A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría ocultarle esta deserción, pero callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo viraje de mi espíritu, que se resuelve en el propósito final de no volver a contarme entre los espectadores de una película suya.
Esta tarde, más bien, esta noche, usted me destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un hombre hecho pedazos. ¿Se da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la pantalla de todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus peores actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre de usted aunque el simple anuncio de Fruto Prohibido haga vacilar su decisión. Lo ve usted, sigo siendo un hombre que depende de una sombra engañosa.
Sentado en una cómoda butaca, fui uno de tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de pronto se sintió atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui realmente yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano fraterna se ha extendido para estrechar la mía. Cuando usted destrozaba tranquilamente mi corazón en la pantalla, todos se sentían inflamados y fieles. Hasta hubo una canalla que rió descaradamente, mientras yo la veía desfallecer en brazos de ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la degradación humana.
Y un hombre que pierde de golpe todos sus ideales ¿no cuenta para nada, señorita?
Dirá usted que soy un soñador, un excéntrico, uno de esos aerolitos que caen sobre la tierra al margen de todo cálculo. Prescinda usted de cualquiera de sus hipótesis, el que la está juzgando soy yo, y hágame el favor de ser más responsable de sus actos, y antes de firmar un contrato o de aceptar un compañero estelar, piense que un hombre como yo puede contarse entre el público futuro y recibir un golpe mortal. No hablo movido por los celos, pero créame usted: en Esclavas del Deseo fue besada, acariciada y agredida con exceso. No sé si mi memoria exagera, pero en la escena del cabaret no tenía usted por qué entreabrir de esa manera sus labios, desatar sus cabellos sobre los hombros y tolerar los procaces ademanes de aquel marinero, que sale bostezando, después de sumergirla en el lecho del desdoro y abandonarla como una embarcación que hace agua.
Yo sé que los actores se deben a su público, que pierden en cierto modo su libre albedrío y que se hallan a la merced de los caprichos de un director perverso; sé también que están obligados a seguir punto por punto todas las deficiencias y las falacias del texto que deben interpretar, pero déjeme decirle que a todo el mundo le queda, en el peor de los casos, un mínimo de iniciativa, una brizna de libertad que usted no pudo o no quiso aprovechar.
Si se tomara la molestia, usted podría alegar en su defensa que desde su primera irrupción en el celuloide aparecieron algunos de los rasgos de conducta que ahora le reprocho. Es verdad; y admito avergonzado que ningún derecho ampara mis querellas. Yo acepté amarla tal como es. Perdón, tal como creía que era. Como todos los desengañados, maldigo el día en que uní mi vida a su destino cinematográfico. Y conste que la acepté toda opaca y principiante, cuando nadie la conocía y le dieron aquel papelito de trotacalles con las medias chuecas y los tacones carcomidos, papel que ninguna mujer decente habría sido capaz de aceptar. Y sin embargo, yo la perdoné, y en aquella sala indiferente y llena de mugre saludé la aparición de una estrella. Yo fui su descubridor, el único que supo asomarse a su alma, entonces inmaculada, pese a su bolsa arruinada y a vueltas de carnero. Por lo que más quiera en la vida, perdóneme este brusco arrebato.
Se le cayó la máscara, señorita. Me he dado cuenta de la vileza de su engaño. Usted no es la criatura de delicias, la paloma frágil y tierna a la que yo estaba acostumbrado, la golondrina de inocentes revueltos, el rostro perdido entre gorgueras de encaje que yo soñé, sino una mala mujer hecha y derecha, un despojo de la humanidad, novelera en el peor sentido de la palabra. De ahora en adelante, muy estimada señorita, usted irá por su camino y yo por mío. Ande, ande usted, siga trotando por las calles, que yo ya me caí como una rata en una alcantarilla. Y conste que lo de señorita se lo digo porque a pesar de los golpes que me ha dado la vida sigo siendo un caballero. Mi viejita santa me inculcó en lo más hondo el guardar siempre las apariencias. Las imágenes se detienen y mi vida también. Así es que… señorita. Tómelo usted, si quiere, como una desesperada ironía.
