Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente para que no se estropeara demasiado. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso. Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro, con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro a la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. No estaba muerto, tal vez. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:
– Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? – Mercedes parecía no comprender. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos. –¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?
Mercedes miró sin ver nada:
– Sentadito, con las patitas cruzadas.
– ¿Con las patitas cruzadas? –repitió el hombre, como si no le gustara.
– Como usted quiera –dijo Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
– Vamos a ver al animal –dijo el hombre, abriendo el paquete. Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó: –No está tan gordito como su dueña – y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos y vio sus pechos bajo el sweater demasiado ajustado. – Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
Bruscamente, Mercedes se cubrió con el abrigo. Retorció entre sus manos sus guantes negros de cabritilla y dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:
– Quiero que tenga un soporte de madera como aquél – le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.
– Veo que la señora tiene buen gusto – musitó el hombre –. ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
– Los quiero de vidrio – respondió Mercedes, mordiendo los guantes.
– ¿Verdes, azules o amarillos?
– Amarillos –dijo Mercedes, impetuosamente –. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.
– ¿Y usted les vio los ojos a las mariposas?
– Como las alas – protestó Mercedes–, como las alas de las mariposas.
– ¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado –dijo el hombre.
– Ya lo sé –respondió Mercedes–, me lo dijo por teléfono –abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo. – ¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? – preguntó, guardando el recibo en su cartera.
– No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
– Vendré a buscarlo con mi marido – respondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
– Lo que nos ha hecho gastar este perro – dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.
– Un hijo no hubiera costado más – dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.
– Bueno, basta; ya lloraste bastante.
En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.
– ¿La gente no dirá que estás loca? –inquirió su marido con una sonrisa.
– Peor para ellos –respondió Mercedes apasionadamente–. No tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.
– Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.
– No me lo moje –dijo el embalsamador–. Y lávese la mano.
– Sólo le falta hablar –dijo el marido de Mercedes–. ¿Cómo hace estas maravillas?
– Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños en su casa?
– No.
– ¿Será peligroso para nosotros? –preguntó Mercedes.
– Únicamente si lo comen –respondió el hombre.
– Tenemos que envolverlo –dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.
– ¿Qué dirán tus amigas, cuando vean esto? –inquirió el marido–. Qué dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi?
– Cuando vengan a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.
– Tendrás que decírselo a la señora.
– Se lo diré –dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo obsceno ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al horno que estaba abierto.
– Que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
– No me impedirás que sueñe con él –gritó Mercedes y se acostó en la cama vestida–. Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.
– Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.
– ¿Esta noche? –dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira, en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
– Hay asado con cuero –anunció Mercedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:
– Estos animales parecen embalsamados –miró con admiración los ojos del perro.
– En China –dijo Mercedes–, me han dicho que la gente come perros, ¿será cierto o será un cuento chino?
– Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
– No hay que decir “de este perro no comeré” –respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.
– De esta agua no beberé –corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.
– Tendremos que llamar al peluquero –dijo el invitado, viendo la carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó–: ¿La carne con cuero se come con salsa?
– Es una novedad –contestó Mercedes.
El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.
– Mimoso todavía me defiende –dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. No estaba muerto, tal vez. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:
– Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? – Mercedes parecía no comprender. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos. –¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?
Mercedes miró sin ver nada:
– Sentadito, con las patitas cruzadas.
– ¿Con las patitas cruzadas? –repitió el hombre, como si no le gustara.
– Como usted quiera –dijo Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
– Vamos a ver al animal –dijo el hombre, abriendo el paquete. Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó: –No está tan gordito como su dueña – y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos y vio sus pechos bajo el sweater demasiado ajustado. – Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
Bruscamente, Mercedes se cubrió con el abrigo. Retorció entre sus manos sus guantes negros de cabritilla y dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:
– Quiero que tenga un soporte de madera como aquél – le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.
– Veo que la señora tiene buen gusto – musitó el hombre –. ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
– Los quiero de vidrio – respondió Mercedes, mordiendo los guantes.
– ¿Verdes, azules o amarillos?
– Amarillos –dijo Mercedes, impetuosamente –. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.
– ¿Y usted les vio los ojos a las mariposas?
– Como las alas – protestó Mercedes–, como las alas de las mariposas.
– ¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado –dijo el hombre.
