Mimoso

Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente para que no se estropeara demasiado. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso. Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro, con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro a la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. No estaba muerto, tal vez. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:
– Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? – Mercedes parecía no comprender. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos.  –¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?
Mercedes miró sin ver nada:
– Sentadito, con las patitas cruzadas.
– ¿Con las patitas cruzadas? –repitió el hombre, como si no le gustara.
– Como usted quiera –dijo Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
– Vamos a ver al animal –dijo el hombre, abriendo el paquete. Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó: –No está tan gordito como su dueña – y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos y vio sus pechos bajo el sweater demasiado ajustado. – Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
Bruscamente, Mercedes se cubrió con el abrigo. Retorció entre sus manos sus guantes negros de cabritilla y dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:
– Quiero que tenga un soporte de madera como aquél – le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.
– Veo que la señora tiene buen gusto – musitó el hombre –. ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
– Los quiero de vidrio – respondió Mercedes, mordiendo los guantes.
– ¿Verdes, azules o amarillos?
– Amarillos –dijo Mercedes, impetuosamente –. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.
– ¿Y usted les vio los ojos a las mariposas?
– Como las alas –  protestó Mercedes–, como las alas de las mariposas.
– ¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado –dijo el hombre.
– Ya lo sé –respondió Mercedes–, me lo dijo por teléfono –abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo. – ¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? – preguntó, guardando el recibo en su cartera.
– No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
– Vendré a buscarlo con mi marido – respondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
– Lo que nos ha hecho gastar este perro – dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.
– Un hijo no hubiera costado más – dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.
– Bueno, basta; ya lloraste bastante.
En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.
– ¿La gente no dirá que estás loca? –inquirió su marido con una sonrisa.
– Peor para ellos –respondió Mercedes apasionadamente–. No tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.
– Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.
– No me lo moje –dijo el embalsamador–. Y lávese la mano.
– Sólo le falta hablar –dijo el marido de Mercedes–. ¿Cómo hace estas maravillas?
– Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños en su casa?
– No.
– ¿Será peligroso para nosotros? –preguntó Mercedes.
– Únicamente si lo comen –respondió el hombre.
– Tenemos que envolverlo –dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.
– ¿Qué dirán tus amigas, cuando vean esto? –inquirió el marido–. Qué dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi?
– Cuando vengan a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.
– Tendrás que decírselo a la señora.
– Se lo diré –dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo obsceno ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al horno que estaba abierto.
– Que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
– No me impedirás que sueñe con él –gritó Mercedes y se acostó en la cama vestida–. Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.
– Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.
– ¿Esta noche? –dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira, en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
– Hay asado con cuero –anunció Mercedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:
– Estos animales parecen embalsamados –miró con admiración los ojos del perro.
– En China –dijo Mercedes–, me han dicho que la gente come perros, ¿será cierto o será un cuento chino?
– Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
– No hay que decir “de este perro no comeré” –respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.
– De esta agua no beberé –corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.
– Tendremos que llamar al peluquero –dijo el invitado, viendo la carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó–: ¿La carne con cuero se come con salsa?
– Es una novedad –contestó Mercedes.
El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.
– Mimoso todavía me defiende –dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.
Da cinque giorni Mimoso agonizzava. Mercedes con un cucchiaino gli dava latte, succo di frutta e tè. Mercedes chiamò per telefono l’imbalsamatore, diede l’altezza e la lunghezza del cane e chiese i prezzi. Imbalsamarlo sarebbe costato quasi un mese di stipendio. Interruppe la comunicazione e pensò di portarlo immediatamente affinché non si guastasse troppo. Guardandosi allo specchio vide che i suoi occhi erano molto gonfi a causa del pianto e decise di attendere la morte di Mimoso. Mise vicino alla stufa di cherosene un piattino e tornò a dare il latte al cane con il cucchiaino. Non apriva più la bocca e il  latte si sparse sul pavimento. Alle otto arrivò il marito, piansero insieme e si consolarono pensando all’imbalsamazione. Immaginarono il cane nell’entrata dell’abitazione, con i suoi occhi di vetro, a custodire simbolicamente la casa.
