Traduzione di Laura Ferruta
Stampa il racconto
Traduzione di Laura Ferruta
Stampa il racconto
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él — porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado.» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima.» Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada. Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
A metà del lungo atrio dell’hotel pensò che doveva essere tardi e si affrettò ad uscire in strada per tirar fuori la motocicletta dal posto dove il portiere della porta accanto gli permetteva di lasciarla. Vide nella gioielleria all’angolo che erano le nove meno dieci; sarebbe arrivato in anticipo là dove doveva andare. Il sole filtrava tra gli alti edifici del centro, e lui – perché per sé stesso, per andar pensando, non aveva nome – salì sulla macchina assaporando la corsa. La moto ruggiva tra le sue gambe, e un vento fresco gli frustava i pantaloni.
Lasciò alle sue spalle i ministeri (quello rosa, quello bianco) e la serie di negozi della calle Central con le loro luminose vetrine. Ora entrava nella parte più piacevole del tragitto, il vero corso: una strada lunga, bordata di alberi, con poco traffico e grandi ville che lasciavano arrivare i propri giardini fino ai marciapiedi, appena demarcati da basse siepi. Forse un po’ distratto, però correndo sulla destra come si conviene, si lasciò andare alla giornata tersa, alla lieve tensione di quel giorno appena iniziato. Forse il suo involontario rilassamento gli impedì di evitare l’incidente. Quando vide che la donna ferma all’angolo si lanciava nel mezzo della strada nonostante i semafori verdi, era ormai troppo tardi. Frenò con il piede e con la mano, sbandando sulla sinistra; udì il grido della donna, e insieme con il colpo perse la conoscenza. Fu come addormentarsi di colpo.
Ritornò in sé bruscamente. Quattro o cinque giovani lo stavano estraendo da sotto la moto. Aveva in bocca un gusto di sale e di sangue, gli doleva un ginocchio, e quando lo sollevarono gridò, perché non poteva sopportare la pressione nel braccio destro. Voci che non sembravano appartenere alle facce sospese su di lui lo incoraggiavano con battute e rassicurazioni. Suo unico sollievo, la conferma che era stato suo diritto traversare l’incrocio. Chiese della donna, cercando di dominare la nausea che gli prendeva la gola. Mentre lo trasportavano supino a una farmacia vicina, seppe che la colpevole dell’incidente non aveva che qualche graffio alle gambe. “Lei l’ha presa appena, ma il colpo ha fatto saltare la moto di lato.” Opinioni, ricordi, piano, fatelo entrare di spalle, così va bene, e qualcuno con lo spolverino gli fece bere un sorso che gli diede un po’ di sollievo nella penombra di una piccola farmacia di quartiere.
L’ambulanza della polizia arrivò cinque minuti dopo, e lo fecero salire su una morbida barella dove poté stendersi come voleva. In piena lucidità, ma sapendo di essere sotto l’effetto di uno shock terribile, diede il suo indirizzo al poliziotto che l’accompagnava. Il braccio non gli faceva quasi male; da un taglio nel sopracciglio usciva del sangue che gli macchiava il volto. Una o due volte se lo leccò dalle labbra per berlo. Si sentiva bene, era un incidente, sfortuna; qualche settimana di riposo e nulla più. Il poliziotto gli disse che la motocicletta non sembrava molto danneggiata. “Naturale”, disse lui, “E’ stato come se me la fossi legata addosso.” I due risero, e quando arrivarono all’ospedale il poliziotto gli strinse la mano e gli augurò buona fortuna. La nausea gli stava poco a poco tornando; mentre lo trasportavano su una barella a ruote fino a un padiglione in fondo, passando sotto alberi pieni di uccelli, chiuse gli occhi e desiderò dormire, naturalmente o cloroformizzato. Invece lo tennero per parecchio tempo in una stanza che odorava di ospedale, riempiendo una cartella, togliendogli i vestiti e facendogli indossare una camicia grigiastra e dura. Gli muovevano il braccio con attenzione, senza farglielo dolere. Le infermiere scherzavano tutto il tempo, e se non fosse stato per le contrazioni del suo stomaco si sarebbe sentito molto bene, quasi contento.
