Menos rara, aunque sin duda más ejemplar, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como “el gringo pobre”, y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
-Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió – previa indagación sobre el estado de su importante salud – que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y – no se sabe de qué modo – a vuelta de correo “tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos”. Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió “halagadísimo de poder servirlo”. Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.
Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía “Hace mucho calor”, y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.
La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: “Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer.”
Meno strana, anche se indubbiamente più esemplare, è la storia di Mr. Percy Taylor, cacciatore di teste nella foresta amazzonica.
Si sa che nel 1937 se ne andò via da Boston, Massachussets, dove aveva ripulito il suo spirito a tal punto da non avere più un centesimo. Nel 1944 compare per la prima volta in America del Sud, nella regione amazzonica, a convivere con gli indigeni di una tribù il cui nome non ha bisogno di essere ricordato.
Per via delle sue occhiaie e del suo aspetto famelico venne presto ad esser conosciuto come “il gringo povero”, e i bambini della scuola lo additavano e gli tiravano pietre quando passava con la sua barba brillante sotto il dorato sole tropicale. Però questo non affliggeva l’umile condizione di Mr. Taylor perché aveva letto nel primo volume delle Opere Complete di William G. Knight che se non si sente invidia dei ricchi la povertà non disonora.
In poche settimane i nativi si abituarono a lui e ai suoi vestiti stravaganti. Inoltre, siccome aveva gli occhi azzurri e un vago accento straniero, il Presidente e il Ministro delle Relazioni Estere lo trattavano con singolare rispetto, nel timore di provocare incidenti internazionali.
Era così povero e misero che un giorno si inoltrò nella foresta alla ricerca di erbe da mangiare. Aveva già camminato per vari metri senza osare girar la faccia, quando per puro caso vide attraverso la boscaglia due occhi indigeni che lo osservavano con insistenza. Un lungo brivido percorse la sua sensibile schiena. Ma l’intrepido Mr. Taylor affrontò il pericolo e continuò il suo cammino fischiettando come se nulla fosse successo.
Con un salto (da non considerare felino) il nativo gli si mise davanti ed esclamò:
– Buy head? Money, money.
Nonostante il pessimo inglese, Mr. Taylor, un po’ irritato, comprese che l’indigeno gli voleva vendere la testa di un uomo, curiosamente rimpicciolita, che portava nella mano.
Non è necessario dire che Mr. Taylor non era in grado di comperarla; ma poichè fece finta di non capire, l’indio si sentì in difetto per non parlare bene l’inglese e gliela regalò chiedendogli scusa.
Grande era la gioia con cui Mr Taylor tornò alla sua capanna. Quella notte, steso supino sulla precaria stuoia di palma che gli serviva da letto, interrotto soltanto dal ronzio delle mosche accaldate che gli svolazzavano intorno facendo oscenamente l’amore, Mr. Taylor contemplò a lungo e con piacere la sua strana acquisizione. Il maggior godimento estetico gli veniva dal contare, uno per uno, i peli della barba e dei baffi, e di vedere quel paio di occhietti quasi ironici che sembravano sorridergli grati di tanta deferenza.
Uomo di vasta cultura, Mr Taylor aveva l’abitudine di dedicarsi alla contemplazione; ma questa volta si stancò subito delle sue riflessioni filosofiche e decise di regalare la testa a un suo zio, Mr. Rolston, residente a New York, il quale fin dalla più tenera infanzia aveva mostrato una forte inclinazione verso le manifestazioni culturali dei popoli ispanoamericani.
Pochi giorni dopo lo zio di Mr. Taylor – previa indagine sullo stato della sua importante salute – gli chiese che gentilmente gli facesse avere altre cinque teste. Mr Taylor accondiscese volentieri al capriccio di Mr. Rolston e – non si sa come – a giro di posta “mi ha fatto piacere soddisfare i suoi desideri”. Molto riconoscente, Mr. Rolston gliene richiese altre dieci. Mr. Taylor si sentì “lusingatissimo di poterlo servire”. Ma quando passato un mese gli chiese di inviarne altre venti, Mr. Taylor, uomo rude e barbuto, ma di raffinata sensibilità artistica, ebbe il presentimento che il fratello di sua madre stesse facendo affari con le teste.
Ebbene, se lo volete sapere, era proprio così. Con tutta franchezza, Mr. Rolston glielo fece capire in una lettera appassionata i cui termini decisamente commerciali fecero vibrare come non mai le corde del sensibile spirito di Mr. Taylor.
Subito costituirono una società nella quale Mr. Taylor si impegnava a procurare e spedire teste umane rimpicciolite su scala industriale, mentre Mr. Rolston le avrebbe vendute nel miglior modo possibile nel suo paese.