La mattina seguente Mercedes mise il cane dentro una borsa. Non era morto, forse. Fece un pacco con tela e carta di giornale per non attirare l’attenzione sull’autobus e lo portò al negozio dell’imbalsamatore. Nella vetrina della casa vide molti uccelli, scimmie imbalsamate e  vipere. La fecero attendere. L’uomo comparve in maniche di camicia, fumando un sigaro toscano. Prese il pacco dicendo:
– Mi ha portato il cane. Come lo vuole? – Mercedes sembrava non capire. L’uomo portò un album pieno di disegni. – Lo vuole seduto, sdraiato o in piedi? Su un supporto di legno nero o dipinto di bianco? Come lo vuole?
Mercedes guardò senza vedere niente.
– Seduto, con le zampette incrociate.
– Con le zampette incrociate? – ripeté l’uomo, come se non gli piacesse.
– Come vuole lei – disse Mercedes, arrossendo.
Faceva caldo, un caldo soffocante. Mercedes si tolse il cappotto.
– Vediamo l’animale – disse l’uomo aprendo il pacco. Prese Mimoso per le zampe posteriori, e continuò: – Non è tanto grassoccio quanto la sua padrona – e fece uno sghignazzo. La guardò dall’alto in basso e lei abbassò gli occhi e vide il suo petto sotto il maglione troppo stretto. – Quando lo vedrà pronto, le verrà voglia di mangiarlo.
Bruscamente Mercedes si coprì con il cappotto. Strinse tra le mani i guanti neri di pelle di capretto e disse, cercando di contenere il suo desiderio di schiaffeggiare l’uomo o di togliergli il cane:
– Voglio che abbia un supporto di legno come quello – gli mostrò quello che sorreggeva un piccione viaggiatore.
– Vedo che la signora ha buon gusto – borbottò l’uomo -. E gli occhi di cosa li vuole? Di vetro sarà un po’ più caro.
– Li voglio di vetro – rispose Mercedes, mordendo i guanti.
– Verdi, azzurri o gialli?
– Gialli – disse Mercedes impetuosamente. – Aveva gli occhi gialli come le farfalle.
– E lei li ha visti gli occhi delle farfalle?
– Come le ali – protestò Mercedes – come le ali delle farfalle.
– Mi pareva! Deve pagare anticipato – disse l’uomo.
– Lo so – rispose Mercedes -, me lo ha detto per telefono – aprì il portafoglio e tirò fuori le banconote; le contò e le lasciò sopra il tavolo. L’uomo le diede la  ricevuta. – Quando sarà pronto per venire a prenderlo? domandò mettendo la ricevuta nel portafoglio.
– Non c’è bisogno. Glielo porterò io il venti del mese che viene.
– Verrò a prenderlo con mio marito – rispose Mercedes e uscì precipitosamente dalla casa.
Le amiche di Mercedes vennero a sapere che il cane era morto e vollero sapere che cosa avevano fatto con il cadavere. Mercedes disse che l’avevano fatto imbalsamare e nessuno le credette. Molte persone risero. Lei decise che era meglio dire che lo aveva gettato via.  Con la sua tela nella mano aspettava come Penelope, tessendo, l’arrivo del cane imbalsamato. Ma il cane non arrivava. Mercedes piangeva e si asciugava le lacrime con il fazzoletto a fiori.
Il giorno convenuto Mercedes ricevette una chiamata telefonica: il cane era imbalsamato, bisognava solo andarlo a prendere. L’uomo non poteva andare così lontano. Mercedes e suo  marito andarono a prendere il cane in taxi.
– Quello che non ci ha fatto spendere questo cane – disse il marito di Mercedes, nel taxi, guardando i numeri che salivano.
– Un figlio non sarebbe costato di più – disse Mercedes, tirando fuori il fazzoletto dalla tasca e asciugandosi le lacrime.
