevano i segreti monumenti del nostro amore, improvvisamente manifestatisi nella parte più intima della memoria; mi commuoveva l’enfatica luce che entrava dalla finestra, la luce di Buenos Aires.
Verso le quattro andai fino all’angolo e comprai un chilo di caffè. Nel panificio il padrone mi riconobbe, mi salutò con fragorosa cordialità e mi informò che da molto tempo –sei mesi per lo meno– non lo onoravo con i miei acquisti. Dopo queste gentilezze gli chiesi, timido e rassegnato, mezzo chilo di pane. Mi domandò, come sempre:
-Nero o bianco?
Gli risposi come sempre:
-Bianco.
Tornai a casa. Era una giornata chiara come un cristallo e molto fredda.
Mentre preparavo il caffè pensai a Paulina. Verso la fine della serata eravamo soliti prendere una tazza di caffè nero.
Come in un sogno passai da un’affabile ed equanime indifferenza all’emozione, alla pazzia che mi produsse l’apparizione di Paulina. Quando la vidi caddi in ginocchio, affondai la faccia tra le sue mani e piansi per la prima volta tutto il dolore di averla persa.
La sua venuta avvenne così: tre colpi risuonarono alla porta; mi chiesi chi fosse l’intruso; pensai che per colpa sua si sarebbe raffreddato il caffè; aprii distrattamente.
Poi –ignoro se il tempo trascorso fosse molto lungo o molto breve- Paulina mi ordinò di seguirla. Compresi che stava correggendo, con la persuasione dei fatti, gli antichi errori del nostro comportamento. Mi pare (ma oltre a ricadere negli stessi errori, non sono fedele a quella sera) che li correggesse con eccessiva determinazione. Quando mi chiese che le prendessi la mano (“La mano”, mi disse, “Ora!”) mi abbandonai alla felicità. Ci guardammo negli occhi  e come due fiumi che confluiscono, anche le nostre anime si unirono. Fuori, sopra il soffitto, contro le pareti, pioveva. Interpretai quella pioggia –che era il mondo intero che risorgeva, di nuovo- come una panica espansione del nostro amore.
L’emozione non mi impedì, tuttavia, di scoprire che Montero aveva contaminato la conversazione di Paulina. Talvolta, quando lei parlava, avevo la spiacevole impressione di udire il mio rivale. Riconobbi la caratteristica pesantezza delle frasi; riconobbi gli ingenui e faticosi tentativi di trovare il termine esatto; riconobbi l’inconfondibile volgarità.
Con uno sforzo riuscii a dominarmi. Guardai il viso, il sorriso, gli occhi. Paulina, l’intrinseca, la perfetta, era lì. Non me l’avevano cambiata.
Poi, mentre la contemplavo nella mercuriale penombra dello specchio, circondata dalla cornice di ghirlande, di corone e di angeli neri, mi sembrò diversa. Fu come se scoprissi un’altra versione di Paulina; come se la vedessi in modo nuovo. Ringraziai per la separazione che aveva interrotto l’abitudine di vederla ma che me la restituiva più bella.
Paulina disse:
-Vado. Julio mi aspetta.
Avvertii nella sua voce una strana mescolanza di disprezzo e di angoscia che mi sconcertò. Pensai malinconicamente: Paulina, in altri momenti, non avrebbe tradito nessuno. Quando alzai lo sguardo, se ne era andata.
Dopo un momento di perplessità la chiamai. La chiamai di nuovo, scesi nell’atrio, corsi per la via. Non la trovai. Al ritorno sentii freddo. Mi dissi: “E’ rinfrescato. E’ stato un semplice acquazzone”. La strada era asciutta.
Quando arrivai a casa vidi che erano le nove. Non avevo voglia di uscire a mangiare; la possibilità di incontrare qualcuno che conoscevo m’intimoriva. Preparai un po’ di caffè. Ne presi due o tre tazze e assaggiai un poco di pane.
