Los otros / Gli altri

Fran se encontraba en su habitación cuando escuchó a su mamá llamándolo a gritos a almorzar. Suspiró: hubiese querido quedarse en esa luminosa habitación, continuar recreando, tirado en el piso con sus ejércitos de plomo, la batalla de las Termópilas. Le había tomado unos meses informarse de los pormenores de la batalla y proveerse de los mapas adecuados. Había estado encerrado allí toda la mañana, no había ido al colegio pretextando un resfrío; y era la libertad estar en sus pijamas azules y perderse en su mundo de juegos de estrategia, soldados que caían, generales que vacilaban, columnas en formación que incendiaban villorrios. Intentó ignorar los gritos, pero no por mucho rato. Cuando lo llamó su papá, debió bajar, cabizbajo, fingiendo tener la nariz congestionada para que no lo enviaran al colegio. Todavía en pijamas el jovencito. Seguro con tus soldados, ya no estás en edad. Algún día los haré desaparecer. Sentado en la mesa, papá hacía el crucigrama. Acababa de llegar de la oficina, no se había sacado la corbata. Me duele todo, papi. La nariz, la garganta. Cómo puedes tener un resfrío con este calor. Búscate una mejor excusa y charlamos. Escritor norteamericano de ciencia ficción, cuatro letras. En serio, anoche dormí con la ventana abierta y en la madrugada hizo mucho frío. No tengo idea, no sé de escritores. Igual, con ventana abierta o cerrada, no es motivo. A tu edad trabajaba a partir de las cinco de la mañana. Pero cuando uno tiene todo, se malcría. Había escuchado hasta cansarse el relato de la adolescencia sacrificada de papá, cómo el abuelo lo hacía levantarse temprano para que se hiciera cargo de los hornos en la panadería. Decía que hubiera querido criar así a sus hijos, pero su mujer se lo había impedido, consintiéndolos desde pequeños. Mamá se sentó a la mesa. Cómo te fue en el trabajo, preguntó. La respuesta fue un gruñido. Hubo otras preguntas, hubo otros gruñidos. El segundero en el reloj del comedor se movía con parsimonia, el minutero permanecía inmóvil como una espada en desuso. Fran estaba ahí, pero no estaba. Escuchaba a sus papás, pero no los escuchaba. La sopa de pollo la sentía insípida. O acaso había comenzado a creer de verdad en su resfrío. Esta tarde saldré temprano, decía su papá, que se estaba dejando crecer las patillas y tenía una expresión algo anacrónica, de guitarrista de banda de rock en los cincuenta. Voy al dentista. Las palabras lentas, las sílabas mordidas. Voy. Al. Den. Tis. Ta. Creí que habías ido ya la anterior semana, dijo su mujer sin verlo, con ese tono incrédulo que usaba ante cualquier plan de su marido. Sus lentes gruesos y su piel descuidada –archipiélagos de manchas negras en el cuello y las manos– la hacían ver más vieja de lo que era. Me sigue doliendo. Parece que me la tendrán que sacar. Papá partió el pan, y en ese momento Fran notó algo raro. Quizás era la forma en que había agarrado el pan, con la mano izquierda, él que era derecho. Continuó con la sopa, mirándolo de reojo. El ralo bigote, las ojeras que delataban las noches de póker. Fran tuvo la intuición, primero, y la certeza, después. Papá era él, y sin embargo no era él. Alguien lo reemplazaba, alguien aparentaba decir sus palabras con el mismo tono agobiado por la vida, y trataba de imitar su inimitable mirada sin lustre. ¿Mamá se habría dado cuenta de ello? Papá se levantó de la mesa y se dirigió a la cocina. Mamá, susurró Fran. ¿Qué? Papá… Se armó de valor para terminar la frase. No es el mismo. Papá no es papá. Yo también lo he notado. Hace mucho que no es el mismo. Tanto trabajo cambia a la gente. No me refería a eso, mamá. Papá… es otro. Eso también decía tu hermano cuando llegó a la adolescencia. Por eso aprovechó el menor descuido para mandarse a mudar. Para eso los criamos, para que algún día levanten vuelo. Todos los hijos son ingratos. Papá puso una cubeta de hielo sobre la mesa y regresó a su silla. Miró a Fran, y éste vio por un segundo un rostro de horror, como una máscara de plastilina que acabara de ser estrujada. Gritó, y saltó de la mesa y se dirigió corriendo a su cuarto. Papá y mamá se miraron. ¿Qué diablos le pasa esta vez? Yo levanto las manos, dijo ella. A ver si lo puedes poner en vereda. Ella siguió comiendo. El tiró una servilleta al suelo y subió las escaleras a grandes trancos, acompañado por el crujido de la madera. Tocó la puerta del cuarto de Fran. Fran escuchó los golpes como si fueran el anuncio de algo siniestro. Se puso rápidamente unos jeans sobre el pantalón del pijama. Escuchó los ladridos de Springsteen, el malhumorado boxer del vecino, y a lo lejos las campanadas de la iglesia. Escondió a sus soldados de plomo bajo la cama, abrió la ventana y, agarrándose del reborde, se dejó caer al jardín.