– Bene, basta; hai già pianto abbastanza.
Nella casa dell’imbalsamatore dovettero attendere. Mercedes non parlava, ma suo marito la guardava con attenzione.
– La gente non dirà che sei matta? – indagò suo marito con un sorriso.
– Peggio per loro – rispose Mercedes appassionatamente. – Non hanno cuore, e la vita è molto triste per coloro che non hanno cuore. Nessuno li ama.
– Donna, hai ragione.
L’imbalsamatore portò il cane, quasi troppo presto. Su un piede di legno verniciato scuro, semiseduto, con gli occhi di vetro e il muso verniciato c’era Mimoso. Mai era sembrato più in salute; era grasso, ben pettinato e lucido, l’unica cosa che gli mancava era la parola. Mercedes lo accarezzò con le mani tremanti; lacrime sgorgarono dai suoi occhi e caddero sulla testa del cane.
– Non me lo bagni – disse l’imbalsamatore. – E si lavi la mano.
– Gli manca solo la parola – disse il marito di Mercedes – Come fa queste meraviglie?
– Con veleni, signore. Tutto il lavoro lo faccio con veleni, con guanti e occhiali; altrimenti mi avvelenerei. E’ un sistema personale. Non ci sono bambini in casa sua?
– No,
– Sarà pericoloso per noi? – domandò Mercedes.
– Solamente se lo mangiano – rispose l’uomo.
– Dobbiamo avvolgerlo – disse Mercedes, dopo essersi asciugata le lacrime.
L’imbalsamatore avvolse l’animale imbalsamato in carta di giornale e consegnò il pacco al marito di Mercedes. Uscirono allegri. Per strada parlarono del posto dove avrebbero messo Mimoso. Scelsero l’entrata della casa, vicino al tavolino del telefono dove Mimoso li aspettava quando uscivano.
Dopo aver esaminato il lavoro dell’imbalsamatore, una volta a casa, collocarono il cane nel posto scelto. Mercedes gli si sedette davanti per guardarlo: quel cane morto l’avrebbe accompagnata come l’aveva accompagnata lo stesso cane vivo, l’avrebbe difesa dai ladri e dalla solitudine. Gli accarezzò la testa con la punta delle dita e quando ritenne che il marito non la guardava, gli diede un furtivo bacio.
– Cosa diranno le tue amiche quando vedranno questo? – indagò il marito. Cosa dirà il contabile della Casa Merluchi?
– Quando verranno a cena lo metterò nell’armadio o dirò che è stato un regalo della signora del secondo piano.
– Dovrai dirglielo alla signora.
– Glielo dirò. – disse Mercedes.
Quella notte bevvero un vino speciale e si coricarono più tardi del solito.
La signora del secondo piano sorrise di fronte alla richiesta di Mercedes. Comprese la malvagità del mondo di fronte al quale una donna non può fare imbalsamare il suo cane senza che la credano matta.
Mercedes era più felice con il cane imbalsamato che con il cane vivo; non gli dava da mangiare, non doveva metterlo fuori perché orinasse, non doveva fargli il bagno, non le sporcava la casa né le mordeva lo zerbino. Ma la felicità non è duratura. Sotto forma di una lettera anonima in  quella casa giunse la maldicenza. Un disegno osceno illustrava le parole. Il marito di Mercedes tremò di indignazione: il fuoco ardeva nella cucina meno che nel suo cuore. Prese il cane sulle ginocchia, lo spaccò in varie parti come se fosse un ramo secco e lo scaraventò nel forno che era aperto.
– Che sia o che non sia la verità non importa, ciò che importa è che lo dicano.
– Non mi impedirai che lo sogni – gridò Mercedes e si coricò nel letto vestita -. So chi è l’uomo malvagio che scrive lettere anonime. E’ quel contabile di porcherie. Non entrerà più in questa casa.
– Dovrai riceverlo. Questa sera viene a cena.
– Questa sera? disse Mercedes. Saltò giù dal letto e corse in cucina a preparare la cena, con un sorriso sulle labbra. Mise nel forno, vicino al cane, l’arrosto.