– Ya lo sé –respondió Mercedes–, me lo dijo por teléfono –abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo. – ¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? – preguntó, guardando el recibo en su cartera.
– No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
– Vendré a buscarlo con mi marido – respondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
– Lo que nos ha hecho gastar este perro – dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.
– Un hijo no hubiera costado más – dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.
– Bueno, basta; ya lloraste bastante.
En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.
– ¿La gente no dirá que estás loca? –inquirió su marido con una sonrisa.
– Peor para ellos –respondió Mercedes apasionadamente–. No tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.
– Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.
– No me lo moje –dijo el embalsamador–. Y lávese la mano.
– Sólo le falta hablar –dijo el marido de Mercedes–. ¿Cómo hace estas maravillas?
– Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños en su casa?
– No.
– ¿Será peligroso para nosotros? –preguntó Mercedes.
– Únicamente si lo comen –respondió el hombre.
– Tenemos que envolverlo –dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.
– ¿Qué dirán tus amigas, cuando vean esto? –inquirió el marido–. Qué dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi?
– Cuando vengan a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.
– Tendrás que decírselo a la señora.
– Se lo diré –dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo obsceno ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al horno que estaba abierto.
– Que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
– No me impedirás que sueñe con él –gritó Mercedes y se acostó en la cama vestida–. Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.
– Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.
– ¿Esta noche? –dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira, en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
– Hay asado con cuero –anunció Mercedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:
– Estos animales parecen embalsamados –miró con admiración los ojos del perro.
– En China –dijo Mercedes–, me han dicho que la gente come perros, ¿será cierto o será un cuento chino?
– Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
– No hay que decir “de este perro no comeré” –respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.
– De esta agua no beberé –corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.
– Tendremos que llamar al peluquero –dijo el invitado, viendo la carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó–: ¿La carne con cuero se come con salsa?
– Es una novedad –contestó Mercedes.
El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.
– Mimoso todavía me defiende –dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.
Da cinque giorni Mimoso agonizzava. Mercedes con un cucchiaino gli dava latte, succo di frutta e tè. Mercedes chiamò per telefono l’imbalsamatore, diede l’altezza e la lunghezza del cane e chiese i prezzi. Imbalsamarlo sarebbe costato quasi un mese di stipendio. Interruppe la comunicazione e pensò di portarlo immediatamente affinché non si guastasse troppo. Guardandosi allo specchio vide che i suoi occhi erano molto gonfi a causa del pianto e decise di attendere la morte di Mimoso. Mise vicino alla stufa di cherosene un piattino e tornò a dare il latte al cane con il cucchiaino. Non apriva più la bocca e il latte si sparse sul pavimento. Alle otto arrivò il marito, piansero insieme e si consolarono pensando all’imbalsamazione. Immaginarono il cane nell’entrata dell’abitazione, con i suoi occhi di vetro, a custodire simbolicamente la casa.
La mattina seguente Mercedes mise il cane dentro una borsa. Non era morto, forse. Fece un pacco con tela e carta di giornale per non attirare l’attenzione sull’autobus e lo portò al negozio dell’imbalsamatore. Nella vetrina della casa vide molti uccelli, scimmie imbalsamate e vipere. La fecero attendere. L’uomo comparve in maniche di camicia, fumando un sigaro toscano. Prese il pacco dicendo:
– Mi ha portato il cane. Come lo vuole? – Mercedes sembrava non capire. L’uomo portò un album pieno di disegni. – Lo vuole seduto, sdraiato o in piedi? Su un supporto di legno nero o dipinto di bianco? Come lo vuole?
Mercedes guardò senza vedere niente.
– Seduto, con le zampette incrociate.
– Con le zampette incrociate? – ripeté l’uomo, come se non gli piacesse.
– Come vuole lei – disse Mercedes, arrossendo.
Faceva caldo, un caldo soffocante. Mercedes si tolse il cappotto.
– Vediamo l’animale – disse l’uomo aprendo il pacco. Prese Mimoso per le zampe posteriori, e continuò: – Non è tanto grassoccio quanto la sua padrona – e fece uno sghignazzo. La guardò dall’alto in basso e lei abbassò gli occhi e vide il suo petto sotto il maglione troppo stretto. – Quando lo vedrà pronto, le verrà voglia di mangiarlo.