Esperó a Eric y Joaquín a la salida del colegio, en el kiosko de la plazuela donde solían encontrarse los recreos. Bajo un jacarandá que dejaba llover flores sin cesar, les contó, agitado, lo que ocurría. Así que tu papá no es tu papá, dijo Joaquín, el rostro incapaz de contener la proliferación de pecas. No te entiendo. Y qué vida la tuya. Te olvidaste de cambiarte la camisa del pijama. Está hablando en metáforas, dijo Eric, que usaba lentes con montura de carey y tenía los incisivos salidos. El que no siente de vez en cuando que sus papás no son sus papás, que levante la mano. Todos tenemos que desconocerlos a veces. Fran volvió a contarles todo. Daba pasos inquietos de un lado a otro, estrujaba las manos sin descanso. El sol se había instalado en el corazón del cielo, y caía como una plomada sobre la ciudad de calles vacías a la hora de la siesta. Al final,moviendo la cabeza y entre bromas, aceptaron acompañarlo de regreso a casa. Eran diez cuadras. Las cosas que uno hace por los amigos, dijo Joaquín. Tienes que dejar la bayer, dijo Eric. Saben que no tomo ni cerveza, dijo Fran. ¿Y aquella vez, viendo Tom y Jerry? La primera y la última. Llegaron y entraron con sigilo por el jardín. Springsteen volvió a la carga con sus ladridos. Se acercaron a la ventana al costado derecho. El papá de Fran leía el periódico sentado en el sofá de la sala, como si nada hubiera ocurrido. No veo nada raro, dijo Eric. Tu papá parece el mismo de siempre. Esperen, esperen. Pasó un minuto. Fran, de pronto, comenzó a enumerar las sutiles diferencias entre su papá y el que creía un impostor: la forma en que agarraba el periódico y pasaba las páginas, la manera en que doblaba una pierna sobre la otra, el ángulo en que caía un mechón de pelo negro sobre la frente. Logró que la duda se instalara en Joaquín; Eric permanecía escéptico. Mucha televisión, dijo, pasando un trapo por los vidrios de los anteojos. Yo me voy, si quieren quédense ustedes. Parece un juego, encuentre los siete errores. En ese momento, apareció la mamá de Fran; se acercó a su marido, le dio un vaso de limonada con hielo, y desapareció rumbo a la cocina. Ni se te ocurra moverte, le dijo Fran a Eric. Mi mamá corre peligro. Está allí adentro con un extraño. Quién sabe, robará la casa y la matará. Tendrás eso en tu conciencia. Quizás tu papá declaró contra la mafia, dijo Joaquín, y lo metieron en un programa de protección de testigos, y trajeron a un actor para que lo reemplace. De por ahí es un clon, dijo Eric. ¿No han visto esa mala película de Schwarzenegger? No se hagan la burla, dijo Fran. Había que hacer algo. ¿Qué? Los soldaditos de plomo debían cobrar vida; podría ordenarles que marcharan hacia la sala y atacaran al extraño. No debía imaginar tonterías. Springsteen lo estaba poniendo más nervioso aún, qué manera de ladrar, un día de estos le daría pan con vidrio molido. Joaquín sugirió entrar por la puerta de la cocina. Lo atacamos entre los tres, lo amordazamos y llamamos a la policía. Eric dijo esas cosas sólo se le pueden ocurrir a Joaquín. Amordazamos, qué palabrita. Te pasa por ver tanta televisión. Como si fuera coser y cantar. Mi papá es fuerte, dijo Fran con algo de orgullo; hace mucho que no va al gimnasio, pero igual se conserva bien. Eric sugirió que podía ir corriendo a su casa y traer un revólver, sabía dónde estaba el de su papi. ¿No que no creías? Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor. El tono de Eric era de falsa solemnidad, se dijo Fran, como cuando declamaba en las clases de literatura. No es momento para bromas. Se preguntó cómo siendo los tres tan diferentes habían terminado de mejores amigos. Acaso cada uno, a su modo, no terminaba de encontrarse en el mundillo adolescente del colegio, hecho de seres que jugaban a ser hombres en base a violencia y morbo sexual. Acaso había una explicación más práctica: a los once años, los tres habían descubierto que les fascinaba el fútbol en tapitas, y durante dos años se habían reunido casi todos los sábados por la tarde, en la sala de juegos de Joaquín, a jugarlo sobre una frazada gris que Eric había robado de su casa. Fran volvió a observar al extraño que hacía el crucigrama del periódico y recordó con nostalgia a su papá; a duras penas aguantó las lágrimas. Quizás el impostor lo había asesinado, y había tirado el cadáver al río con una piedra maciza amarrada a los pies. No volvería a verlo más. Era cierto, no se llevaban bien, papá era tan hosco, tan poco dado a muestras de cariño. No había sido siempre así. Fue él el que le regaló los primeros soldaditos de plomo, a manera de sobornarlo para que fuera al colegio esa primera, traumática, lluviosa semana. Con él fue de niño al estadio todos los domingos, a ver mediocres partidos de fútbol. En el entretiempo, comían sandwiches de carne con chorrellana. Esos días no volverían. Después de una breve discusión, acordaron ir juntos a casa de Eric. Irían en micro, sería más rápido. Fueron corriendo a la parada, a una cuadra y media. A lo lejos, se volvieron a escuchar las campanas de la iglesia. Fran deseaba que el micro avanzara más rápido. El chofer escuchaba música clásica y paraba en cada esquina; el bus se iba llenando de gente: oficinistas gesticulantes, colegiales de mala traza, secretarias sin sonrisas. ¿De dónde salía tanta gente? Sus amigos charlaban en el asiento delantero y lo miraban de reojo. Acaso lo creían un ser patético y sólo le estaban siguiendo la corriente. Era difícil culparlos, después de todo. Ellos no habían sentido lo que él a la hora del almuerzo, al ver que detrás de la cara tranquila de papá se escondía una cara de horror, y que la máscara caía apenas un segundo para revelarle a él la verdad, si tenía los ojos para verla. La había visto, y por eso se había salvado; mamá no, y por eso, si seguían demorándose, la aguardaba un fin atroz. Nos bajamos en la próxima esquina, dijo Eric abriendo la boca más de la cuenta, mostrándole sus dientes amarillentos. Y Fran, de pronto, comprendió todo. Por eso Eric había querido ir solo a traer el revólver. Y todo su escepticismo había sido una actuación. Porque el Eric que conocía no tenía todos los dientes amarillentos; un molar en el lado superior izquierdo era negro, gracias a un puente que le habían puesto hacía un par de años. No podía estar equivocado, lo veía todos los días en el colegio. Eric se levantó de su asiento, Joaquín hizo lo propio. Fran notó que Joaquín se levantaba dando primero un paso hacia adelante con el pie derecho, y no con el izquierdo, como recordaba que lo hacía, como creía recordar que lo hacía. ¿Vienes o qué?, preguntó