La gallina degollada / La gallina sgozzata

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini. —Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca. De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —no pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
I quattro figli idioti della coppia Mazzini-Ferraz stavano tutto il giorno seduti su una panchina nel patio. Tenevano la lingua tra le labbra, avevano gli occhi stupidi, e giravano la testa con la bocca aperta.
Il patio era di terra, chiuso ad ovest da un recinto di mattoni. La panchina era parallela al recinto, a cinque metri di distanza, e lì rimanevano immobili, con gli occhi fissi sui mattoni. Come il sole si nascondeva dietro il recinto, al tramonto, gli idioti facevano festa. All’inizio la luce accecante richiamava la loro attenzione e a poco a poco i loro occhi si animavano; alla fine ridevano rumorosamente, congestionati dalla stessa ansiosa ilarità, guardando il sole con allegria bestiale, come se fosse cibo.
Altre volte, allineati sulla panchina, emettevano un ronzio per ore intere, imitando il tram elettrico. Anche i rumori forti scuotevano la loro inerzia, e allora correvano mordendosi la lingua e muggendo intorno al patio. Ma quasi sempre stavano come spenti in un cupo letargo di idiozia, e passavano tutto il giorno seduti sulla loro panchina, con le gambe ferme a ciondoloni, bagnando di glutinosa saliva i pantaloni.
Il maggiore aveva dodici anni e il minore otto. In tutto il loro aspetto sporco e trascurato si notava l’assoluta mancanza di un po’ di cure materne.
Tuttavia quei quattro idioti erano stati un giorno la gioia dei loro genitori. A tre mesi dal loro matrimonio Mazzini e Berta avevano orientato il loro amore di marito e moglie, e di moglie e marito, verso un futuro molto più vitale: un figlio. Quale più grande felicità per due innamorati che questa onorata consacrazione del loro affetto, ormai liberato dal vile egoismo di un reciproco amore senza fine alcuno e, cosa peggiore per l’amore stesso, senza speranze possibili di rinnovamento?
Così lo intesero Mazzini e Berta, e quando arrivò il figlio, dopo quattordici mesi di matrimonio, credettero realizzata la loro felicità. La creatura crebbe bella e radiosa, fin quando ebbe un anno e mezzo. Ma al ventesimo mese, una notte, lo colpirono delle convulsioni terribili e il mattino dopo non riconosceva più i suoi genitori. Il medico lo esaminò con quella attenzione professionale che sta visibilmente cercando le cause del male nelle malattie dei genitori.
Dopo alcuni giorni le membra paralizzate ricuperarono il movimento; ma l’intelligenza, l’anima, persino l’istinto, se ne erano andati del tutto; era rimasto profondamente idiota, bavoso, ciondolante, morto per sempre sulle ginocchia di sua madre.
– Figlio, figlio mio caro! – singhiozzava questa, sopra quella rovina spaventosa del suo primogenito.
Il padre, desolato, accompagnò fuori il medico.
– A lei glielo posso dire: credo che sia un caso senza speranza. Potrà migliorare, avere un’educazione fin dove glielo permette la sua idiozia, ma non più in là.
– Sì!… Sì! -assentiva  Mazzini. -Ma mi dica: lei crede che sia ereditario, che…?
-Per quanto riguarda l’eredità biologica paterna, le ho già detto ciò che pensavo quando vidi suo figlio. Rispetto alla madre, c’è qui un polmone che non soffia bene. Non vedo nient’altro, ma c’è un soffio un poco denso. La faccia esaminare con grande attenzione.
Con l’anima distrutta dal rimorso, Mazzini raddoppiò l’amore per suo  figlio, il piccolo idiota che pagava gli eccessi del  nonno. Dovette anche consolare, sostenere continuamente Berta, ferita nel più profondo a causa di quel fallimento della sua giovane maternità.
Com’è naturale, la coppia mise tutto il suo amore nell’attesa di un altro figlio. Questi nacque, e la sua salute e la limpidezza del suo riso riaccesero lo spento futuro. Ma diciotto mesi dopo le convulsioni del primogenito si ripeterono e il giorno seguente il secondo figlio si destò idiota. Questa volta i genitori caddero in depressione profonda. Dunque, il loro sangue, il loro amore erano maledetti! Il loro amore, soprattutto! Ventotto anni lui, ventidue lei, e tutta la loro appassionata tenerezza non riusciva a creare un atomo di vita normale. Non chiedevano più bellezza e intelligenza come per il primogenito; ma un figlio, un figlio come tutti!