Nei primi giorni ci furono alcune fastidiose difficoltà con certi tipi del posto. Ma Mr. Taylor, che a Boston aveva ottenuto i migliori voti con un saggio su Joseph Henry Silliman, si rivelò un buon politico ed ottenne dalle autorità non solo il permesso necessario per esportare ma addirittura una concessione esclusiva per novantanove anni. Non gli costò molto convincere l’Esecutivo guerriero e i Legislativi stregoni del fatto che quel passo patriottico avrebbe arricchito in breve tempo la comunità, e che presto tutti gli indigeni assetati avrebbero avuto la possibilità di bere (ogni volta che facevano una pausa durante la raccolta delle teste) una bibita bella fredda, la cui formula magica lui stesso avrebbe fornito.
Quando i membri della Camera, dopo un breve ma luminoso sforzo intellettuale, si resero conto di questi vantaggi, sentirono ardere il proprio amor di patria e in tre giorni promulgarono un decreto richiedendo al popolo di accelerare la produzione di teste rimpicciolite.
Alcuni mesi più tardi, nel paese di Mr. Taylor le teste raggiunsero quella popolarità che tutti ricordiamo. All’inizio erano un privilegio delle famiglie più abbienti; ma la democrazia è la democrazia e, nessuno può negarlo, nel giro di qualche settimana furono in grado di acquistarle perfino i maestri di scuola.
Una casa senza la sua testa era considerata una casa fallita. Ben presto arrivarono i collezionisti e con loro arrivarono le contraddizioni: possedere diciassette teste venne ad essere ritenuto di cattivo gusto; ma era fine averne undici. Le teste diventarono così popolari che quelli veramente eleganti cominciarono a perdere interesse e ormai ne acquistavano qualcuna solo eccezionalmente, se presentava qualche particolarità che la salvasse dalla volgarità. Una, molto strana, con baffi prussiani, che in vita era appartenuta a un generale pluridecorato, fu regalata all’Istituto Danfeller, che a sua volta donò in tempi brevissimi tre milioni e mezzo di dollari per promuovere lo sviluppo di quella manifestazione culturale così eccitante dei popoli ispanoamericani.
Nel frattempo la tribù era progredita a tal punto da avere un marciapiede intorno al Palazzo del Parlamento. Su questo allegro marciapiede passeggiavano la domenica e il Giorno dell’Indipendenza i membri del Congresso, schiarendosi la gola e mostrando i loro piumaggi, molto seri, ridendo, sulle biciclette che aveva regalato loro la Compagnia.
Ma, che volete? Non tutti i tempi sono buoni. Quando meno se lo aspettavano, si presentò la prima scarsità di teste.
Cominciò allora la parte più allegra della festa.
I meri decessi erano ormai insufficienti. Il Ministro della Salute Pubblica ebbe un attacco di sincerità e una notte caliginosa, con la luce spenta, dopo averle accarezzato per un po’ il seno come se niente fosse, confessò a sua moglie che si considerava incapace di alzare la mortalità a un livello gradito agli interessi della Compagnia, al che lei gli rispose di non preoccuparsi, che tutto sarebbe finito bene e che era meglio dormire.
Per compensare questa mancanza amministrativa fu indispensabile prendere misure eroiche e si stabilì la pena di morte in forma rigorosa.
I giuristi si consultarono ed elevarono alla categoria di delitto, punibile con la forca o la fucilazione, a secondo della sua gravità, l’infrazione più insignificante.
Anche i semplici equivoci diventarono fatti delittuosi. Un esempio: se durante una banale conversazione, qualcuno, per pura distrazione, diceva “Fa molto caldo”, e successivamente si poteva provare con il termometro alla mano che il calore non era poi tanto, gli si faceva pagare una piccola imposta ed era passato per le armi sul posto stesso, la testa finiva alla Compagnia e, è giusto dirlo, il tronco e le estremità ai parenti afflitti.
La legislazione sulle malattie ebbe immediata risonanza e venne molto commentata dal Corpo Diplomatico e dalle Cancellerie delle potenze amiche.
In base a questa memorabile legislazione, ai malati gravi venivano concesse ventiquattro ore per sistemare le proprie carte e morire; ma se nel frattempo erano fortunati e riuscivano a contagiare la famiglia, ottenevano tante proroghe di un mese quanti erano i parenti contaminati. Le vittime di malattie lievi e quelli semplicemente indisposti meritavano il disprezzo della patria e, in strada, chiunque poteva sputargli in faccia. Per la prima volta nella storia fu riconosciuta l’importanza dei medici (ci furono vari candidati al premio Nobel) che non curavano nessuno. Morire diventò un esempio del più esaltato patriottismo, non solo a livello nazionale ma anche al livello più glorioso, quello continentale.