Eric. Ese timbre de voz no era el de Eric. Una ligera diferencia, pero la suficiente para su oído aguzado. Momentos antes no se había dado cuenta de ello. La rutina de la realidad era tan fuerte que a veces era imposible notar cambios leves, trastornos en el orden de las cosas. Ahora sí, Fran estaba seguro de que, como su papá, Eric y Joaquín eran otros, unos impostores. Se aferró al reborde metálico del asiento delantero, trató de ganar unos segundos mientras discurría su próxima movida. Miró al chofer, a las secretarias, a los oficinistas, a los colegiales en torno suyo. Sospechó con pavor que todos eran otros. En la ventana se apoyaban las montañas en el oeste, teñidas de un resplandor entre púrpura y anaranjado. Fran se dio la vuelta y corrió hacia la puerta trasera; el micro se hallaba todavía en movimiento; saltó y cayó pesadamente, golpeándose contra el pavimento. El micro se detuvo. Fran se incorporó a duras penas. Dio unos pasos vacilantes, luego comenzó a correr antes de que la gente descendiera del micro. Le dolía todo el cuerpo, pero aún así siguió corriendo. Sentía que lo seguían, creía sentir que lo seguían; percibía el golpeteo apurado de unos pasos en el pavimento de la calle. No volteó la cabeza para mirar si era así. Con la respiración acezante, se dijo que debía llegar al lugar al que habían llevado a todos los que estaban en la ciudad antes de que llegaran los otros. O al lugar al que se habían fugado todos los que estaban en la ciudad antes de que llegaran los otros. No sabía dónde se hallaba ese lugar, pero estaba seguro de que existía. Cruzó un puente. Debía seguir corriendo.
Fran si trovava nella sua stanza quando sentì sua mamma che lo chiamava a pranzo gridando. Sospirò: avrebbe voluto rimanere in quella stanza luminosa, continuare a ricreare, sdraiato sul pavimento con i suoi eserciti di piombo, la battaglia delle  Termopili. Gli erano occorsi dei mesi per informarsi sui dettagli della battaglia e procurarsi la mappe appropriate.  Era stato chiuso lì dentro tutta la mattina, non era andato a scuola col pretesto di un raffreddore; ed era vera libertà starsene col pigiama azzurro e perdersi nel suo mondo di giochi di strategia, soldati che cadevano, generali che vacillavano, colonne in formazione che incendiavano paesucoli. Tentò di ignorare le grida, ma non per molto. Quando lo chiamò suo papà, dovette scendere, a capo chino, fingendo di avere il naso congestionato perché non lo mandassero a scuola. Ancora in pigiama il giovanotto. Sicuramente con i tuoi soldati, non hai più l’età. Un qualche giorno li farò sparire. Seduto a tavola, papà faceva il cruciverba. Era appena tornato dall’ufficio, non si era tolto la cravatta. Mi fa male tutto, papi. Il naso, la gola. Come puoi avere un raffreddore con questo caldo. Cercati una scusa migliore e chiaccheriamo. Scrittore nordamericano di fantascienza, quattro lettere. Sul serio, stanotte ho dormito con la finestra aperta e all’alba ha fatto molto freddo. Non ne ho idea,  non ne so di scrittori. Lo stesso, con finestra aperta o chiusa, non c’è motivo. Alla tua età lavoravo a partire dalle cinque del mattino. Ma quando uno ha tutto, diventa viziato. Avevo ascoltato  fino a stancarmi il racconto dell’adolescenza sacrificata di papà, di come il nonno lo faceva alzare presto