Preparò la cena più presto del solito.
– C’è arrosto con pelle – annunciò Mercedes.
Prima di salutare, accanto alla porta, l’invitato si fregò le mani al sentire l’odore che veniva dal forno. Poi, mentre si serviva, disse:
– Questi animali sembrano imbalsamati – e guardò con ammirazione gli occhi del cane.
– In Cina – disse Mercedes -, mi hanno detto che la gente mangia  i cani, sarà vero o sarà una panzana?
– Non so. Ma in ogni caso, io per nulla al mondo li mangerei.
– Non bisogna dire “di questo cane io non ne mangerò” rispose Mercedes, con un sorriso incantevole.
– Di questa acqua io non ne berrò – corresse il marito.
L’invitato si stupì che Mercedes parlasse dei cani con tanta disinvoltura.
– Dovremo chiamare il barbiere – disse l’invitato, vedendo la carne con pelle in cui spuntavano alcuni peli e, ridendo a crepapelle, con una risata contagiosa, domandò: – La carne con pelle si mangia con la salsa?
– E’ una novità – rispose Mercedes.
L’invitato si servì dal piatto di portata, succhiò un pezzo di pelle spalmato di salsa, lo masticò e cadde morto.
– Mimoso ancora mi difende – disse Mercedes, raccogliendo i piatti e asciugandosi le lacrime, poiché piangeva mentre rideva.

Traduzione di Laura Ferruta

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Nosotros / Noi

–¡Nunca te mires en un espejo: sería una redundancia! –me dicen nuestros amigos–. Lo mirarás a Eduardo que es igual a ti, para peinarte o anudarte la corbata.
Dicen que nos parecemos como dos gotas de agua, pero conozco las diferencias que hay entre nosotros como la diferencia que hay entre mi mano izquierda y mi mano derecha, o mi ojo derecho y mi ojo izquierdo. Modestia aparte, mi cara de perfil es más perfecta que la de Eduardo, el hoyuelo de las mejillas, que tanto éxito tiene, se me acentúa más cuando nos reímos; por eso las chicas me miran tanto: sin embargo, nunca traté de enamorarme de otras mujeres que las que enamoraban a mi hermano. A veces pensé que sería conveniente independizarme un poco, lo confieso, pero no tuve valor. Soy feliz: para qué buscarle tres pies al gato. Somos de una familia pudiente y distinguida. Por las mañanas tomamos un desayuno copioso que hasta el Rey de Inglaterra envidiaría. Nos dedicamos a algunos deportes: el lanzamiento de la jabalina, la natación o el golf. Por las tardes nos ocupamos de nuestra tarea habitual que nos da tanta satisfacción. Creo que no conocemos lo que es estar tristes ni deprimidos. Nos bastaría abrir el ropero y contemplar nuestros zapatos lustrosos como espejos para borrar cualquier preocupación. El ama de llaves que tenemos es un pan de Dios; ella contribuye a la felicidad de nuestra vida. (Ama de llaves, ama de leche, ama de casa. Siempre nos fascinaron esas mujeres ejemplares.) Un día nos enamoramos de ella, porque la teníamos a mano, pero pronto tuvimos una desilusión tremenda: sus dientes, que nos parecían un collar de perlas, eran postizos. Los descubrimos adentro de un vaso de agua, en su cuarto. Sus pies, con los cuales tropezábamos, tenían un dedo encimado. Sus desayunos eran natas sobre un trozo de pan y ajo picado.
–Sería mejor pensar en otra cosa –dije a Eduardo, que inmediatamente me comprendió.
Pobre Bernarda! Cuántas ilusiones se habrá hecho con nosotros. ¡No quiero pensar en las desventuras ajenas! Para ella siempre seremos los niños mimados, los diablillos, los buenos mozos despreocupados.