Dal nuovo disastro nacquero nuove fiammate di dolorante amore, un folle desiderio di redimere una volta per sempre la santità della loro tenerezza. Arrivarono due gemelli, e punto per  punto si ripeté il processo dei due maggiori.
Al di sopra della loro immensa amarezza rimaneva a Mazzini e a Berta la grande compassione per i loro quattro figli.  Fu necessario strappare dal limbo della più profonda animalità non le loro anime ma lo stesso istinto, abolito.  Non sapevano deglutire, cambiare di posto, neppure sedersi. Impararono finalmente a camminare, ma sbattevano contro tutto perché non si rendevano conto degli ostacoli. Quando li lavavano muggivano fino a iniettarsi di sangue il viso. Si animavano solo al momento di mangiare, o quando vedevano colori brillanti o udivano dei tuoni. Allora ridevano, tirando fuori la lingua e rivoli di bava, raggianti di bestiale frenesia. In cambio avevano una certa capacità imitativa, ma non fu possibile ottenere niente di più.
Con i gemelli sembrò essere terminata la terrificante discendenza. Ma passati tre anni desiderarono di nuovo ardentemente un altro figlio, sperando che il lungo tempo trascorso avesse placato la fatalità.
Non riuscivano a realizzare le loro speranze. E in questo ardente anelito che si esasperava in ragione della sua infruttuosità, si inasprirono. Fino a quel momento ciascuno aveva preso su di sé la parte che gli toccava della disgrazia dei loro figli; ma la mancata speranza di redenzione di fronte alle quattro bestie che da loro erano nate provocò l’imperiosa necessità d’incolpare gli altri, che è patrimonio peculiare dei cuori inferiori.
Cominciarono col cambio di pronome: i tuoi figli. E poiché oltre all’insulto c’era l’inganno, l’atmosfera si andava caricando.
-Mi pare -le disse una notte Mazzini che era appena rientrato e si lavava le mani -che potresti tenere più puliti i ragazzi.
Berta continuò a leggere come se non avesse sentito.
-E’ la prima volta -rispose dopo un po’- che ti vedo preoccupare per lo stato dei tuoi figli.
Mazzini girò un poco la testa verso di lei con un sorriso forzato:
-Dei nostri figli, mi pare?
-Bene, dei  nostri figli. Così ti piace? -ed alzò gli occhi.
Questa volta Mazzini si espresse chiaramente:
– Spero che tu non voglia dire che la colpa è mia.
-Ah no! -sorrise Berta, molto pallida.- ma neanche mia, suppongo!… Non ci mancava altro!… -mormorò.
-Cosa non ci mancava?
-Che se la colpa è di qualcuno, non è mia, intendilo bene! Questo è ciò che ti volevo dire.
Suo marito la guardò un momento, col brutale desiderio di insultarla.
-Lasciamo perdere! -sillabò, asciugandosi infine le mani.
-Come vuoi; però se intendi dire…
-Berta!
-Come vuoi!
Questo fu il primo scontro e ne seguirono altri. Ma nelle inevitabili riconciliazioni le loro anime si univano con slancio doppio e desiderio folle di un altro figlio.
Nacque così una bambina. Vissero due anni con l’angoscia nell’anima, sempre in attesa di un’altra sciagura. Tuttavia nulla accadde, e i genitori riposero in lei tutta la loro gioia che la piccola portava ai limiti più estremi delle coccole e della maleducazione.