perché si occupasse dei forni nella panetteria. Diceva che avrebbe voluto allevare così i suoi figli, ma sua moglie glielo aveva impedito, viziandoli fin da piccoli. Mamma si sedette al tavolo. Come ti è andata al lavoro, domandò. La risposta fu un grugnito. Ci furono altre domande, ci furono altri grugniti. La lancetta dei secondi dell’orologio della stanza da pranzo si muoveva con parsimonia, la lancetta dei minuti rimaneva immobile come una spada in disuso. Fran era lì, ma non era lì. Ascoltava i suoi genitori, ma non li ascoltava. La minestra di pollo la trovava insipida. O forse aveva cominciato a credere davvero al suo raffreddore. Stasera uscirò presto, diceva suo papà, che stava lasciandosi crescere le basette e aveva un ‘espressione un po’ anacronistica, da chitarrista di gruppo rock degli anni cinquanta. Vado dal dentista. Le parole lente, le sillabe morbide. Vado. Dal. Den. Tis. Ta. Credevo che fossi già andato la settimana passata, disse sua moglie senza vederlo, con quel tono incredulo che usava di fronte a qualunque progetto di suo marito. I suoi occhiali spessi e la sua pelle trascurata – arcipelaghi di macchie nere sul collo e sulle mani – la facevano apparire più vecchia di quanto fosse. Continua a farmi male. Sembra che dovranno togliermelo. Papà spezzò il pane, e in quel momento Fran notò qualcosa di strano. Forse era il modo in cui aveva afferrato il pane, con la mano sinistra, lui che era destrimano. Continuò con la minestra, guardandolo di sbieco. I baffi radi, le occhiaie che  rivelavano le notti al poker. Fran ebbe l’intuizione, prima, e la certezza, poi. Papà era lui, e tuttavia non era lui. Qualcuno lo sostituiva, qualcuno fingeva di dire le sue parole con lo stesso tono stressato dalla vita, e tentava di imitare il suo inimitabile sguardo senza lucentezza. Mamma se ne sarebbe resa conto?  Papà si alzò dal tavolo e si diresse in cucina. Mamma, sussurrò Fran. Cosa? Papà… Si armò di coraggio per terminare la frase. Non è lo stesso. Papà non è papà. Anche io l’ho notato. Da molto tempo non è lo stesso. Tanto lavoro cambia la gente. Non mi riferivo a questo, mamma. Papà … è un altro. Anche tuo fratello diceva questo quando arrivò all’adolescenza. Per questo approfittò della minima occasione per andarsene. Per questo li alleviamo, perché un giorno prendano il volo. Tutti i figli sono ingrati. Papà mise un cubetto di ghiaccio sulla tavola e tornò alla sua sedia. Guardò Fran, e questi vide per un secondo un viso d’orrore, come una maschera di plastilina che era stata appena compressa. Gridò, e si alzò dalla tavola e si diresse correndo alla sua camera. Papà e mamma si guardarono. Che diavolo gli passa questa volta? Io alzo le mani, disse lei. Vediamo se riesci a metterlo in riga. Lei continuò a mangiare. Lui gettò un tovagliolo al suolo e salì le scale  a grandi passi, accompagnato dallo scricchiolio del legno. Bussò alla porta della camera di Fran. Fran ascoltò i colpi  come se fossero l’annuncio di qualcosa di sinistro. Si mise rapidamente dei jeans sopra i pantaloni del pigiama. Ascoltò i latrati di Springsteen, il boxer dal cattivo carattere del vicino, e in lontananza le campane della chiesa. Nascose i suoi soldatini di piombo sotto il letto, aprì la finestra, e, afferrandosi al bordo, si lasciò cadere nel giardino.