Bruscamente Mercedes si coprì con il cappotto. Strinse tra le mani i guanti neri di pelle di capretto e disse, cercando di contenere il suo desiderio di schiaffeggiare l’uomo o di togliergli il cane:
– Voglio che abbia un supporto di legno come quello – gli mostrò quello che sorreggeva un piccione viaggiatore.
– Vedo che la signora ha buon gusto – borbottò l’uomo -. E gli occhi di cosa li vuole? Di vetro sarà un po’ più caro.
– Li voglio di vetro – rispose Mercedes, mordendo i guanti.
– Verdi, azzurri o gialli?
– Gialli – disse Mercedes impetuosamente. – Aveva gli occhi gialli come le farfalle.
– E lei li ha visti gli occhi delle farfalle?
– Come le ali – protestò Mercedes – come le ali delle farfalle.
– Mi pareva! Deve pagare anticipato – disse l’uomo.
– Lo so – rispose Mercedes -, me lo ha detto per telefono – aprì il portafoglio e tirò fuori le banconote; le contò e le lasciò sopra il tavolo. L’uomo le diede la ricevuta. – Quando sarà pronto per venire a prenderlo? domandò mettendo la ricevuta nel portafoglio.
– Non c’è bisogno. Glielo porterò io il venti del mese che viene.
– Verrò a prenderlo con mio marito – rispose Mercedes e uscì precipitosamente dalla casa.
Le amiche di Mercedes vennero a sapere che il cane era morto e vollero sapere che cosa avevano fatto con il cadavere. Mercedes disse che l’avevano fatto imbalsamare e nessuno le credette. Molte persone risero. Lei decise che era meglio dire che lo aveva gettato via. Con la sua tela nella mano aspettava come Penelope, tessendo, l’arrivo del cane imbalsamato. Ma il cane non arrivava. Mercedes piangeva e si asciugava le lacrime con il fazzoletto a fiori.
Il giorno convenuto Mercedes ricevette una chiamata telefonica: il cane era imbalsamato, bisognava solo andarlo a prendere. L’uomo non poteva andare così lontano. Mercedes e suo marito andarono a prendere il cane in taxi.
– Quello che non ci ha fatto spendere questo cane – disse il marito di Mercedes, nel taxi, guardando i numeri che salivano.
– Un figlio non sarebbe costato di più – disse Mercedes, tirando fuori il fazzoletto dalla tasca e asciugandosi le lacrime.
– Bene, basta; hai già pianto abbastanza.
Nella casa dell’imbalsamatore dovettero attendere. Mercedes non parlava, ma suo marito la guardava con attenzione.
– La gente non dirà che sei matta? – indagò suo marito con un sorriso.
– Peggio per loro – rispose Mercedes appassionatamente. – Non hanno cuore, e la vita è molto triste per coloro che non hanno cuore. Nessuno li ama.
– Donna, hai ragione.
L’imbalsamatore portò il cane, quasi troppo presto. Su un piede di legno verniciato scuro, semiseduto, con gli occhi di vetro e il muso verniciato c’era Mimoso. Mai era sembrato più in salute; era grasso, ben pettinato e lucido, l’unica cosa che gli mancava era la parola. Mercedes lo accarezzò con le mani tremanti; lacrime sgorgarono dai suoi occhi e caddero sulla testa del cane.
– Non me lo bagni – disse l’imbalsamatore. – E si lavi la mano.
– Gli manca solo la parola – disse il marito di Mercedes – Come fa queste meraviglie?
– Con veleni, signore. Tutto il lavoro lo faccio con veleni, con guanti e occhiali; altrimenti mi avvelenerei. E’ un sistema personale. Non ci sono bambini in casa sua?
– No,
– Sarà pericoloso per noi? – domandò Mercedes.
– Solamente se lo mangiano – rispose l’uomo.
– Dobbiamo avvolgerlo – disse Mercedes, dopo essersi asciugata le lacrime.
L’imbalsamatore avvolse l’animale imbalsamato in carta di giornale e consegnò il pacco al marito di Mercedes. Uscirono allegri. Per strada parlarono del posto dove avrebbero messo Mimoso. Scelsero l’entrata della casa, vicino al tavolino del telefono dove Mimoso li aspettava quando uscivano.