Yo la había visto prodigar besos y recibir caricias en cientos de películas, pero antes, usted no alojaba a su dichoso compañero en el espíritu. Besaba usted sencillamente como todas las buenas actrices: como se besa a un muñeco de cartón. Porque, sépalo usted de una vez por todas, la única sensualidad que vale la pena es la que se nos da envuelta en alma, porque el alma envuelve entonces nuestro cuerpo, como la piel de la uva comprime la pulpa, la corteza guarda al zumo. Antes, sus escenas de amor no me alteraban, porque siempre había en usted un rasgo de dignidad profanada, porque percibía siempre un íntimo rechazo, una falla en el último momento que rescataba mi angustia y consolaba mi lamento. Pero en La Rabia en el Cuerpo con los ojos húmedos de amor, usted volvió hacia mí su rostro verdadero, ese que no quiero ver nunca más. Confiéselo de una vez: usted está realmente enamorada de ese malvado, de ese comiquillo de segunda, ¿no es cierto? ¿Se atrevería a negarlo impunemente? Por lo menos todas las palabras, todas las promesas que le hizo, eran auténticas, y cada uno de sus gestos, estaban respaldados en la firme decisión de un espíritu entregado. ¿Por qué ha jugado conmigo como juegan todas? ¿Por qué me ha engañado usted como engañan todas las mujeres, a base de máscaras sucesivas y distintas? ¿Por qué no me enseñó desde el principio, de una vez, el rostro que ahora me atormenta?
Mi drama es casi metafísico y no le encuentro posible desenlace. Estoy solo en la noche de mi desvarío. Bueno, debo confesar que mi esposa todo lo comprende y que a veces comparte mi consternación. Estábamos gozando aún de los deliquios y la dulzura propia de los recién casados cuando acudimos inermes a su primera película. ¿Todavía la guarda usted en su memoria? Aquélla del buzo atlético y estúpido que se fue al fondo del mar, por culpa suya, con todo y escafandra. Yo salí del cine completamente trastornado, y habría sido una vana pretensión el ocultárselo a mi mujer. Ella, por lo demás, estuvo completamente de mi parte; y hubo de admitir que sus deshabillés son realmente espléndidos. No tuvo inconveniente en acompañarme otras seis veces, creyendo de buena fe que la rutina rompería el encanto. Pero ¡ay! Las cosas fueron empeorando a medida que se estrenaban sus películas. Nuestro presupuesto hogareño tuvo que sufrir importantes modificaciones a fin de permitirnos frecuentar las pantallas unas tres veces de semana. Está por demás decir que después de cada sesión cinematográfica pasábamos el resto de la noche discutiendo. Sin embargo, mi compañera no se inmutaba. Al fin y al cabo, usted no era más que una sombra indefensa, una silueta de dos dimensiones, sujeta a las deficiencias de la luz. Y mi mujer aceptó buenamente tener como rival a un fantasma cuyas apariciones podían controlarse a voluntad, pero no desaprovechaba la oportunidad de reírse a costa de usted y de mí. Recuerdo su regocijo aquella noche fatal en que, debido a un desajuste fotoeléctrico, usted habló durante diez minutos con voz inhumana, de robot casi, que iba del falsete al bajo profundo … . A propósito de su voz, sepa usted que me puse a estudiar el francés porque no podía conformarme con el resumen de los títulos en español, aberrantes e incoloros. Aprendí a descifrar el sonido melodioso de su voz, y con ello vino el flagelo de entender a fuerza mía algunas frases vulgares, la comprensión de ciertas palabras a usted me resultaron intolerables. Deploré aquellos tiempos en que llegaban a mí, atenuadas por pudibundas traducciones; ahora, las recibo como bofetadas.