Aspettò Eric e Joaquin all’uscita della scuola, nel chiosco della piazzetta dove erano soliti incontrarsi alla ricreazione. Sotto una jacaranda che lasciava continuamente  piovere fiori, contò loro, agitato, ciò che stava succedendo. Così tuo papà non è tuo papà, disse Joaquin, col viso incapace di contenere la proliferazione di lentiggini. Non ti capisco. E che vita la tua. Ti sei dimenticato di cambiare la giacca del pigiama. Stai parlando per metafore, disse Eric, che usava occhiali con montatura di tartaruga e che aveva gli incisivi sporgenti. Colui che non sente ogni tanto che i suoi genitori non sono i suoi genitori, alzi la mano. Tutti dobbiamo rinnegarli a volte. Fran gli raccontò di nuovo tutto. Faceva passi agitati da un lato all’altro, si torceva le mani senza posa. Il sole si era installato nel centro del cielo, e cadeva come un’ atmosfera di piombo sopra la città di strade vuote all’ora della siesta. Alla fine, muovendo la testa e facendo battute, accettarono di accompagnarlo nel ritorno a casa. Erano dieci isolati. Le cose che uno non fa per gli amici, disse Joaquin. Devi lasciare la bayer, disse Eric. Sapete che non prendo neanche la birra, disse Fran. E quella volta, guardando Tom e Jerry? La prima e l’ultima.  Arrivarono ed entrarono con cautela attraverso il giardino. Springsteen  tornò alla carica con i suoi latrati. Si avvicinarono alla  finestra sul lato destro. Il papà di Fran leggeva il giornale seduto sul sofà della sala, come se nulla fosse successo. Non vedo niente di strano, disse Eric.  Tuo papà sembra lo stesso di sempre. Aspettate, aspettate. Passò un minuto. Fran, improvvisamente, cominciò a elencare le sottili differenze tra suo papà e quello che credeva un impostore: il modo in cui afferrava il giornale e girava le pagine, la maniera in cui accavallava una gamba sopra l’altra, l’angolo con  cui cadeva un ciuffo di capelli neri sopra le fronte. Riuscì a installare dubbi in Joaquin; Eric rimaneva scettico. Molta televisione, disse, passando uno straccio sulle lenti degli occhiali. Io me ne vado, se volete rimanete voi. Sembra un gioco, trova i sette errori. In quel momento comparve la mamma di Fran; si avvicinò a suo marito, gli diede un bicchiere di limonata con ghiaccio, e scomparve in direzione della cucina. Non ti venga in mente di muoverti, disse Fran a Eric. Mia mamma corre pericolo. E’ lì dentro con un estraneo.  Chissà, ruberà in casa e l’ammazzerà. Lo avrai sulla coscienza.  Forse tuo papà ha testimoniato contro la mafia, disse Joaquin, e lo hanno messo in un programma di protezione di testimoni, e hanno portato un attore che lo sostituisca. Là fuori è un clone, disse Eric. Non avete visto quel brutto film di Schwarzenegger? Non scherzate, disse Fran. Bisognava fare qualcosa. Cosa? I soldatini di piombo dovevano prendere vita; avrebbe potuto ordinare loro di marciare verso la sala e attaccare l’estraneo. Non doveva immaginare sciocchezze. Springsteen lo stava rendendo ancora più nervoso, che modo di latrare, un giorno di questi gli avrebbe dato pane con vetro macinato. Joaquin suggerì di entrare dalla porta della cucina. Lo attacchiamo in tre, lo imbavagliamo, e chiamiamo la polizia. Eric disse queste cose possono capitare solo a Joaquin. Imbavagliamo, che parolina. Ti viene guardando tanta televisione. Come se fosse cucire e cantare. Il mio papà è forte, disse Fran con un certo orgoglio; da tempo non va in  palestra, però lo stesso si conserva bene. Eric suggerì che poteva andare di corsa a casa sua e portare un revolver, sapeva dov’era quello di suo papà. Non ci credevi? Fra il dolore e il nulla, preferisco il dolore. Il tono di Eric era di falsa solennità, si disse Fran, come quando declamava alle lezioni di letteratura. Non è il momento di scherzare. Si chiese come mai, essendo loro tre tanto diversi, avevano finito col diventare ottimi amici. Forse ciascuno, a modo suo, non si sentiva a suo agio nel piccolo mondo adolescente della scuola, fatto di esseri che giocavano a essere uomini sulla base di violenza e attrazione sessuale. Forse c’era una spiegazione più pratica: a undici anni, i tre avevano scoperto che il futbol con i coperchi  li affascinava, e per due anni si erano riuniti quasi ogni sabato pomeriggio, nella sala da giochi di Joaquin, a giocarlo sopra la coperta grigia che Eric aveva rubato da casa sua.  