Non sapevo neppure quando ci saremmo rivisti. Volevo parlare con Paulina. Volevo chiederle che mi spiegasse… Improvvisamente la mia ingratitudine mi spaventò. Il destino mi concedeva tutta la felicità e io non ero contento. Quella sera era il culmine delle nostre vite. Paulina la aveva compreso così. Io stesso lo avevo compreso. Per questo non avevamo quasi parlato. (Parlare, fare domande sarebbe stato in un certo modo differenziarci.)
Mi pareva impossibile dover aspettare fino al giorno seguente per vedere Paulina. Con sollievo ed affanno decisi che sarei andato quella notte stessa a casa di Montero. Ben presto abbandonai l’idea; non potevo andare a far loro visita senza prima parlare con Paulina. Decisi di cercare un amico –Luis Alberto Morgan mi parve il più indicato- e chiedergli di raccontarmi quanto sapeva della vita di Paulina durante la mia assenza.
Poi pensai che  la cosa migliore era andare a letto e dormire. Riposato, avrei visto tutto con maggiore chiarezza. D’altra parte non ero disposto a sentir parlare di Paulina in modo frivolo. Quando entrai nella camera ebbi l’impressione di entrare in una trappola (ricordai, forse, notti di insonnia in cui uno rimane a letto per non riconoscere che è sveglio). Spensi la luce.
Non avrei più arzigogolato sulla condotta di Paulina. Sapevo troppo poco per comprendere la situazione. Poiché non potevo fare un vuoto nella mente e smettere di pensare, mi sarei rifugiato nel ricordo di quella sera.
Avrei continuato ad amare il volto di Paulina anche se trovavo nelle sue azioni qualcosa di strano e di ostile che mi allontanava da lei. Il volto era quello di sempre, il volto puro e meraviglioso che mi aveva amato prima dell’abominevole apparizione di Montero. Mi dissi: C’è una fedeltà nei volti che forse le anime nono condividono.
Oppure era tutto un inganno? Ero innamorato di una cieca proiezione delle mie preferenze e delle mie repulsioni? Non avevo mai conosciuto Paulina?
Scelsi un’immagine di quella sera – Paulina di fronte all’oscura e tersa  profondità dello specchio- e feci in modo di evocarla. Quando la intravvidi, ebbi un’improvvisa rivelazione: dubitavo perché mi dimenticavo di Paulina. Volli consacrarmi alla contemplazione della sua immagine. La fantasia e la memoria sono facoltà capricciose: evocavo i capelli spettinati, una piega del vestito, la vaga penombra circostante, ma la mia amata svaniva.
Molte immagini, animate da inevitabile energia, passavano davanti ai miei occhi chiusi. Improvvisamente feci una scoperta. Come sul bordo oscuro di un abisso, in un angolo dello specchio, alla destra di Paulina, apparve il cavallino di pietra verde.
La visione, quando si produsse, non mi sorprese; solamente dopo alcuni minuti ricordai che la statuetta non si trovava in casa. Gliela avevo regalata a Paulina due anni prima.
Mi dissi che si trattava di una sovrapposizione di ricordi anacronici (il più antico, quello del cavallino; il più recente, quello di Paulina). La questione era chiarita, io ero tranquillo e dovevo addormentarmi. Formulai allora una riflessione vergognosa e, alla luce di quanto avrei verificato più tardi, patetica. “Se non mi addormento subito”, pensai, “domani sarò sciupato e non piacerò a Paulina”.
Dopo un po’ mi resi conto che il mio ricordo della statuetta nello specchio della camera da letto non era giustificabile. Non l’avevo mai messa nella camera da letto. In casa, l’avevo vista unicamente nell’altra camera (sul ripiano o nelle mani di Paulina o nelle mie).
Atterrito, volli guardare di nuovo quei ricordi. Lo specchio riapparve, circondato da angeli e da ghirlande di legno, con Paulina al centro e il cavallino a destra. Io non ero sicuro che riflettesse la stanza. Forse la rifletteva, ma in modo vago e sommario. In cambio il cavallino s’impennava nitidamente sul ripiano della biblioteca. La biblioteca abbracciava tutto il fondo e nell’oscurità laterale si aggirava un nuovo personaggio che dapprima non riconobbi. Poi, con scarso interesse, notai che quel personaggio ero io.