Lo más grave del caso es que mi mujer está dando inquietantes muestras de mal humor. Las alusiones a usted, y a su conducta en la pantalla, son cada vez más frecuentes y feroces. Últimamente ha concentrado sus ataques en la ropa interior y dice que estoy hablándole en balde a una mujer sin fondo. Y hablando sinceramente, aquí entre nosotros ¿a qué viene toda esa profusión de infames transparencias, ese derroche de íntimas prendas de tenebroso acetato? Si yo lo único que quiero hallar en usted es ese chispita triste y amarga que ayer había en sus ojos… . Pero volvamos a mi mujer. Hace visajes y la imita. Me arremeda a mí también. Repite burlona algunas de mis quejas más lastimeras. “Los besos que me duelen en Qué me duras, me están ardiendo como quemaduras”.
Dondequiera que estemos se complace en recordarla, dice que debemos afrontar este problema desde un ángulo puramente racional, con todos los adelantos de la ciencia y echa mano de argumentos absurdos pero contundentes. Alega, nada menos, que usted es irreal y que ella es una mujer concreta. Y a fuerza de demonstrármelo está acabando una por una con mis ilusiones. No sé qué va a ser de mí si resulta cierto lo que aquí se rumora, que usted va a venir a filmar una película y honrará a nuestro país con su visita. Por amor de Dios, por lo más sagrado, quédese en su patria, señorita.
Sí, no quiero volver a verla, porque cada vez que la música cede poco a poco y los hechos se van borrando en la pantalla, yo soy un hombre anonadado. Me refiero a la barrera mortal de esas tres letras crueles que ponen fin a la modesta felicidad de mis noches de amor, a dos pesos la luneta. He ido desechando poco a poco el deseo de quedarme a vivir con usted en la película y ya no muero de pena cuando tengo que salir del cine remolcado por mi mujer que tiene la mala costumbre de ponerse de pie al primer síntoma de que el último rollo se está acabando.
Señorita, la dejo. No le pido siquiera un autógrafo, porque si llegara a enviármelo yo sería capaz de olvidar su traición imperdonable. Reciba esta carta como el homenaje final de un espíritu arruinado y perdóneme por haberla incluido entre mis sueños. Sí, he soñado con usted más de una noche, y nada tengo que envidiar a esos galanes de ocasión que cobran un sueldo por estrecharla en sus brazos y que la seducen con palabras prestadas.
Créame sinceramente su servidor.
PD: Olvidaba decirle que escribo tras las rejas de la cárcel. Esta carta no habría llegado nunca a sus manos si yo no tuviera el temor de que el mundo le diera noticias erróneas acerca de mí. Porque los periódicos, que siempre falsean los hechos, están abusando aquí de este suceso ridículo: “Ayer por la noche, un desconocido, tal vez en estado de ebriedad o perturbado de sus facultades mentales, interrumpió la proyección de Esclavas del Deseo en su punto más emocionante, cuando desgarró la pantalla del Cine Prado al clavar un cuchillo en el pecho de Francoise Arnoul. A pesar de la obscuridad, tres espectadoras vieron cómo el maniático corría hacia la actriz con el cuchillo en alto y se pusieron de pie para examinarlo de cerca y poder reconocerlo a la hora de la consignación. Fue fácil porque el individuo se desplomó una vez consumado el acto”. Sé que es imposible, pero daría lo que no tengo con tal de que usted conservara para siempre en su pecho, el recuerdo de esa puñalada.
A partire da oggi, lei deve cancellare il mio nome dalla lista dei suoi ammiratori. Forse converrebbe nasconderle questa diserzione, ma tacendo andrei contro un’integrità personale che mai ha eluso le esigenze della verità. Allontanandomi da lei io eseguo un svolta profonda del mio spirito che si risolve nel proposito finale di non annoverarmi più tra gli spettatori di un suo film.