Con l’impulso che ebbero altre industrie sussidiarie (innanzi tutto quella delle bare, che fiorì con l’assistenza tecnica della Compagnia) il paese entrò, come si suol dire, in un periodo di grande auge economico. Questo lo si poteva comprovare in particolare nel nuovo marciapiede fiorito dove passeggiavano, avvolte dalla melanconia dei dorati pomeriggi autunnali, le mogli dei deputati, le cui belle testoline dicevano di sì, sì sì, che tutto andava bene quando qualche giornalista sollecito, dal lato opposto, le salutava sorridente togliendosi il cappello.
Per inciso, ricorderò che uno di questi giornalisti, che in una certa occasione emise un piovoso starnuto che non poté giustificare, fu accusato di estremismo, messo al muro e fucilato. Solo dopo la sua disinteressata fine gli accademici della lingua riconobbero che quel giornalista era una delle più grandi teste del paese, ma una volta rimpicciolita risultò così ben fatta che la differenza non si notava neanche.
E Mr. Taylor? A quest’epoca era ormai stato nominato consigliere personale del Presidente Costituzionale. Ora, come esempio di ciò che può fare lo sforzo individuale, contava e ricontava le migliaia di migliaia guadagnate, ma questo non gli toglieva il sonno perché aveva letto nell’ultimo volume delle
Opere complete di William G. Knight che essere milionario non disonora se non si disprezzano i poveri.
Credo che con questa sarà la seconda volta che dico che non tutti i tempi sono buoni. Vista la prosperità degli affari, arrivò un momento in cui della popolazione solo rimanevano le autorità e le loro mogli e i giornalisti e le loro mogli. Senza grande sforzo, il cervello di Mr. Taylor ne concluse che l’unico rimedio possibile era fomentare la guerra con le tribù vicine. Perché no? Il progresso.
Con l’aiuto di alcuni piccoli cannoni, la prima tribù fu correttamente decapitata in meno di tre mesi. Mr. Taylor assaporò la gloria di estendere i propri domini. Poi venne la seconda; poi la terza e la quarta e la quinta. Il progresso si estese con tanta rapidità che arrivò il momento in cui, per quanti sforzi facessero i tecnici, non fu possibile trovare tribù vicine a cui fare la guerra.
Fu il principio della fine.
I marciapiedi cominciarono a languire. Solo di tanto in tanto vi si vedeva passeggiare qualche signora o qualche poeta laureato con il suo libro sotto il braccio. Le erbacce si impossessarono di nuovo dei marciapiedi, rendendo difficile e spinoso il delicato passaggio delle dame. Insieme con le teste, scarseggiarono le biciclette e quasi scomparvero del tutto gli allegri saluti ottimisti.
Il fabbricante di bare era più triste e lugubre che mai. E a tutti pareva di ricordare un piacevole sogno, quel sogno formidabile in cui ti ritrovi con una borsa piena di monete d’oro, la metti sotto il cuscino e continui a dormire, e il giorno dopo, di buon’ora, al risveglio, la cerchi e trovi solo il vuoto.
Nonostante tutto, faticosamente, gli affari reggevano. Ma si dormiva con difficoltà, nel timore di svegliarsi esportato.
Nella patria di Mr. Taylor, ovviamente, la domanda era sempre maggiore. Ogni giorno venivano fuori nuove invenzioni, ma in realtà nessuno credeva in esse e tutti richiedevano le testoline ispanoamericane.
Venne l’ultima crisi. Mr. Rolston, disperato, chiedeva e chiedeva altre teste. Nonostante le azioni della Compagnia avessero sofferto un brusco crollo, Mr. Rolston era convinto che suo nipote avrebbe fatto qualcosa per tirarlo fuori da quella situazione.
Gli imbarchi, un tempo giornalieri, diminuirono a una volta al mese, con qualsiasi tipo di teste, di bambini, di signore, di deputati.
Improvvisamente cessarono del tutto.
Un venerdì aspro e grigio, di ritorno dalla Borsa, ancora stordito dalle grida e dal penoso spettacolo di panico che davano i suoi amici, Mr. Rolston decise di buttarsi dalla finestra (anziché usare il revolver il cui rumore lo avrebbe riempito di terrore) quando, aprendo il pacco postale, si ritrovò la testolina di Mr. Taylor che gli sorrideva da lontano, dalla fiera Amazzonia, con un sorriso falso e infantile che pareva dire: “Scusa, scusa, non lo faccio più.”
Traduzione di Laura Ferruta
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