Vidi il volto di Paulina, lo vidi intero ( non delle parti), come proiettato verso di me dall’estrema intensità della sua bellezza e della sua tristezza. Mi svegliai piangendo.
Non so da quando stavo dormendo. So che il sogno non era stato inventivo. Aveva continuato, insensibilmente, le mie fantasie e riprodotto con fedeltà le scene della sera.
Guardai l’orologio. Erano le cinque. Mi sarei alzato presto e anche a rischio di far arrabbiare Paulina sarei andato a casa sua. Questa decisione non mitigò la mia angoscia.
Mi alzai alle sette e mezza, feci un lungo bagno e mi vestii lentamente.
Ignoravo dove vivesse Paulina. Il portinaio mi prestò la guida telefonica e la Guida Verde. Nessuna registrava l’indirizzo di Montero. Cercai il nome di Paulina; neanche quello vi figurava. Verificai anche che nell’antica casa di Montero viveva un’altra persona. Pensai di chiedere l’indirizzo ai genitori di Paulina.
Non li vedevo da molto tempo (quando venni a sapere dell’amore di Paulina per Montero, interruppi il rapporto con loro). Ora, per scusarmi, avrei dovuto raccontare le mie pene. Mi mancò il coraggio. Decisi di parlare con Luis Alberto Morgan. Non potevo presentarmi a casa sua prima delle undici. Vagai per le strade senza vedere nulla, o facendo attenzione con applicazione momentanea alla forma di una modanatura in una parete o al significato di una parola udita casualmente. Ricordo che in piazza Independencia una donna, con le scarpe in una mano e un libro nell’altra, passeggiava scalza sull’erba umida.
Morgan mi ricevette a letto, con un’enorme scodella che sosteneva con entrambe le mani. Intravvidi un liquido bianchiccio e qualche pezzo di pane che vi galleggiava.
– Dove vive Montero? –gli chiesi.
Aveva già bevuto tutto il latte. Ora tirava fuori i pezzi di pane dal fondo della tazza.
– Montero è in prigione –rispose.
Non potei nascondere la mia sorpresa. Morgan continuò:
– Come? Non lo sai?
Immaginò sicuramente che io ignorassi solo questo dettaglio, ma, per il gusto di parlare, riferì tutto ciò che era successo. Credetti di perdere conoscenza: cadere in un improvviso precipizio; anche lì mi arrivava la voce cerimoniosa, implacabile e nitida, che riferiva fatti incomprensibili con la mostruosa e persuasiva convinzione che mi fossero familiari.
Morgan mi comunicò quanto segue: Sospettando che Paulina venisse a farmi visita, Montero si era nascosto nel giardino di casa. La vide uscire, la seguì; per strada le chiese spiegazioni. Quando si raggrupparono dei curiosi, la fece salire su un’auto a noleggio.Viaggiarono tutta la notte per la Costanera e per i laghi e, la mattina, in un hotel del Tigre le sparò e la uccise. Questo non era avvenuto la notte prima di quella mattina; era avvenuto la notte prima del mio viaggio per l’Europa; era avvenuto due anni fa.
Nei momenti più terribili della vita siamo soliti cadere in una sorta di irresponsabilità protettrice e invece di pensare a ciò che ci accade volgiamo la nostra attenzione a banalità. In quel momento io domandai a Morgan:
– Ti ricordi dell’ultimo incontro a casa, prima del mio viaggio?
Morgan se ne ricordava. Continuai:
-Quando notasti che ero preoccupato e andasti nella mia camera a cercare Paulina, che stava facendo Montero?
– Nulla –rispose Morgan con una certa vivacità. – Nulla. Tuttavia, ora lo ricordo: si guardava nello specchio.
Tornai a casa. Incrociai nell’atrio il portiere. Fingendo indifferenza, gli chiesi:
– Lo sa che la signorina Paulina è morta?
– Come potrei non saperlo? –rispose. – Tutti i giornali parlarono dell’assassinio e io feci una deposizione alla polizia.