Lo portarono alla sala di radiologia, e venti minuti dopo, con la lastra ancora umida appoggiata sul petto come una lapide nera, passò in sala operatoria. Qualcuno vestito di bianco, alto e magro, gli si avvicinò e si mise a guardare la radiografia. Mani di donna gli accomodavano la testa, sentì che lo passavano da una barella all’altra. L’uomo in bianco gli si avvicinò di nuovo, sorridendo, con qualcosa che gli brillava nella mano destra. Gli sfiorò la guancia e fece un segno a qualcuno fermo dietro di lui.
Come sogno, era curioso perché era pieno di odori e lui non sognava mai odori. Dapprima un odore di pantano, giacché sulla sinistra del sentiero cominciavano le paludi, le sabbie mobili da cui nessuno tornava. Ma l’odore cessò, e al suo posto venne una fragranza composta e scura come la notte in cui si muoveva fuggendo dagli aztechi. E tutto era tanto naturale, doveva fuggire dagli aztechi che andavano a caccia di uomini, e la sua unica possibilità era nascondersi nel più folto della selva, facendo attenzione a non allontanarsi dallo stretto sentiero che solo loro, i motechi, conoscevano.
Ciò che più lo torturava era l’odore, come se persino nell’assoluta accettazione del sogno qualcosa si ribellasse contro ciò che non era abituale, che fino ad allora non aveva partecipato al gioco. “Odore di guerra”, pensò toccando istintivamente il pugnale di pietra nel suo contenitore di lana tessuta. Un suono inatteso lo fece accucciare e restare immobile, tremando. Avere paura non era strano, nei suoi sogni la paura abbondava. Attese, coperto dai rami di un arbusto e dalla notte senza stelle. Molto lontano, probabilmente dall’altro lato del grande lago, dovevano ardere fuochi di bivacchi; uno splendore rossiccio riempiva quella parte del cielo. Il suono non si ripeté. Era stato come un ramo spezzato. Forse un animale che fuggiva come lui dall’odore della guerra. Si raddrizzò lentamente, annusando. Non si udiva nulla, ma la paura continuava, come l’odore, questo incenso dolciastro della guerra dei fiori. Doveva continuare, arrivare fino al cuore della selva evitando le paludi. A tentoni, acquattandosi a ogni istante per toccare il suolo più duro del sentiero, fece alcuni passi. Avrebbe voluto mettersi a correre, ma le sabbie mobili palpitavano al lato. Nel sentiero avvolto dalle tenebre cercò la direzione, Fu allora che sentì una boccata orribile dell’odore che più temeva, e saltò disperato in avanti.
– Finirà per cadere dal letto – disse il malato del letto accanto. – Non si agiti tanto, amico,
Aprì gli occhi ed era sera, con il sole già basso sui finestroni del lungo salone. Mentre tentava di sorridere al suo vicino di letto, si strappò quasi fisicamente dall’ultima visione dell’incubo. Il braccio, ingessato, pendeva da un apparecchio di pesi e pulegge. Sentì sete, come se avesse corso per chilometri, ma non volevano dargli molta acqua, appena per bagnarsi le labbra. La febbre si stava lentamente impossessando di lui e avrebbe potuto addormentarsi di nuovo, ma stava assaporando il piacere di rimanere sveglio, con gli occhi semichiusi, ascoltando il dialogo degli altri malati, rispondendo di quando in quando a qualche domanda. Vide arrivare un carrello bianco che misero a lato del suo letto, una infermiera bionda gli strofinò con alcool la parte anteriore della coscia, e gli infilò un grosso ago collegato a un tubo che saliva fino a un flacone pieno di liquido opalescente. Venne un giovane medico che gli applicò un apparecchio di metallo e cuoio al braccio sano per verificare qualcosa. Cadeva la notte, e la febbre lo stava trascinando dolcemente in uno stato dove le cose avevano i contorni di un binocolo teatrale, erano reali e dolci e al tempo stesso leggermente ripugnanti, come se stesse vedendo un film noioso e pensasse che tuttavia giù nella strada era peggio, e vi rimanesse.