Cuando nos enamoramos de Leticia pensamos que el mundo iba a cambiar. La felicidad es ambiciosa: queríamos más y más. La conocimos en el Club Náutico de San Isidro. Eduardo fue el que la conquistó con no sé qué triquiñuelas. Yo me enardecí, pero ella no quería saber nada conmigo.
– ¿Por qué emplea siempre el plural? –me dijo.
– ¿La molesto? –le pregunté.
– Eduardo es mi novio, ¿no se da cuenta? –me contestó.
Me alejé, desconsolado.
A veces me confundía con Eduardo cuando me encontraba en la calle, y me saludaba efusivamente, o en el teléfono cuando llamaba a casa para hablar con él y me decía frases amorosas que me agradaban. Cuando Eduardo se casó fingí ausentarme por unos meses a la Patagonia, lugar ideal para un misántropo.
Quedé de incógnito en un hotel de Buenos Aires, haciéndome la ilusión de viajar por Europa. Eduardo venía a visitarme por las tardes, con los bolsillos llenos de tabletas de chocolate suizo. Desde el hotel llamaba a su mujer y me daba el tubo para que yo finalizara la conversación; yo hacía esto de buena gana, pues Leticia me decía palabras encendidas con una voz no menos encendida. ¡Cuánto nos divertíamos!
En el barrio donde vivía Eduardo había como ahora frecuentes cortes de luz que se anunciaban con anterioridad en los diarios. Esta circunstancia facilitaría las cosas. Eduardo, con muchos eufemismos, me dio la idea:
– ¿Por qué no pasas la noche con Leticia? Yo te relevaré antes de las siete de la mañana.
Me dio las llaves. Con el corazón en la boca acepté y fui al departamento que queda en la calle Junín. Estaba convenido que llegaría a medianoche, hora en que Eduardo tenía que regresar de una comida de hombres solos, en el Hotel Alvear. Tomé unas píldoras para los nervios y llegué al departamento después de demorarme en el ascensor más de lo necesario. Abrí la puerta con tranquilidad, oí unos pasos desnudos en la alfombra. Leticia se echó en mis brazos. Eduardo me había dicho:
– Tienes que representarme. Llámala mi corderito.
No me costaba imaginar que yo era Eduardo: en la infancia había jugado muchas veces un juego similar; pero llamarla Corderito no podía. La alcé en mis brazos y la llevé a la cama. El resto casi no lo recuerdo. La emoción sexual es una suerte de hipnótico, que me roba la memoria. Cuando llegó Eduardo a relevarme yo estaba profundamente dormido. Con mucha precaución, tuvo que acercarse a la cama y despertarme, antes que Leticia se despertara. Volví varias veces, en similares circunstancias, a dormir en los brazos de Leticia. La vida se volvió agradable y no exenta de peligros y de variaciones.
Dos personas juntas se atreven a hacer cualquier cosa: Eduardo y yo tenemos una fuerza mayor que el común de las personas. ¿Qué otros mellizos se hubieran atrevido a semejante acción?
Bien se dice que el amor es ciego. Comenzaba el otoño. Durante una semana Leticia convivió conmigo, creyendo que yo era Eduardo. Yo mismo llegué a creer que era Eduardo a fuerza de imitarlo. Pero una circunstancia desagradable rompió el encanto. Leticia oyó comentarios malignos de personas que habían visto a Eduardo a la hora en que ella estaba en mis brazos. Leticia comenzó a cavilar sobre posibles desdoblamientos, sobre circunstancias mágicas, que permitían simultáneamente que ella estuviera en los brazos de Eduardo mientras Eduardo estaba en otros sitios. Alguien, tal vez malignamente, sacó una fotografía de Eduardo, sin que éste lo advirtiera, en una casa donde jugaban al póker. La fotografía llevaba la fecha y la dirección en el dorso y alguien se la mandó a Leticia.