Fran di nuovo osservò l’estraneo che  faceva il cruciverba del giornale e ricordò con nostalgia suo papà; a fatica trattenne le lacrime. Forse l’impostore l’aveva assassinato, e aveva gettato il cadavere nel fiume con una pietra massiccia legata ai piedi. Non l’avrebbe più visto. Era vero, non andavano d’accordo, papà era tanto duro, così poco portato a dimostrazioni di affetto.  Non era stato sempre così. Fu lui che gli regalò i primi soldatini di piombo, così da indurlo ad andare a scuola quella prima, traumatica piovosa settimana. Con lui era andato da bambino allo stadio tutte le domeniche, a vedere mediocri partite di calcio. Nell’intervallo mangiavano panini di carne con chorrellana. Quei giorni non sarebbero tornati. Dopo una breve discussione, si accordarono di andare insieme a casa di Eric. Sarebbero andati col bus, sarebbe stato più rapido. Andarono di corsa alla fermata, a un isolato e mezzo da lì. In lontananza,  si voltarono ad ascoltare le campane della chiesa. Fran desiderava che il bus andasse più veloce.  L’autista ascoltava musica  classica e si fermava ad ogni angolo di strada; il bus si andava riempiendo di gente: impiegati gesticolanti, scolari di brutto aspetto, segretarie senza sorriso. Da dove usciva tanta gente? I suoi amici conversavano sul sedile anteriore e lo guardavano di sbieco. Forse lo credevano un essere patetico e stavano solo seguendo la corrente.  Era difficile fargliene colpa dopo tutto. Loro non avevano sentito ciò che aveva sentito lui all’ora di pranzo, visto che dietro la faccia tranquilla di papà si nascondeva un viso di orrore, e che la maschera cadeva per appena un secondo per rivelare a lui la realtà, se aveva gli occhi per vederla. L’aveva vista, e per ciò si era salvato; la mamma no, per ciò l’aspettava una fine atroce, se continuavano a far tardi. Scendiamo al prossimo incrocio, disse Eric aprendo la bocca più del necessario, mostrandogli  i suoi denti giallastri. E Fran, improvvisamente, comprese tutto. Per questo Eric aveva voluto andare da solo a prendere il revolver. E tutto il suo scetticismo era stato una recita. Perché l’Eric che conosceva non aveva tutti i denti giallastri; un molare nel lato superiore sinistro era nero, grazie a un  ponte che gli avevano messo un paio di anni fa. Non poteva sbagliarsi, lo vedeva tutti i giorni a scuola. Eric si alzò dal sedile, Joaquin fece lo stesso.  Fran notò che Joaquin si alzava facendo prima un  passo in avanti con il piede destro, e non con il sinistro, come ricordava che faceva, come credeva di ricordare che faceva. Vieni o no? domandò Eric. Quel timbro di voce non era quello di Eric. Un leggera differenza, però sufficiente per il suo udito acuto. Qualche momento prima non si era reso conto di ciò. La routine della realtà era tanto forte che talvolta era impossibile notare cambi lievi, alterazioni nell’ordine delle cose. Ora sì, Fran era sicuro che, come suo papà, Eric e Joaquin erano altri, degli impostori. Si afferrò al bordo metallico del sedile davanti, cercò di guadagnare alcuni secondi mentre rifletteva sulla sua prossima mossa. Guardò l’autista, le segretarie, gli impiegati, gli scolari  intorno a lui. Sospettò con terrore che tutti fossero altri. Nel finestrino si profilavano le montagne ad ovest, tinte di uno splendore tra il porpora e l’arancione. Fran si girò e corse verso la porta posteriore; il bus era ancora in movimento; saltò e cadde pesantemente,  picchiando contro il pavimento. Il bus si fermò. Fran si rialzò con fatica. Fece alcuni passi vacillando, poi cominciò a correre prima che la gente discendesse dal bus. Gli faceva male tutto il corpo, ma comunque continuò a correre. Sentiva che lo seguivano, credeva di sentire che lo seguivano; percepiva il calpestio affrettato di passi sul pavimento della strada. Non girò la testa  per vedere se era così. Con il respiro ansimante, si disse che doveva arrivare al luogo dove avevano portato tutti quelli che erano in città prima che arrivassero gli altri. Non sapeva dove si trovasse questo posto, ma era sicuro che esisteva. Attraversò un ponte. Doveva continuare a correre.