Questa sera, o meglio, questa notte, lei mi ha distrutto. Ignoro se le interessi saperlo, ma sono un uomo a pezzi. Lei se ne rende conto? Sono un ammiratore appassionato che seguiva la sua immagine sullo schermo di tutti i cinema di prima visione e di periferia, un critico innamorato che ha giustificato le sue peggiori recitazioni morali e che ora giura in ginocchio di separarsi per sempre da lei, anche se il semplice annuncio di Frutto Proibito fa vacillare la sua decisione. Lo vede, continuo ad essere un uomo che dipende da un’ombra ingannevole.
Seduto in una comoda poltrona, sono stato uno dei tanti, un essere perduto nell’anonima oscurità, che improvvisamente si è sentito intrappolato in una tristezza individuale, amara e senza uscita. Allora sono stato veramente io, il solitario che soffre e che le scrive. Perché nessuna mano fraterna si è tesa per stringere la mia. Quando lei spezzava tranquillamente il mio cuore sullo schermo, tutti si sentivano infiammati e fedeli. Ci fu persino un furfante che rise sfrontatamente mentre io la vedevo venir meno tra le braccia di quell’abominevole bellimbusto che la condusse al punto estremo della degradazione umana.
E un uomo che perde improvvisamente tutti i suoi ideali non conta nulla, signorina? Lei dirà che sono un sognatore, un eccentrico, uno di quei meteoriti che cadono sulla terra al di fuori di ogni calcolo. Prescinda da qualsiasi delle sue ipotesi, sono io quello che la sta giudicando, e mi faccia il favore di essere più responsabile dei suoi atti, e prima di firmare un contratto o di accettare un compagno straordinario, pensi che un uomo come me può annoverarsi tra il futuro pubblico e ricevere un colpo mortale. Non parlo spinto dalla gelosia, però mi creda: in Schiave del Desiderio è stata baciata, accarezzata e aggredita troppo. Non so se la mia memoria esagera, ma nella scena del cabaret lei non era tenuta a socchiudere in quella maniera le labbra, a sciogliere i capelli sulle spalle e a tollerare i gesti procaci di quel marinaio che esce sbadigliando, dopo averla sprofondata nel letto del disonore e abbandonata come un’imbarcazione che fa acqua.
So che gli attori devono molto al loro pubblico, che perdono in un certo modo il loro libero arbitrio e che si trovano alla mercé dei capricci di un regista perverso; so anche che sono obbligati a seguire punto per punto tutte le deficienze e le fallacie del testo che devono interpretare, però lasci che le dica che a tutti rimane, nel peggiore dei casi, un minimo di iniziativa, un filo di libertà di cui lei non ha saputo o voluto approfittare.
Se si prendesse la briga, lei potrebbe addurre a sua difesa il fatto che fin dalla sua prima irruzione nella celluloide comparvero alcuni dei tratti comportamentali che ora le rimprovero. E’ la verità; e ammetto con vergogna che nessun diritto appoggia i miei reclami. Ho accettato di amarla così come è. Chiedo scusa, così come credevo che fosse. Come tutti i disillusi, maledico il giorno in cui unii la mia vita al suo destino cinematografico. E sappia che la accettai opaca e principiante, quando nessuno la conosceva e le diedero quel ruolo di vagabonda con le calze storte e i tacchi marci, ruolo che nessuna donna decente sarebbe stata capace di accettare. E tuttavia io la perdonai, e in quella sala indifferente e piena di sporcizia salutai l’apparizione di una stella. Io fui il suo scopritore, l’unico che seppe affacciarsi alla sua anima, allora immacolata, nonostante la sua borsa consumata e a vueltas de carnero. In nome di ciò che più ama nella vita, mi perdoni questo brusco attacco.