L’uomo mi guardò con sguardo indagatore.
– Le occorre qualcosa? –disse avvicinandosi. – Vuole che l’accompagni?
Lo ringraziai e fuggii verso l’alto. Ho un vago ricordo di aver lottato con una chiave; di aver raccolto delle carte dall’altro lato della porta; di essere stato ad occhi chiusi, steso a bocconi nel letto.
Poi mi ritrovai di fronte alla specchio a pensare: “Quel che è certo è che Paulina mi fece visita la scorsa notte. Morì sapendo che il matrimonio con Montero era stato un errore – un errore atroce – e che noi eravamo la verità. Ritornò dalla morte per completare il suo destino, il nostro destino”. Ricordai una frase che Paulina aveva scritto anni fa in un libro: Le nostre anime già si sono riunite. Continuai a pensare: “Ieri notte, finalmente. Nel momento in cui la presi per mano”. Poi mi dissi: “Sono indegno di lei: ho dubitato, sono stato geloso. Per amarmi è venuta fin dalla morte”.
Paulina mi aveva perdonato. Mai ci eravamo amati tanto. Mai eravamo stati tanto vicini.
Io mi dibattevo in questa ubriachezza d’amore, vittoriosa e triste, quando mi chiesi – o meglio, quando il mio cervello, spinto dalla semplice abitudine di proporre alternative, si chiese – se non vi fosse altra spiegazione per la visita della notte precedente. Allora, come una fulminazione, mi giunse la verità.
Vorrei scoprire ora che mi sbaglio di nuovo. Disgraziatamente, come sempre capita quando arriva la verità, la mia orribile spiegazione chiarisce i fatti che sembravano misteriosi. Questi, da parte loro, la confermano.
Il nostro povero amore non strappò dalla tomba Paulina. Non ci fu un fantasma di Paulina. Io abbracciai un mostruoso fantasma della gelosia del mio rivale.
La chiave di quanto accaduto sta nascosta nella visita che mi fece Paulina alla vigilia del mio viaggio. Montero la seguì e l’attese nel giardino. Litigò con lei tutta la notte e, poiché non credette alle sue spiegazioni  – come poteva quest’uomo comprendere la purezza di Paulina? – la uccise all’alba.
Lo immaginai nel suo carcere, a scervellarsi su quella visita, a raffigurarsela con la crudele ostinazione della gelosia.
L’immagine che entrò in casa, quello che poi successe lì, fu una proiezione dell’orrenda fantasia di Montero. Non lo scoprii allora, perché era tanto commosso e tanto felice che voleva solo ubbidire a Paulina. Tuttavia gli indizi non mancarono. Per esempio, la pioggia.
Durante la visita della vera Paulina  – la vigilia del mio viaggio – non sentii la pioggia. Montero, che era in giardino, la sentì direttamente sul suo corpo. Quando ci immaginò, credette che l’avessimo sentita. Per questo la notte scorsa sentii piovere. Poi scoprii che la strada era asciutta.
Un altro indizio è la statuetta. Un giorno solo la tenni in casa: il giorno del ricevimento. Per Montero rimase come un simbolo del luogo. Per questo comparve la notte scorsa.
Non mi riconobbi nello specchio perché Montero non mi immaginò chiaramente. E nemmeno immaginò con precisione la camera da letto. E neppure conobbe Paulina. L’immagine proiettata da Montero si comportò in un modo che non era caratteristico di Paulina. Inoltre parlava come lui.
Ordire questa fantasia è il tormento di Montero. Il mio è più reale. E’ la convinzione che Paulina non tornò perché era delusa dal suo amore. E’ la convinzione che mai sono stato il suo amore. E’ la convinzione che Montero non ignorava aspetti della sua vita che io ho conosciuto solo indirettamente. E’ la convinzione che quando la presi per mano – nel supposto momento della riunione delle nostre anime – io obbedii a una preghiera di Paulina che lei mai mi rivolse e che il mio rivale udì molte volte.

Traduzione di Laura Ferruta

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