El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar…»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar…»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Il quattordici di gennaio del 1922, Emma Zunz, al ritorno dalla fabbrica di tessuti Tarbuch e Loewenthal, trovò in fondo all’atrio una lettera, datata in Brasile, dalla quale seppe che suo padre era morto. La ingannarono, a prima vista, il francobollo e la busta; poi la inquietò la calligrafia sconosciuta. Nove o dieci righe scarabocchiate riempivano il foglio; Emma lesse che il signor Maier aveva ingerito per errore una forte dose di veronal ed era morto il tre di quel mese all’ospedale di Bagé. Firmava la lettere un compagno di pensione di suo padre, un tal Feino Fain, di Rio Grande, il quale non poteva sapere che si rivolgeva alla figlia del morto.
Emma lasciò cadere il foglio. La sua prima impressione fu di malessere al ventre e alle ginocchia; poi di cieca colpa, di irrealtà, di freddo, di timore; poi, desiderò essere già al giorno seguente. Immediatamente comprese che quel desiderio era inutile perché la morte di suo padre era l’unica cosa che era successa al mondo, e sarebbe continuata a succedere senza fine. Raccolse il foglio e andò nella sua stanza. Lo ripose furtivamente in un cassetto, come se in qualche modo già conoscesse i fatti successivi. Aveva già cominciato a intravederli, forse; già era quella che sarebbe stata.
Nell’oscurità crescente, Emma pianse fino alla fine di quel giorno il suicidio di Manuel Maier, che negli antichi giorni felici era stato Emanuel Zunz. Ricordò estati in una fattoria, vicino a Gualeguay, ricordò (cercò di ricordare) sua madre, ricordò il casolare di Lanùs che le avevano svenduto, ricordò le losanghe gialle di una finestra, ricordò l’automobile della prigione, la vergogna, ricordò le lettere anonime con il ritaglio sull'”appropriazione indebita del cassiere”, ricordò ( ma questo non lo dimenticava mai) che suo padre, l’ultima notte, le aveva giurato che il ladro era Loewenthal. Loewenthal, Aaròn Loewenthal, prima gerente della fabbrica e ora uno dei padroni. Emma, dal 1916, manteneva il segreto. Non lo aveva rivelato a nessuno, neppure alla sua migliore amica, Elsa Urstein. Forse rifuggiva la profana incredulità, forse pensava che il segreto era un vincolo tra lei e l’assente. Loewenthal non sapeva che lei sapeva; Emma Zunz traeva da quel fatto di scarsa importanza un sentimento di potere.
Quella notte non dormì, e quando la prima luce inquadrò il rettangolo della finestra, il suo piano era già perfetto. Fece in modo che quel giorno, che le parve interminabile, fosse come gli altri. Nella fabbrica c’erano voci di sciopero; Emma si dichiarò, come sempre, contraria a ogni violenza. Alle sei, finito il lavoro, andò con Elsa a un circolo di donne che aveva palestra e piscina. Si iscrissero; dovette ripetere e fare lo spelling del suo nome e cognome, dovette ridere agli scherzi volgari che commentano l’esame di controllo. Con Elsa e con la minore delle Kronfuss discusse a quale cinema sarebbero andate domenica pomeriggio. Poi, si parlò di fidanzati e nessuna si aspettò che Emma parlasse. In aprile avrebbe compiuto diciannove anni, ma gli uomini le ispiravano, ancora, un timore quasi patologico… . Di ritorno a casa, si preparò una zuppa di tapioca e delle verdure, mangiò presto, andò a letto e si obbligò a dormire. Così, laborioso e banale, passò il venerdì quindici, la vigilia.