Arrivò una tazza di meraviglioso brodo dorato che profumava di porro, sedano e prezzemolo. Un pezzetto di pane, più prezioso di un intero banchetto, vi si andò sbriciolando a poco a poco. Il braccio non gli faceva male e solamente il sopracciglio, suturato, si faceva a volte sentire con una puntura calda e rapida. Quando i finestroni di fronte virarono verso un azzurro scuro, pensò che non gli sarebbe stato difficile addormentarsi. Un poco scomodo, di spalle, ma passandosi la lingua sulle labbra secche e calde sentì il sapore del brodo, e sospirò di felicità, abbandonandosi.
Dapprima ci fu confusione, un attrarre su di sé tutte le sensazioni per un istante intorpidite o confuse. Comprese che stava correndo in piena oscurità, anche se in alto il cielo attraversato dai rami degli alberi era meno scuro del resto. “Il sentiero”, pensò. “Sono uscito dal sentiero.” I suoi piedi sprofondavano in un materasso di foglie e argilla, e non poteva più fare un passo senza che i rami degli arbusti gli graffiassero il torso e le gambe. Ansimante, sapendosi braccato nonostante l’oscurità e il silenzio, si acquattò per ascoltare. Forse il sentiero era vicino, con la prima luce del giorno l’avrebbe di nuovo visto. Ora nulla poteva aiutarlo a ritrovarlo. La mano, che a sua insaputa afferrava il manico del pugnale, salì come uno scorpione dalle paludi su fino al suo collo, da cui pendeva l’amuleto protettore. Muovendo appena le labbra sussurrò la preghiera del mais che porta i giorni felici, e la supplica all’Altissima, alla dispensatrice dei beni motechi, Però allo stesso tempo sentiva che le caviglie stavano affondando lentamente nel fango e che l’attesa nell’oscurità della selva sconosciuta diventiva insopportabile. La guerra dei fiori era iniziata con la luna e durava già da tre giorni e tre notti. Se fosse riuscito a rifugiarsi nel folto della selva, abbandonando il sentiero più in là della regione delle paludi, forse i guerrieri non avrebbero seguito la sua pista. Pensò ai molti prigionieri che avevano già fatto. Ma la quantità non contava, contava il tempo sacro. La caccia sarebbe continuata fino a che i sacerdoti non avessero dato il segnale del ritorno. Tutto aveva il suo numero e il suo fine, e lui era dentro il tempo sacro, dall’altro lato dei cacciatori.
Udì le grida e si raddrizzò con un salto, pugnale in mano. Come se il cielo si incendiasse all’orizzonte, vide torce che si muovevano tra i rami, molto vicino. L’odore di guerra era insopportabile, e quando il primo nemico gli saltò al collo, quasi provò piacere ad affondargli la lama di pietra in pieno petto. Già lo accerchiavano le luci, le grida allegre. Riuscì a tagliare l’aria una o due volte e poi una corda lo prese da dietro.