Le è caduta la maschera, signorina. Mi sono reso conto della viltà del suo inganno. Lei non è la creatura di delizie, la colomba fragile e tenera alla quale io ero abituato, la rondine de inocentes revueltos, il viso perduto dentro gorgiere di pizzo che io ho sognato, ma una donna malvagia a tutti gli effetti, un avanzo dell’umanità, ciarlatana nel peggior senso della parola. D’ora in poi, stimatissima signorina, lei andrà per la sua strada e io per la mia. Vada, vada, continui a trottare per le strade, che io sono già caduto, caduto come un topo in una fogna. E sappia che ‘signorina’ glielo dico perché nonostante i colpi che mi ha dato la vita io sono sempre un signore. La mia vecchietta santa mi ha inculcato nel più profondo il concetto di salvare sempre le apparenze. Le immagini rimangono, e la mia vita pure. Così è … signorina. Lo prenda, se vuole, come un’ironia disperata.
Io l’avevo vista elargire baci e ricevere carezze in centinaia di film, ma in passato lei non ospitava il suo felice compagno nello spirito. Lei baciava semplicemente come tutte le buone attrici: come si bacia un pupazzo di cartone. Perché, lo sappia una volta per tutte, l’unica sensualità che valga la pena è quella che si dà avvolta nell’anima, perché l’anima avvolge il nostro corpo, come la pelle dell’uva comprime la polpa, la buccia conserva il succo. In passato le sue scene d’amore non mi alteravano, perché c’era sempre in lei un tratto di dignità profanata, perché percepivo sempre un intimo rifiuto, una falla all’ultimo momento che riscattava la mia angoscia e consolava il mio lamento. Ma in La Rabbia in Corpo con gli occhi umidi di amore, lei ha rivolto verso di me il suo vero viso, quello che non voglio mai più vedere. Lo confessi per una volta: lei è realmente innamorata di quel malvagio, di quel comico di seconda classe, non è vero? Oserebbe negarlo impunemente? Almeno tutte le parole, tutte le promesse che le fece erano autentiche, e ciascuno dei suoi gesti erano basati sulla ferma decisione di uno spirito dedicato. Perché ha giocato con me come giocano tutte? Perché mi ha ingannato come tutte le donne ingannano, a base di maschere successive e diverse? Perché non mi ha mostrato subito, fin dal principio, il volto che ora mi tormenta?
Il mio dramma è quasi metafisico e non trovo una possibile conclusione. Sono solo nella notte del mio delirio. Bene, devo confessare che mia moglie comprende tutto e che a volte condivide il mio sgomento. Stavamo ancora godendo i deliqui e le dolcezze propri degli sposi novelli quando inermi andammo a vedere il suo primo film. Lo conserva ancora nella sua memoria? Quello del subacqueo atletico e stupido che andò in fondo al mare, per colpa sua, con un completo da immersione. Io uscii dal cinema completamente frastornato, e sarebbe stata una vana pretesa nascondere la cosa a mia moglie. Lei, peraltro, era completamente dalla mia parte; e dovette ammettere che i suoi indumenti intimi sono veramente splendidi. Non trovò sconveniente accompagnarmi altre sei volte, credendo in buona fede che la routine avrebbe rotto l’incantesimo. Ma ahimè! Le cose andarono peggiorando a misura che uscivano i suoi film. Il nostro bilancio familiare dovette sopportare importanti modifiche allo scopo di permetterci di frequentare gli schermi circa tre volte alla settimana. Inutile dire che dopo ciascuna sessione cinematografica passavamo il resto della notte discutendo. Tuttavia la mia compagna non si alterava. Tutto sommato, lei non era altro che un’ombra indifesa, una silhouette a due dimensioni, soggetta alle carenze di luce. E mia moglie accettò volentieri di avere come rivale un fantasma le cui apparizioni potevano controllarsi a volontà, ma non trascurava l’opportunità di farsi una risata a spese sue e mie. Ricordo la sua gioia quella notte fatale in cui, a causa di uno scompiglio fotoelettrico, lei parlò per dieci minuti con voce disumana, quasi da robot, che andava dal falsetto al basso profondo… . A proposito della sua voce, deve sapere che mi misi a studiare il francese perché non potevo accontentarmi del riassunto dei titoli in spagnolo, aberranti e incolori. Imparai a decifrare il suono melodioso della sua voce, e con questo arrivò il flagello di comprendere contro la mia volontà alcune frasi volgari, e la comprensione di alcune parole rivolte a lei mi risultarono intollerabili. Deplorai quei tempi in cui mi arrivavano attenuate da traduzioni pudibonde; ora le ricevo come schiaffi.