Traduzione di Laura Ferruta

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La puerta cerrada / La porta chiusa

Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador. El cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido negro y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella y la consolé diciéndole que no se preocupara, que estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar a unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.
Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.
Terminammo di seppellire papà. Fu una cerimonia grandiosa: sotto un cielo azzurro disseminato di fili d’argento, nella calda sera di quell’opprimente estate. Il parroco celebrò una messa commovente di fronte alla lussuosa bara di mogano e, mentre ci rinfrescava tutti con acqua benedetta, ci convinse una volta di più che la vera vita comincia dopo questa. Personalità del posto lasciarono ghirlande di fiori freschi ai piedi della bara, e asciugandosi la faccia con fazzoletti profumati, pronunciarono discorsi noiosi, sottolineando quanto buono e generoso era stato papà con i vicini, l’esempio di amore e di abnegazione che era stato per la sua sposa e per i suoi figli, le innumerevoli cose che aveva fatto per lo sviluppo della città. Una banda suonò “La media vuelta”, il bolero preferito di papà: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamma piangeva, i fratelli di papà piangevano. Solo mia sorella non piangeva. Aveva un gelsomino in mano e lo odorava con aria assente. Col suo vestito nero e la lunga capigliatura castana raccolta in uno chignon, era la sobrietà personificata.
Ma ieri mattina Maria aveva un aspetto molto diverso.
Io la vidi, attraverso la porta semiaperta della sua stanza, impugnare il coltello per macellare i maiali con quella mano che ora stringe un gelsomino, e ficcarlo con rabbia ripetutamente nello stomaco di papà, finché i suoi visceri cominciarono a saltar fuori e lui crollò al suolo.  Poi, Maria fece alcuni passi come sonnambula, si diresse a tastoni verso il letto, vi si gettò sopra, ancora con il coltello in mano, pianse come piangono i bambini, con tanta angoscia e disperazione che uno crede che abbiano visto un fantasma.  Questa fu l’unica volta che l’ho vista piangere.  Mi avvicinai e la consolai dicendole di non preoccuparsi, che sarei stato lì a proteggerla. Le tolsi il coltello e andai a buttarlo nel fiume.
Maria ammazzò papà perché lui non  rispettò mai la porta chiusa. Lui entrava  nella sua camera quando mamma andava al mercato la mattina, o a volte la sera, quando mamma andava a far visita alle sue amiche, o la notte, dopo essersi assicurato che mamma fosse profondamente addormentata. Dalla mia stanza, io li udivo. Udivo che lei gli diceva che la porta della sua stanza era chiusa per lui, che la disturbava che lui continuasse a non rispettare questa decisione. Così accadde quello che accadde. Maria, poco a poco, andò armandosi di coraggio, fino a che, un giorno, il coltello per macellare i maiali si trasformò nell’unica opzione.
Questa è una città piccola, e qui tutto, presto o tardi, si viene a sapere. Forse tutti, nel cimitero, già sapevano ciò che io so, ma forse, per quelle forme strane ma obbligate che abbiamo di comportarci in società, dovevano comportarsi  come se non lo sapessero. Forse mamma, mentre piangeva, si sentiva finalmente liberata da un peso enorme, e i personaggi importanti, mentre elogiavano l’uomo che fu mio padre, si sentivano sollevati dal fatto di averlo finalmente un metro sotto terra, e il parroco, mentre prometteva il cielo, pensava all’inferno per quella fragile carne nella bara di mogano.
Forse tutti gli abitanti della città sanno ciò che io so, o più, o meno. Forse. Ma non potrò saperlo con sicurezza finché non parleranno. E la cosa più probabile è che lo facciano solo dopo che a qualche ubriaco capiti di aprir bocca.  Qualcuno sarà il primo a parlare, ma non sarò io quello, perché non voglio rivelare ciò che so. Non voglio che Maria, di ritorno a casa con mamma e con me, mordendo il gelsomino e con la fronte umida  dal calore di questa estate che non ci dà respiro,  decida, come ha fatto con papà,  di chiudermi la porta della sua camera.

Traduzione di Laura Ferruta

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