Leticia comenzó a cavilar fríamente, mientras yo la abrazaba. Me confió sus inquietudes. La tranquilicé. ¡Mi vida ya no era una vida! Una mañana creí que Leticia estaba durmiendo, como lo estaba habitualmente a la hora en que Eduardo me relevaba. Furtivamente me levanté cuando oí entrar a Eduardo, que se asomó a la puerta. ¡Se nos heló la sangre! Como una aparición, Leticia se levantó de la cama. Tanta tranquilidad no era humana. Se acercó al teléfono y habló con una tapicería para que vinieran a colocarle las alfombras. Pensé que iba a matar a uno de los dos o a delatarnos. Seguramente la vergüenza le impidió hacerlo. Trató por todos los medios de que Eduardo se batiera conmigo.
Hicimos nuestro baúl y con Eduardo nos fuimos de esa casa donde la vida ya nos parecía tediosa, por no decir insoportable.
– Non guardarti mai allo specchio: sarebbe una ridondanza! – mi dicono i nostri amici. – Per pettinarti o annodarti la cravatta, guarda Eduardo che è uguale a te .
Dicono che ci assomigliamo come due gocce d’acqua, ma io conosco la differenza che c’è tra noi, come la differenza che c’è tra la mia mano sinistra e la mia mano destra, o il mio occhio destro e il mio occhio sinistro. Modestia a parte, la mia faccia di profilo è più perfetta di quella di Eduardo, la fossetta delle guance, che tanto successo ha, mi si accentua di più quando ridiamo; per questo le ragazze mi guardano tanto: comunque non ho mai cercato di innamorarmi di altre donne che non fossero quelle che seducevano mio fratello. A volte, lo confesso, ho pensato che sarebbe opportuno rendermi un poco indipendente, ma non ho avuto il coraggio. Sono felice: perché tentare l’impossibile? Siamo di famiglia ricca e illustre. La mattina facciamo un colazione abbondante che persino il Re d’Inghilterra ci invidierebbe. Ci dedichiamo ad alcuni sport: il lancio del giavellotto, il nuoto e il golf. La sera ci occupiamo dei nostri abituali impegni che ci danno tanta soddisfazione. Credo che non conosciamo cosa sia esser tristi o depressi. Ci basterebbe aprire il guardaroba e contemplare le nostre scarpe lucide come specchi per cancellare qualsiasi preoccupazione. La governante che abbiamo è un’ottima persona; lei contribuisce alla felicità della nostra vita. (Governante, balia, padrona di casa. Sempre ci hanno affascinato queste donne esemplari.) Un giorno ci innamorammo di lei, perché l’avevamo a portata di mano, ma ben presto avemmo una delusione tremenda: i suoi denti, che ci sembravano una collana di perle, erano posticci. Li scoprimmo dentro un bicchiere d’acqua, nella sua camera. I suoi piedi, nei quali inciampavamo, avevano un dito accavallato. Le sue colazioni erano panna su un pezzo di pane e aglio tritato.
– Sarebbe meglio pensare ad altro – dissi a Eduardo, che immediatamente mi capì.
Povera Bernarda! Quante illusioni si sarà fatta su di noi. Non voglio pensare alle altrui disgrazie ! Per lei saremo sempre i signorini viziati, i diavoletti, i bravi ragazzi spensierati.
Quando ci innamorammo di Leticia pensammo che il mondo sarebbe cambiato. La felicità è ambiziosa: volevamo sempre di più. La conoscemmo al Club Nautico di San Isidro. Eduardo fu quello che la conquistò con non so quali trucchi. Io mi infiammai, ma lei non voleva saper niente di me.
– Perché usa sempre il plurale? – mi disse.
– La disturbo? – le chiesi.
– Eduardo è il mio fidanzato, non se ne rende conto? – mi rispose.
Mi allontanai, sconsolato.
A volte mi confondeva con Eduardo quando mi incontrava per la strada, e mi salutava affettuosamente, o al telefono quando chiamava a casa per parlare con lui e mi diceva frasi d’amore che mi piacevano. Quando Eduardo si sposò, finsi di assentarmi per alcuni mesi in Patagonia, luogo ideale per un misantropo.