Dopo aver esaminato il lavoro dell’imbalsamatore, una volta a casa, collocarono il cane nel posto scelto. Mercedes gli si sedette davanti per guardarlo: quel cane morto l’avrebbe accompagnata come l’aveva accompagnata lo stesso cane vivo, l’avrebbe difesa dai ladri e dalla solitudine. Gli accarezzò la testa con la punta delle dita e quando ritenne che il marito non la guardava, gli diede un furtivo bacio.
– Cosa diranno le tue amiche quando vedranno questo? – indagò il marito. Cosa dirà il contabile della Casa Merluchi?
– Quando verranno a cena lo metterò nell’armadio o dirò che è stato un regalo della signora del secondo piano.
– Dovrai dirglielo alla signora.
– Glielo dirò. – disse Mercedes.
Quella notte bevvero un vino speciale e si coricarono più tardi del solito.
La signora del secondo piano sorrise di fronte alla richiesta di Mercedes. Comprese la malvagità del mondo di fronte al quale una donna non può fare imbalsamare il suo cane senza che la credano matta.
Mercedes era più felice con il cane imbalsamato che con il cane vivo; non gli dava da mangiare, non doveva metterlo fuori perché orinasse, non doveva fargli il bagno, non le sporcava la casa né le mordeva lo zerbino. Ma la felicità non è duratura. Sotto forma di una lettera anonima in quella casa giunse la maldicenza. Un disegno osceno illustrava le parole. Il marito di Mercedes tremò di indignazione: il fuoco ardeva nella cucina meno che nel suo cuore. Prese il cane sulle ginocchia, lo spaccò in varie parti come se fosse un ramo secco e lo scaraventò nel forno che era aperto.
– Che sia o che non sia la verità non importa, ciò che importa è che lo dicano.
– Non mi impedirai che lo sogni – gridò Mercedes e si coricò nel letto vestita -. So chi è l’uomo malvagio che scrive lettere anonime. E’ quel contabile di porcherie. Non entrerà più in questa casa.
– Dovrai riceverlo. Questa sera viene a cena.
– Questa sera? disse Mercedes. Saltò giù dal letto e corse in cucina a preparare la cena, con un sorriso sulle labbra. Mise nel forno, vicino al cane, l’arrosto.
Preparò la cena più presto del solito.
– C’è arrosto con pelle – annunciò Mercedes.
Prima di salutare, accanto alla porta, l’invitato si fregò le mani al sentire l’odore che veniva dal forno. Poi, mentre si serviva, disse:
– Questi animali sembrano imbalsamati – e guardò con ammirazione gli occhi del cane.
– In Cina – disse Mercedes -, mi hanno detto che la gente mangia i cani, sarà vero o sarà una panzana?
– Non so. Ma in ogni caso, io per nulla al mondo li mangerei.
– Non bisogna dire “di questo cane io non ne mangerò” rispose Mercedes, con un sorriso incantevole.
– Di questa acqua io non ne berrò – corresse il marito.
L’invitato si stupì che Mercedes parlasse dei cani con tanta disinvoltura.
– Dovremo chiamare il barbiere – disse l’invitato, vedendo la carne con pelle in cui spuntavano alcuni peli e, ridendo a crepapelle, con una risata contagiosa, domandò: – La carne con pelle si mangia con la salsa?
– E’ una novità – rispose Mercedes.
L’invitato si servì dal piatto di portata, succhiò un pezzo di pelle spalmato di salsa, lo masticò e cadde morto.
– Mimoso ancora mi difende – disse Mercedes, raccogliendo i piatti e asciugandosi le lacrime, poiché piangeva mentre rideva.
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La mattina seguente Mercedes mise il cane dentro una borsa. Non era morto, forse. Fece un pacco con tela e carta di giornale per non attirare l’attenzione sull’autobus e lo portò al negozio dell’imbalsamatore. Nella vetrina della casa vide molti uccelli, scimmie imbalsamate e vipere. La fecero attendere. L’uomo comparve in maniche di camicia, fumando un sigaro toscano. Prese il pacco dicendo:
– Mi ha portato il cane. Come lo vuole? – Mercedes sembrava non capire. L’uomo portò un album pieno di disegni. – Lo vuole seduto, sdraiato o in piedi? Su un supporto di legno nero o dipinto di bianco? Come lo vuole?
Mercedes guardò senza vedere niente.