– E’ la febbre – disse quello del letto accanto. – A me succedeva la stessa cosa quando mi sono operato al duodeno. Beva acqua e vedrà che dorme bene. – A confronto con la notte da cui veniva, la penombra tiepida della sala gli parve deliziosa. Una lampada violetta vegliava dall’alto della parete di fondo come un occhio protettore. Si udiva tossire, respirare forte, talvolta un dialogo a bassa voce. Tutto era gradevole e sicuro, senza quel tormento, senza … . Però non voleva continuare a pensare all’incubo. C’erano tante cose su cui intrattenersi. Si mise a guardare il gesso del braccio, le pulegge che così comodamente lo sostenevano in aria. Gli avevano messo una bottiglia di acqua minerale sul comodino. Bevve a garganella, con golosità. Ora distingueva le forme della sala, la trentina di letti, gli armadi con vetrine. Non doveva più avere tanta febbre, sentiva la faccia fresca. Il sopracciglio gli doleva appena, come un ricordo. Si vide di nuovo uscire dall’albergo, portando fuori la moto. Chi avrebbe pensato che le cose sarebbero finite così? Cercava di fissare il momento dell’incidente, e lo fece arrabbiare il rendersi conto che c’era come un buco, un vuoto che non riusciva a riempire. Tra lo scontro e il momento in cui lo avevano sollevato dal suolo, uno svenimento, o quello che era, non gli permetteva di vedere nulla. E al tempo stesso aveva la sensazione che questo vuoto, questo nulla, fosse durato un’eternità. No, nemmeno tempo, piuttosto come se in questo buco lui fosse passato attraverso qualcosa o avesse percorso distanze immense. Lo scontro, il colpo brutale contro il pavimento. Ad ogni modo, uscendo dal pozzo nero, aveva sentito come un sollievo mentre gli uomini lo sollevavano dal suolo. Con il dolore del braccio rotto, il sangue del sopracciglio tagliato, la contusione al ginocchio; con tutto questo, un sollievo tornare alla luce e sentirsi sostenuto e aiutato. Ed era strano. L’avrebbe chiesto al medico dell’ufficio. Ora di nuovo si impadroniva di lui il sonno, tirandolo lentamente verso il basso. Il cuscino era così morbido, e nella gola accaldata la freschezza dell’acqua minerale. Forse avrebbe potuto davvero riposare, senza i maledetti incubi. La luce violetta della lampada in alto si stava spegnendo poco a poco.
Siccome dormiva di spalle, non lo sorprese la posizione in cui si ritrovò, ma invece l’odore di umidità, di pietra trasudante infiltrazioni, gli serrò la gola e lo obbligò a capire. Inutile aprire gli occhi e guardare in tutte le direzioni; lo avvolgeva un’oscurità assoluta. Volle rimettersi in piedi e sentì le corde ai polsi e alle caviglie. Era legato al suolo, su un pavimento lastricato, gelato e umido. Il freddo gli invadeva la schiena nuda, le gambe. Con il mento cercò goffamente il contatto con il suo amuleto, e si accorse che glielo avevano strappato. Ora era perduto, nessuna preghiera poteva salvarlo dal finale. In lontananza, come filtrando tra le pietre della cella, udì i tamburi della festa. Lo avevano portato al teocalli, era nelle prigioni del tempio in attesa del suo turno.
Udì gridare, un grido rauco che rimbalzava tra le pareti. Un altro grido, che finiva in un gemito. Era lui che gridava nelle tenebre, che gridava perché era vivo, tutto il suo corpo si difendeva con il grido da ciò che stava per venire, dal finale inevitabile. Pensò ai suoi compagni che avrebbero riempito altre prigioni, a quelli che già salivano i gradini del sacrificio. Gridò di nuovo, soffocato, quasi non poteva aprire la bocca, aveva le mandibole bloccate e al tempo stesso come se fossero di gomma e si aprissero lentamente, con uno sforzo interminabile. Il cigolio dei catenacci lo scosse come una frustrata. Convulso, contorcendosi, lottò per liberarsi dalle corde che gli incidevano la carne. Il braccio destro, il più forte, tirava, fino a che il dolore si fece intollerabile e dovette cedere. Vide aprirsi la doppia porta, e l’odore delle torce gli arrivò prima della luce. Coperti appena dai perizomi della cerimonia, gli aiutanti dei sacerdoti gli si avvicinarono guardandolo con disprezzo. Le luci si riflettevano sui torsi sudati, sui capelli neri pieni di piume. Le corde cedettero, e al loro posto lo afferrarono mani calde, dure come bronzo; si sentì sollevare, sempre supino, e portare dai quattro aiutanti per lo stretto passaggio. I portatori di torce camminavano davanti, illuminando vagamente il corridoio dalle pareti umide e dal soffitto così basso che gli aiutanti dovevano abbassare la testa. Ora lo stavano trasportando, lo stavano trasportando, era la fine. Supino, a un metro dal soffitto di roccia viva che a momenti si illuminava con il riflesso delle torce. Quando al posto del soffitto, fossero comparse le stelle e si fosse innalzata davanti a lui la scalinata piena di grida e di danze, sarebbe stata la fine. Il corridoio non finiva mai, però doveva finire, d’improvviso avrebbe sentito l’aria libera piena di stelle, ma ancora no, stavano portandolo senza fine nella penombra rossa, strattonandolo brutalmente, e lui non voleva, ma come impedirlo se gli avevano strappato l’amuleto che era il suo vero cuore, il centro della vita.