Il sabato, l’impazienza la svegliò. L’impazienza, non l’inquietudine, e il singolare sollievo di stare in quel giorno, finalmente. Non doveva più tramare e immaginare; entro qualche ora avrebbe raggiunto la semplicità dei fatti. Lesse su La Prensa che il Nordstiärnan, di Malmö, sarebbe salpato quella notte dal molo 3; chiamò per telefono Loewenthal, insinuò che desiderava comunicare qualcosa, senza che lo sapessero le altre, a proposito dello sciopero e promise di passare dallo studio all’imbrunire. Le tremava la voce; il tremore conveniva a una delatrice. Nessun altro fatto memorabile successe quella mattina. Emma lavorò fino alle dodici e fissò con Elsa e con Perla Kronfuss i particolari della passeggiata di domenica. Si coricò dopo pranzo e, chiusi gli occhi, ricapitolò il piano che aveva steso. Pensò che la tappa finale sarebbe stata meno orribile della prima e che le avrebbe dato, sicuramente, il sapore della vittoria e della giustizia. Improvvisamente, allarmata, si alzò e corse al cassettone. Aprò il cassetto; sotto il ritratto di Milton Sills, là dove l’aveva lasciata due notti prima, c’era la lettera di Fain. nessuno poteva averla vista; la cominciò a leggere e poi la strappò.
Riferire con qualche realtà i fatti di quella sera sarebbe difficile e forse inopportuno. Un attributo dell’infernale è l’irrealtà, un attributo che pare mitigare i suoi terrori e che forse li aggrava. Come rendere verosimile un’azione nella quale quasi non credette chi la eseguiva, come ricuperare quel breve caos che oggi la memoria di Emma Zunz ripudia e confonde? Emma viveva in Almagro, in calle Liniers; ci risulta che quella sera andò al porto. Forse nell’infame Paseo de Julio si vide moltiplicata in specchi, rivelata da luci e denudata da occhi famelici, ma è più ragionevole supporre che dapprima errò, non notata, lungo i portici indifferenti… . Entrò in due o tre bar, vide la routine o i modi di fare di altre donne. Infine trovò uomini del Nordstiärnan. Di uno, molto giovane, ebbe timore che le ispirasse qualche tenerezza e optò per un altro, forse più basso di lei e rozzo, affinchè la purezza dell’orrore non venisse mitigata. L’uomo la condusse a una porta e poi a un oscuro atrio e poi a una scala tortuosa e poi a un vestibolo (nel quale c’era una vetrata con losanghe identiche a quelle della casa di Lanùs) e poi a un corridoio e poi a una porta che si chiuse. I fatti gravi sono fuori del tempo, sia perché in essi il passato immediato rimane come spezzato dal futuro, sia perché le parti che li formano non appaiono consecutive.
In quel tempo fuori dal tempo, in quel disordine confuso di sensazioni sconnesse e atroci, Emma Zunz pensò una volta sola al morto che era motivo del suo sacrificio? Io ritengo che una volta ci pensò e che in quel momento il suo proposito disperato fu in pericolo. Pensò (non poté non pensarlo) che suo padre aveva fatto a sua madre quella cosa orribile che ora facevano a lei. Lo pensò con debole stupore e subito si rifugiò nella vertigine. L’uomo, svedese o finlandese, non parlava spagnolo; fu uno strumento per Emma come questa lo fu per lui; però lei servì per il piacere e lui per la giustizia.
Quando rimase sola, Emma non aprì subito gli occhi. Sul comodino c’era il denaro che l’uomo aveva lasciato: Emma si sollevò e lo strappò come prima aveva strappato la lettera. Strappare il denaro è un’empietà, come gettare il pane; Emma si pentì, appena l’ebbe fatto. Un atto di superbia e in quel giorno … Il timore si perse nella tristezza del suo corpo, nel disgusto. Il disgusto e la tristezza l’incatenavano, ma Emma si alzò e prese a vestirsi. Nella camera non rimanevano colori vivi; l’ultimo crepuscolo s’ intensificava. Emma poté uscire senza che la notassero; all’angolo salì su un tram che andava verso ovest. Scelse, secondo il suo piano, il sedile più davanti perché non le vedessero la faccia. Forse la confortò verificare, nell’insipido andirivieni delle strade, che l’accaduto non aveva contaminato le cose. Viaggiò per quartieri degradanti e opachi, vedendoli e dimenticandoli subito dopo, e scese ad uno degli incroci di Warnes. Paradossalmente la sua fatica diventava una forza, poiché la obbligava a concentrarsi sui dettagli dell’avventura e gliene nascondeva il fondo e il fine.