Restai in incognito in un hotel di Buenos Aires, illudendomi di viaggiare per l’Europa. Eduardo veniva a visitarmi la sera, con le tasche piene di tavolette di cioccolato svizzero. Dall’hotel chiamava sua moglie e mi dava il telefono perché io  concludessi la conversazione;  io lo facevo volentieri  perché Leticia mi diceva parole infuocate con una voce non meno infuocata. Quanto ci divertivamo!
Nel quartiere dove viveva Eduardo c’erano come adesso frequenti interruzioni della luce che si annunciavano con anticipo sui giornali. Questa circostanza avrebbe facilitato le cose. Eduardo, con molti eufemismi, mi diede l’idea:
– Perché non passi la notte con Leticia? Io ti rileverò prima delle sette della mattina.
Mi diede le chiavi. Con il cuore in bocca accettai e andai all’appartamento che si trova in Calle Junin. Era convenuto che sarei arrivato a mezzanotte, ora in cui Eduardo doveva ritornare da un pranzo di soli uomini all’Hotel Alvear. Presi delle pillole per i nervi e arrivai all’appartamento dopo di essermi trattenuto nell’ascensore più del necessario. Aprii la porta con calma, udii dei passi scalzi sul tappeto. Leticia si gettò nelle mie braccia. Eduardo mi aveva detto:
– Devi impersonarmi. Chiamala agnellino mio.
Non mi costava immaginare di essere Eduardo: nell’infanzia avevo giocato molte volte un gioco simile; ma chiamarla Agnellino non potevo. La alzai tra le braccia e la portai al letto. Il resto quasi non lo ricordo. L’emozione sessuale è una sorta di ipnotico che mi ruba la memoria. Quando arrivò Eduardo a rilevarmi, ero profondamente addormentato. Con molta precauzione, dovette avvicinarsi al letto e svegliarmi, prima che Leticia si svegliasse.  Tornai molte volte, in circostanze simili, a dormire tra le braccia di Leticia.  La vita divenne piacevole e non  esente da pericoli e da variazioni.
Due persone insieme osano fare qualunque cosa: Eduardo e io avevamo una forza maggiore che la maggior parte della genteQuali altri gemelli avrebbero osato fare una simile azione?
Giustamente si dice l’amore è cieco. Cominciava l’autunno. Per una settimana Leticia convisse con me, credendo che io fossi Eduardo.  Io stesso arrivai a credere di essere Eduardo a forza di imitarlo. Ma una spiacevole circostanza ruppe l’incanto. Leticia sentì commenti maligni  di persone che avevano visto Eduardo all’ora in cui lei stava fra le mie braccia. Leticia cominciò a fantasticare su possibili sdoppiamenti, su circostanze magiche, che permettevano simultaneamente che lei stesse fra le braccia di Eduardo mentre Eduardo era in altri posti. Qualcuno, forse con cattiveria, fece una fotografia di Eduardo, senza che questi se ne accorgesse, in una casa dove giocavano a poker. La fotografia portava la data e l’indirizzo sul retro e qualcuno la mandò a Leticia.
Leticia cominciò a rimuginare freddamente, mentre io l’abbracciavo.  Mi confidò le sue inquietudini. La tranquillizzai. La mia vita non era più una vita! Una mattina credetti che Leticia stesse dormendo, come faceva abitualmente all’ora in cui Eduardo mi rilevava.  Furtivamente mi alzai quando sentii entrare Eduardo, che si affacciò alla porta. Ci gelò il sangue! Come un’apparizione, Leticia si alzò dal letto.  Tanta tranquillità non era umana. S’avvicinò al telefono e parlò con un tappezziere perché venissero a metterle i tappeti.  Pensai che avrebbe ammazzato uno dei due o che ci avrebbe denunciati. Probabilmente la vergogna le impedì di farlo. Tentò in tutti i modi di far sì che Eduardo si battesse con me.
Facemmo il nostro baule e con Eduardo ce ne andammo da quella casa dove la vita ormai ci sembrava noiosa, per non dire insopportabile.

Traduzione di Laura Ferruta

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