Uscì d’un balzo alla notte dell’ospedale, all’alto soffitto dolce, all’ombra morbida che lo circondava. Pensò che doveva aver gridato, ma i suoi vicini dormivano silenziosi. Sul comodino da notte, la bottiglia d’acqua sembrava una bolla, un’immagine traslucida contro l’ombra azzurrognola dei finestroni. Ansimò, cercando di dar sollievo ai polmoni, di dimenticare quelle immagini che rimanevano incollate alle sue palpebre. Ogni volta che chiudeva gli occhi, le vedeva formarsi immediatamente, e si drizzava atterrito però godendo al tempo stesso di sapere che ora era sveglio, che la veglia lo proteggeva, che presto si sarebbe fatto giorno, con il buon sonno profondo che si ha a questa ora, senza immagini, senza nulla. Gli costava tenere gli occhi aperti, il torpore era più forte di lui. Fece un ultimo sforzo, con la mano sana abbozzò un gesto verso la bottiglia d’acqua, non arrivò a prenderla, le sue dita gli si serrarono in un vuoto di nuovo nero, e il corridoio continuava interminabile, roccia dopo roccia, con improvvisi bagliori rossicci e lui, supino, gemette debolmente perché il soffitto stava per finire, saliva, aprendosi come una bocca d’ombra, e gli aiutanti si radrizzavano, e dall’alto una luna calante gli cadde sul volto dove gli occhi non volevano vederla, disperatamente si chiudevano e si aprivano cercando di passare dall’altro lato, di scoprire ancora il soffitto protettore della sala. E ogni volta che si aprivano, era la notte e la luna, mentre lo portavano su per la scalinata, ora con la testa penzolante verso il basso, e in alto c’erano i fuochi, le rosse colonne di fumo profumato, e di colpo vide la pietra rossa, brillante di sangue che scorreva, e il ciondolio dei piedi del sacrificato che trascinavano facendolo rotolare giù per la scalinata nord. Con un’ultima speranza serrò le palpebre, gemendo per svegliarsi. Per un secondo credette di farcela, perché era di nuovo immobile nel letto, al sicuro da quel dondolio a testa in giù. Però odorava di morte, e quando aprì gli occhi vide la figura insanguinata del sacrificatore che veniva verso di lui con il coltello di pietra in mano. Riuscì a serrare di nuovo le palpebre, anche se ora sapeva che non si sarebbe svegliato, che era sveglio, che il sogno meraviglioso era stato l’altro, assurdo come tutti i sogni; un sogno nel quale era andato per strani viali di una stupenda città, con luci verdi e rosse che ardevano senza fiamma né fumo, con un enorme insetto di metallo che ronzava sotto le sue gambe. Anche nella menzogna infinita di quel sogno lo avevano sollevato dal suolo, anche là qualcuno gli si era avvicinato con un coltello in mano, a lui supino, a lui sempre supino con gli occhi chiusi tra i fuochi.
Traduzione di Laura Ferruta