Aaron Loewenthal era, per tutti, un uomo serio; per i suoi pochi intimi, un avaro. Abitava all’ultimo piano della fabbrica, solo. Vivendo in quel sobborgo in rovina, aveva paura dei ladri; nel cortile della fabbrica c’era un grande cane e nel cassetto della sua scrivania, nessuno lo ignorava, un revolver. Aveva pianto con decoro, l’anno prima, l’inattesa morte di sua moglie – una Gauss, che gli aveva portato una buona dote! – però il denaro era la sua vera passione. Con intima vergogna si sapeva meno adatto a guadagnarlo che a conservarlo. Era molto religioso; credeva di avere col Signore un patto segreto, che lo esentava dall’agire bene, in cambio di preghiere e devozioni. Calvo, corpulento, vestito a lutto, con occhialini affumicati e barba bionda, aspettava in piedi, vicino alla finestra, il rapporto confidenziale dell’operaia Zunz.
La vide spingere il cancello (che lui aveva lasciato apposta socchiuso) e attraversare lo scuro cortile. La vide fare un piccolo giro quando il cane legato abbaiò. Le labbra di Emma si muovevano come quelle di chi prega a voce bassa; stanche, ripetevano la frase che il signor Loewenthal avrebbe udito prima di morire.
Le cose non avvennero come aveva previsto Emma Zunz. Fin dal mattino del giorno prima, lei si era sognata molte volte mentre puntava con fermezza il revolver, obbligava il miserabile a confessare la miserabile colpa ed esponeva l’intrepido stratagemma che avrebbe permesso alla Giustizia di Dio di trionfare sulla giustizia umana. (Non per timore, ma per il fatto di essere uno strumento della Giustizia, ella non voleva essere castigata). Poi, un solo colpo nel mezzo del petto avrebbe avrebbe suggellato la sorte di Loewenthal. Ma le cose non andarono così.
Davanti a Aaron Loewnthal, più che l’obbligo di vendicare suo padre, Emma sentì quello di punire l’oltraggio che suo padre aveva subito. Non poteva non ucciderlo, dopo quel disonore totale. E non aveva neanche tempo da perdere in sceneggiate. Seduta, timida, chiese scusa a Loewnthal, invocò (da buona delatrice) gli obblighi della lealtà, pronunciò alcuni nomi, ne fece intendere altri e si interruppe come se il timore l’avesse vinta. Fece in modo che Loewenthal andasse a cercare un bicchiere d’acqua. Quando questi, incredulo di fronte a tante storie, ma indulgente, fu di ritorno dalla cucina, Emma aveva già preso dal cassetto il pesante revolver. Premette il grilletto due volte. Il grande corpo crollò come se gli spari e il fumo l’avessero rotto, il bicchiere d’acqua andò in pezzi, la faccia la guardò con stupore e collera, la bocca della faccia la ingiuriò in spagnolo e in yiddish. Le male parole non cessavano; Emma dovette far fuoco un’altra volta. Nel cortile il cane incatenato si mise ad abbaiare, e un fiotto improvviso di sangue sboccò dalle labbra oscene e macchiò la barba e il vestito. Emma cominciò l’accusa che aveva preparata “Ho vendicato mio padre e non potranno punirmi…”), però non la terminò, perché il signor Loewenthal era già morto. Non seppe mai se avesse capito.
I latrati insistenti le ricordarono che non poteva, ancora, riposare. Mise in disordine il divano, sbottonò la giacca del cadavere, gli tolse gli occhialini affumicati e li pose sullo schedario. Poi prese il telefono e ripeté ciò che tante volte avrebbe ripetuto, con quelle e con altre parole: E’ accaduta una cosa incredibile… Il signor Loewenthal mi ha fatta venire con il pretesto dello sciopero… Ha abusato di me, l’ho ammazzato…
La storia era incredibile, effettivamente, ma s’impose a tutti, perché sostanzialmente era vera. Vero era il tono di Emma Zunz, vero il pudore, vero l’odio. Vero anche l’oltraggio che aveva subito; solo erano false le circostanze, l’ora e uno o due nomi propri.