– Seduto, con le zampette incrociate.
– Con le zampette incrociate? – ripeté l’uomo, come se non gli piacesse.
– Come vuole lei – disse Mercedes, arrossendo.
Faceva caldo, un caldo soffocante. Mercedes si tolse il cappotto.
– Vediamo l’animale – disse l’uomo aprendo il pacco. Prese Mimoso per le zampe posteriori, e continuò: – Non è tanto grassoccio quanto la sua padrona – e fece uno sghignazzo. La guardò dall’alto in basso e lei abbassò gli occhi e vide il suo petto sotto il maglione troppo stretto. – Quando lo vedrà pronto, le verrà voglia di mangiarlo.
Bruscamente Mercedes si coprì con il cappotto. Strinse tra le mani i guanti neri di pelle di capretto e disse, cercando di contenere il suo desiderio di schiaffeggiare l’uomo o di togliergli il cane:
– Voglio che abbia un supporto di legno come quello – gli mostrò quello che sorreggeva un piccione viaggiatore.
– Vedo che la signora ha buon gusto – borbottò l’uomo -. E gli occhi di cosa li vuole? Di vetro sarà un po’ più caro.
– Li voglio di vetro – rispose Mercedes, mordendo i guanti.
– Verdi, azzurri o gialli?
– Gialli – disse Mercedes impetuosamente. – Aveva gli occhi gialli come le farfalle.
– E lei li ha visti gli occhi delle farfalle?
– Come le ali – protestò Mercedes – come le ali delle farfalle.
– Mi pareva! Deve pagare anticipato – disse l’uomo.
– Lo so – rispose Mercedes -, me lo ha detto per telefono – aprì il portafoglio e tirò fuori le banconote; le contò e le lasciò sopra il tavolo. L’uomo le diede la ricevuta. – Quando sarà pronto per venire a prenderlo? domandò mettendo la ricevuta nel portafoglio.
– Non c’è bisogno. Glielo porterò io il venti del mese che viene.
– Verrò a prenderlo con mio marito – rispose Mercedes e uscì precipitosamente dalla casa.
Le amiche di Mercedes vennero a sapere che il cane era morto e vollero sapere che cosa avevano fatto con il cadavere. Mercedes disse che l’avevano fatto imbalsamare e nessuno le credette. Molte persone risero. Lei decise che era meglio dire che lo aveva gettato via. Con la sua tela nella mano aspettava come Penelope, tessendo, l’arrivo del cane imbalsamato. Ma il cane non arrivava. Mercedes piangeva e si asciugava le lacrime con il fazzoletto a fiori.
Il giorno convenuto Mercedes ricevette una chiamata telefonica: il cane era imbalsamato, bisognava solo andarlo a prendere. L’uomo non poteva andare così lontano. Mercedes e suo marito andarono a prendere il cane in taxi.
– Quello che non ci ha fatto spendere questo cane – disse il marito di Mercedes, nel taxi, guardando i numeri che salivano.
– Un figlio non sarebbe costato di più – disse Mercedes, tirando fuori il fazzoletto dalla tasca e asciugandosi le lacrime.
– Bene, basta; hai già pianto abbastanza.
Nella casa dell’imbalsamatore dovettero attendere. Mercedes non parlava, ma suo marito la guardava con attenzione.
– La gente non dirà che sei matta? – indagò suo marito con un sorriso.
– Peggio per loro – rispose Mercedes appassionatamente. – Non hanno cuore, e la vita è molto triste per coloro che non hanno cuore. Nessuno li ama.
– Donna, hai ragione.
L’imbalsamatore portò il cane, quasi troppo presto. Su un piede di legno verniciato scuro, semiseduto, con gli occhi di vetro e il muso verniciato c’era Mimoso. Mai era sembrato più in salute; era grasso, ben pettinato e lucido, l’unica cosa che gli mancava era la parola. Mercedes lo accarezzò con le mani tremanti; lacrime sgorgarono dai suoi occhi e caddero sulla testa del cane.
– Non me lo bagni – disse l’imbalsamatore. – E si lavi la mano.
– Gli manca solo la parola – disse il marito di Mercedes – Come fa queste meraviglie?
– Con veleni, signore. Tutto il lavoro lo faccio con veleni, con guanti e occhiali; altrimenti mi avvelenerei. E’ un sistema personale. Non ci sono bambini in casa sua?