L’aspetto più grave del caso è che mia moglie sta dando mostra di cattivo umore in modo inquietante. Le allusioni a lei, e alla sua condotta sullo schermo, sono ogni volta più frequenti e feroci. Ultimamente ha concentrato i suoi attacchi sulla biancheria intima e dice che sto parlandole invano, a una donna senza fondo. E parlando sinceramente, qui fra di noi, a che serve tutta questa profusione di trasparenze infami, questo spreco di indumenti intimi di tenebroso acetato? Sì, l’unica cosa che voglio trovare in lei è quella scintilla triste e amara che ieri c’era nei suoi occhi… . Ma torniamo a mia moglie. Fa smorfie e la imita. E imita pure me. Ripete, burlona, alcune delle mie lamentele più commoventi. “I baci che mi fanno male en Qué me duras, mi stanno facendo ardere come bruciature.”
Dovunque noi siamo si compiace di ricordarla, dice che dobbiamo affrontare questo problema da un punto di vista strettamente razionale, con tutti i progressi della scienza, e usa argomenti assurdi ma convincenti. Sostiene, niente di meno, che lei signorina è irreale e che invece lei è una donna reale. E a forza di dimostrarmelo sta ponendo fine una per una alle mie illusioni. Non so cosa sarà di me se è vero ciò che si va dicendo qui, che lei verrà a fare un film e onorerà il nostro paese con la sua visita. Per amor di Dio, per ciò che c’è di più sacro, rimanga nella sua patria, signorina.
Sì, non voglio rivederla, perché ogni volta che la musica a poco a poco scema e i fatti sullo schermo svaniscono, io sono un uomo annientato. Mi riferisco alla barriera mortale di queste quattro lettere crudeli che pongono fine alla modesta felicità delle mie notti d’amore, al prezzo di due pesos a finestrino. Ho a poco a poco scartato il desiderio di rimanere a vivere con lei nel film e non muoio più dal dolore quando devo uscire dal cinema rimorchiato da mia moglie che ha la brutta abitudine di alzarsi in piedi al primo sintomo che l’ultimo rullo sta finendo.
Signorina, la lascio. Non le chiedo neppure un autografo, perché se alla fine me lo inviasse io sarei capace di dimenticare il suo imperdonabile tradimento. Riceva questa lettera come l’omaggio finale di uno spirito distrutto e mi perdoni di averla inclusa tra i miei sogni. Sì, ho sognato di lei più di una notte, e non ho nulla da invidiare a questi latin lovers occasionali che si guadagnano uno stipendio stringendola tra le braccia e che la seducono con parole prese a prestito.
Mi creda sinceramente suo devotissimo.
PS: Dimenticavo di dirle che scrivo da dietro le sbarre del carcere. Questa lettera non sarebbe mai arrivata nelle sue mani se non avessi timore che il mondo potrebbe darle notizie sbagliate su di me. Perché i giornali, che sempre falsificano i fatti, stanno abusando di questo avvenimento ridicolo: “Ieri notte uno sconosciuto, forse in stato di ebbrezza o disturbato nelle sue facoltà mentali, interruppe la proiezione di Schiave del Desiderio nel punto più emozionante, quando lacerò lo schermo del Cinema Prado ficcando un coltello nel petto di Francoise Arnoul. Nonostante l’oscurità, tre spettatori hanno visto come il maniaco correva verso l’attrice con il coltello in alto e si sono alzati in piedi per vederlo da vicino e potere riconoscerlo al momento dell’arresto. E’ stato facile perché l’individuo è crollato una volta concluso il fatto.” So che è impossibile, ma darei ciò che non ho purché lei conservasse per sempre nel suo petto il ricordo di quella pugnalata.
Traduzione di Laura Ferruta