Emma lasciò cadere il foglio. La sua prima impressione fu di malessere al ventre e alle ginocchia; poi di cieca colpa, di irrealtà, di freddo, di timore; poi, desiderò essere già al giorno seguente. Immediatamente comprese che quel desiderio era inutile perché la morte di suo padre era l’unica cosa che era successa al mondo, e sarebbe continuata a succedere senza fine. Raccolse il foglio e andò nella sua stanza. Lo ripose furtivamente in un cassetto, come se in qualche modo già conoscesse i fatti successivi. Aveva già cominciato a intravederli, forse; già era quella che sarebbe stata.
Nell’oscurità crescente, Emma pianse fino alla fine di quel giorno il suicidio di Manuel Maier, che negli antichi giorni felici era stato Emanuel Zunz. Ricordò estati in una fattoria, vicino a Gualeguay, ricordò (cercò di ricordare) sua madre, ricordò il casolare di Lanùs che le avevano svenduto, ricordò le losanghe gialle di una finestra, ricordò l’automobile della prigione, la vergogna, ricordò le lettere anonime con il ritaglio sull'”appropriazione indebita del cassiere”, ricordò ( ma questo non lo dimenticava mai) che suo padre, l’ultima notte, le aveva giurato che il ladro era Loewenthal. Loewenthal, Aaròn Loewenthal, prima gerente della fabbrica e ora uno dei padroni. Emma, dal 1916, manteneva il segreto. Non lo aveva rivelato a nessuno, neppure alla sua migliore amica, Elsa Urstein. Forse rifuggiva la profana incredulità, forse pensava che il segreto era un vincolo tra lei e l’assente. Loewenthal non sapeva che lei sapeva; Emma Zunz traeva da quel fatto di scarsa importanza un sentimento di potere.
Quella notte non dormì, e quando la prima luce inquadrò il rettangolo della finestra, il suo piano era già perfetto. Fece in modo che quel giorno, che le parve interminabile, fosse come gli altri. Nella fabbrica c’erano voci di sciopero; Emma si dichiarò, come sempre, contraria a ogni violenza. Alle sei, finito il lavoro, andò con Elsa a un circolo di donne che aveva palestra e piscina. Si iscrissero; dovette ripetere e fare lo spelling del suo nome e cognome, dovette ridere agli scherzi volgari che commentano l’esame di controllo. Con Elsa e con la minore delle Kronfuss discusse a quale cinema sarebbero andate domenica pomeriggio. Poi, si parlò di fidanzati e nessuna si aspettò che Emma parlasse. In aprile avrebbe compiuto diciannove anni, ma gli uomini le ispiravano, ancora, un timore quasi patologico… . Di ritorno a casa, si preparò una zuppa di tapioca e delle verdure, mangiò presto, andò a letto e si obbligò a dormire. Così, laborioso e banale, passò il venerdì quindici, la vigilia.
Il sabato, l’impazienza la svegliò. L’impazienza, non l’inquietudine, e il singolare sollievo di stare in quel giorno, finalmente. Non doveva più tramare e immaginare; entro qualche ora avrebbe raggiunto la semplicità dei fatti. Lesse su La Prensa che il Nordstiärnan, di Malmö, sarebbe salpato quella notte dal molo 3; chiamò per telefono Loewenthal, insinuò che desiderava comunicare qualcosa, senza che lo sapessero le altre, a proposito dello sciopero e promise di passare dallo studio all’imbrunire. Le tremava la voce; il tremore conveniva a una delatrice. Nessun altro fatto memorabile successe quella mattina. Emma lavorò fino alle dodici e fissò con Elsa e con Perla Kronfuss i particolari della passeggiata di domenica. Si coricò dopo pranzo e, chiusi gli occhi, ricapitolò il piano che aveva steso. Pensò che la tappa finale sarebbe stata meno orribile della prima e che le avrebbe dato, sicuramente, il sapore della vittoria e della giustizia. Improvvisamente, allarmata, si alzò e corse al cassettone. Aprò il cassetto; sotto il ritratto di Milton Sills, là dove l’aveva lasciata due notti prima, c’era la lettera di Fain. nessuno poteva averla vista; la cominciò a leggere e poi la strappò.