– No,
– Sarà pericoloso per noi? – domandò Mercedes.
– Solamente se lo mangiano – rispose l’uomo.
– Dobbiamo avvolgerlo – disse Mercedes, dopo essersi asciugata le lacrime.
L’imbalsamatore avvolse l’animale imbalsamato in carta di giornale e consegnò il pacco al marito di Mercedes. Uscirono allegri. Per strada parlarono del posto dove avrebbero messo Mimoso. Scelsero l’entrata della casa, vicino al tavolino del telefono dove Mimoso li aspettava quando uscivano.
Dopo aver esaminato il lavoro dell’imbalsamatore, una volta a casa, collocarono il cane nel posto scelto. Mercedes gli si sedette davanti per guardarlo: quel cane morto l’avrebbe accompagnata come l’aveva accompagnata lo stesso cane vivo, l’avrebbe difesa dai ladri e dalla solitudine. Gli accarezzò la testa con la punta delle dita e quando ritenne che il marito non la guardava, gli diede un furtivo bacio.
– Cosa diranno le tue amiche quando vedranno questo? – indagò il marito. Cosa dirà il contabile della Casa Merluchi?
– Quando verranno a cena lo metterò nell’armadio o dirò che è stato un regalo della signora del secondo piano.
– Dovrai dirglielo alla signora.
– Glielo dirò. – disse Mercedes.
Quella notte bevvero un vino speciale e si coricarono più tardi del solito.
La signora del secondo piano sorrise di fronte alla richiesta di Mercedes. Comprese la malvagità del mondo di fronte al quale una donna non può fare imbalsamare il suo cane senza che la credano matta.
Mercedes era più felice con il cane imbalsamato che con il cane vivo; non gli dava da mangiare, non doveva metterlo fuori perché orinasse, non doveva fargli il bagno, non le sporcava la casa né le mordeva lo zerbino. Ma la felicità non è duratura. Sotto forma di una lettera anonima in quella casa giunse la maldicenza. Un disegno osceno illustrava le parole. Il marito di Mercedes tremò di indignazione: il fuoco ardeva nella cucina meno che nel suo cuore. Prese il cane sulle ginocchia, lo spaccò in varie parti come se fosse un ramo secco e lo scaraventò nel forno che era aperto.
– Che sia o che non sia la verità non importa, ciò che importa è che lo dicano.
– Non mi impedirai che lo sogni – gridò Mercedes e si coricò nel letto vestita -. So chi è l’uomo malvagio che scrive lettere anonime. E’ quel contabile di porcherie. Non entrerà più in questa casa.
– Dovrai riceverlo. Questa sera viene a cena.
– Questa sera? disse Mercedes. Saltò giù dal letto e corse in cucina a preparare la cena, con un sorriso sulle labbra. Mise nel forno, vicino al cane, l’arrosto.
Preparò la cena più presto del solito.
– C’è arrosto con pelle – annunciò Mercedes.
Prima di salutare, accanto alla porta, l’invitato si fregò le mani al sentire l’odore che veniva dal forno. Poi, mentre si serviva, disse:
– Questi animali sembrano imbalsamati – e guardò con ammirazione gli occhi del cane.
– In Cina – disse Mercedes -, mi hanno detto che la gente mangia i cani, sarà vero o sarà una panzana?
– Non so. Ma in ogni caso, io per nulla al mondo li mangerei.
– Non bisogna dire “di questo cane io non ne mangerò” rispose Mercedes, con un sorriso incantevole.
– Di questa acqua io non ne berrò – corresse il marito.
L’invitato si stupì che Mercedes parlasse dei cani con tanta disinvoltura.
– Dovremo chiamare il barbiere – disse l’invitato, vedendo la carne con pelle in cui spuntavano alcuni peli e, ridendo a crepapelle, con una risata contagiosa, domandò: – La carne con pelle si mangia con la salsa?
– E’ una novità – rispose Mercedes.
L’invitato si servì dal piatto di portata, succhiò un pezzo di pelle spalmato di salsa, lo masticò e cadde morto.
– Mimoso ancora mi difende – disse Mercedes, raccogliendo i piatti e asciugandosi le lacrime, poiché piangeva mentre rideva.
Traduzione di Laura Ferruta