Riferire con qualche realtà i fatti di quella sera sarebbe difficile e forse inopportuno. Un attributo dell’infernale è l’irrealtà, un attributo che pare mitigare i suoi terrori e che forse li aggrava. Come rendere verosimile un’azione nella quale quasi non credette chi la eseguiva, come ricuperare quel breve caos che oggi la memoria di Emma Zunz ripudia e confonde? Emma viveva in Almagro, in calle Liniers; ci risulta che quella sera andò al porto. Forse nell’infame Paseo de Julio si vide moltiplicata in specchi, rivelata da luci e denudata da occhi famelici, ma è più ragionevole supporre che dapprima errò, non notata, lungo i portici indifferenti… . Entrò in due o tre bar, vide la routine o i modi di fare di altre donne. Infine trovò uomini del Nordstiärnan. Di uno, molto giovane, ebbe timore che le ispirasse qualche tenerezza e optò per un altro, forse più basso di lei e rozzo, affinchè la purezza dell’orrore non venisse mitigata. L’uomo la condusse a una porta e poi a un oscuro atrio e poi a una scala tortuosa e poi a un vestibolo (nel quale c’era una vetrata con losanghe identiche a quelle della casa di Lanùs) e poi a un corridoio e poi a una porta che si chiuse. I fatti gravi sono fuori del tempo, sia perché in essi il passato immediato rimane come spezzato dal futuro, sia perché le parti che li formano non appaiono consecutive.
In quel tempo fuori dal tempo, in quel disordine confuso di sensazioni sconnesse e atroci, Emma Zunz pensò una volta sola al morto che era motivo del suo sacrificio? Io ritengo che una volta ci pensò e che in quel momento il suo proposito disperato fu in pericolo. Pensò (non poté non pensarlo) che suo padre aveva fatto a sua madre quella cosa orribile che ora facevano a lei. Lo pensò con debole stupore e subito si rifugiò nella vertigine. L’uomo, svedese o finlandese, non parlava spagnolo; fu uno strumento per Emma come questa lo fu per lui; però lei servì per il piacere e lui per la giustizia.
Quando rimase sola, Emma non aprì subito gli occhi. Sul comodino c’era il denaro che l’uomo aveva lasciato: Emma si sollevò e lo strappò come prima aveva strappato la lettera. Strappare il denaro è un’empietà, come gettare il pane; Emma si pentì, appena l’ebbe fatto. Un atto di superbia e in quel giorno … Il timore si perse nella tristezza del suo corpo, nel disgusto. Il disgusto e la tristezza l’incatenavano, ma Emma si alzò e prese a vestirsi. Nella camera non rimanevano colori vivi; l’ultimo crepuscolo s’ intensificava. Emma poté uscire senza che la notassero; all’angolo salì su un tram che andava verso ovest. Scelse, secondo il suo piano, il sedile più davanti perché non le vedessero la faccia. Forse la confortò verificare, nell’insipido andirivieni delle strade, che l’accaduto non aveva contaminato le cose. Viaggiò per quartieri degradanti e opachi, vedendoli e dimenticandoli subito dopo, e scese ad uno degli incroci di Warnes. Paradossalmente la sua fatica diventava una forza, poiché la obbligava a concentrarsi sui dettagli dell’avventura e gliene nascondeva il fondo e il fine.
Aaron Loewenthal era, per tutti, un uomo serio; per i suoi pochi intimi, un avaro. Abitava all’ultimo piano della fabbrica, solo. Vivendo in quel sobborgo in rovina, aveva paura dei ladri; nel cortile della fabbrica c’era un grande cane e nel cassetto della sua scrivania, nessuno lo ignorava, un revolver. Aveva pianto con decoro, l’anno prima, l’inattesa morte di sua moglie – una Gauss, che gli aveva portato una buona dote! – però il denaro era la sua vera passione. Con intima vergogna si sapeva meno adatto a guadagnarlo che a conservarlo. Era molto religioso; credeva di avere col Signore un patto segreto, che lo esentava dall’agire bene, in cambio di preghiere e devozioni. Calvo, corpulento, vestito a lutto, con occhialini affumicati e barba bionda, aspettava in piedi, vicino alla finestra, il rapporto confidenziale dell’operaia Zunz.
La vide spingere il cancello (che lui aveva lasciato apposta socchiuso) e attraversare lo scuro cortile. La vide fare un piccolo giro quando il cane legato abbaiò. Le labbra di Emma si muovevano come quelle di chi prega a voce bassa; stanche, ripetevano la frase che il signor Loewenthal avrebbe udito prima di morire.
Le cose non avvennero come aveva previsto Emma Zunz. Fin dal mattino del giorno prima, lei si era sognata molte volte mentre puntava con fermezza il revolver, obbligava il miserabile a confessare la miserabile colpa ed esponeva l’intrepido stratagemma che avrebbe permesso alla Giustizia di Dio di trionfare sulla giustizia umana. (Non per timore, ma per il fatto di essere uno strumento della Giustizia, ella non voleva essere castigata). Poi, un solo colpo nel mezzo del petto avrebbe avrebbe suggellato la sorte di Loewenthal. Ma le cose non andarono così.
Davanti a Aaron Loewnthal, più che l’obbligo di vendicare suo padre, Emma sentì quello di punire l’oltraggio che suo padre aveva subito. Non poteva non ucciderlo, dopo quel disonore totale. E non aveva neanche tempo da perdere in sceneggiate. Seduta, timida, chiese scusa a Loewnthal, invocò (da buona delatrice) gli obblighi della lealtà, pronunciò alcuni nomi, ne fece intendere altri e si interruppe come se il timore l’avesse vinta. Fece in modo che Loewenthal andasse a cercare un bicchiere d’acqua. Quando questi, incredulo di fronte a tante storie, ma indulgente, fu di ritorno dalla cucina, Emma aveva già preso dal cassetto il pesante revolver. Premette il grilletto due volte. Il grande corpo crollò come se gli spari e il fumo l’avessero rotto, il bicchiere d’acqua andò in pezzi, la faccia la guardò con stupore e collera, la bocca della faccia la ingiuriò in spagnolo e in yiddish. Le male parole non cessavano; Emma dovette far fuoco un’altra volta. Nel cortile il cane incatenato si mise ad abbaiare, e un fiotto improvviso di sangue sboccò dalle labbra oscene e macchiò la barba e il vestito. Emma cominciò l’accusa che aveva preparata “Ho vendicato mio padre e non potranno punirmi…”), però non la terminò, perché il signor Loewenthal era già morto. Non seppe mai se avesse capito.
I latrati insistenti le ricordarono che non poteva, ancora, riposare. Mise in disordine il divano, sbottonò la giacca del cadavere, gli tolse gli occhialini affumicati e li pose sullo schedario. Poi prese il telefono e ripeté ciò che tante volte avrebbe ripetuto, con quelle e con altre parole: E’ accaduta una cosa incredibile… Il signor Loewenthal mi ha fatta venire con il pretesto dello sciopero… Ha abusato di me, l’ho ammazzato…
La storia era incredibile, effettivamente, ma s’impose a tutti, perché sostanzialmente era vera. Vero era il tono di Emma Zunz, vero il pudore, vero l’odio. Vero anche l’oltraggio che aveva subito; solo erano false le circostanze, l’ora e uno o due nomi propri.
Traduzione di Laura Ferruta