Se ancora negli ultimi tempi Berta continuava ad occuparsi dei suoi figli, con la nascita di Bertita si dimenticò quasi completamente degli altri. Il solo ricordo la faceva inorridire, come qualcosa di atroce che era stata obbligata a commettere. A Mazzini, anche se in grado minore, succedeva lo stesso. Non per questo la pace era giunta alle loro anime. Nel timore di perderla, la minima indisposizione della figlia tirava fuori i rancori della loro discendenza guasta. Avevano accumulato fiele per troppo tempo perché il vaso non rimanesse in tensione e al minimo contatto il veleno non ne traboccasse. Dal primo diverbio avvelenato avevano perduto il reciproco rispetto; e se c’è qualcosa a cui l’uomo si sente trascinato con crudele piacere è quello di umiliare del tutto una persona una volta che si è cominciato. Prima si trattenevano per la mancanza di successo da parte di entrambi; ora che il successo era arrivato, ciascuno, attribuendolo a se stesso, sentiva maggiormente l’infamia dei quattro esseri deformi che l’altro l’aveva obbligato a creare.
Con tali sentimenti non ci fu più affetto possibile per i quattro figli maggiori. La domestica li vestiva, dava loro da mangiare, li metteva letto con visibile brutalità. Quasi mai li lavavano. Passavano tutto il giorno seduti davanti al recinto trascurati e senza alcuna remota carezza. In questo modo Bertita compì quattro anni, e quella notte, a causa delle ghiottonerie che i genitori trovavano assolutamente impossibile  negarle, la creatura ebbe brividi e febbre. E il timore di vederla morire o rimanere idiota, tornò a riaprire l’eterna piaga.
Erano tre ore che non parlavano, e il motivo, come quasi sempre, fu i forti passi di Mazzini.
-Dio mio! Non puoi camminare più lentamente? Quante volte…?
-Ebbene, è che mi dimentico; basta! Non lo faccio apposta.
Lei sorrise sprezzante: -No, non ti credo!
-E neanch’io ti avrei mai creduto… tisichina!
-Cosa! Cosa hai detto?…
-Niente!
-Sì, ho sentito qualcosa! Guarda: non so cosa hai detto, però ti giuro che preferisco qualunque cosa piuttosto che avere un padre come quello che hai avuto tu!
Mazzini impallidì.
-Finalmente! -mormorò a denti stretti. -Finalmente, vipera, hai detto quello che volevi!
-Sì, vipera, sì! Ma io ho avuto genitori sani, mi senti? Sani! Mio padre non è morto delirando. Io avrei avuto figli come quelli di tutti! Questi sono figli tuoi, i quattro sono tuoi!
Mazzini sbottò a sua volta.
-Vipera tisica! Questo è quello che ti ho detto, quello che voglio dirti! Chiediglielo, chiediglielo al medico chi ha più colpa della meningite dei tuoi figli: mio padre o il tuo polmone bucato, vipera!
Continuarono ogni volta con più violenza finché un gemito di Bertita sigillò istantaneamente le loro bocche. All’una della mattina la leggera indigestione era scomparsa, e come succede fatalmente a tutte le giovani coppie che si sono amate intensamente almeno una volta, arrivò la riconciliazione, tanto più affettuosa quanto più infami erano stati gli insulti.
Spuntò uno splendido giorno,  e mentre Berta si alzava sputò sangue. Le emozioni e la brutta notte passata ne erano sicuramente in gran parte responsabili. Mazzini la tenne a lungo fra le sue braccia e lei pianse disperatamente, ma senza che nessuno osasse dire una parola.
Alle dieci dopo aver fatto colazione decisero di uscire. Poiché avevano poco tempo, ordinarono alla domestica di uccidere una gallina.
La splendida giornata aveva strappato gli idioti dalla loro panchina. Di modo che mentre la domestica in cucina tagliava il collo all’animale, dissanguandolo con parsimonia  (Berta aveva appreso da sua madre questo ottimo modo di conservare la freschezza della carne), credette di sentire qualcosa come un respiro dietro di lei. Si girò e vide i quattro idioti con le spalle attaccate l’uno all’altro che guardavano stupefatti l’operazione… Rosso… rosso…
-Signora! I ragazzi sono qui in cucina.
Berta arrivò; non voleva che mettessero mai piede lì. E neppure in queste ore di totale perdono, di oblio e di felicità riconquistata, poteva evitarsi quella orribile visione! Perché, naturalmente, quanto più intensi erano gli attacchi di amore per suo marito e per sua figlia, più irritato era il suo umore nei confronti dei mostri.
-Che vadano fuori, Maria! Cacciali fuori! Cacciali fuori, ti dico!
Le quattro povere bestie, scrollate e spinte brutalmente, andarono verso la loro panchina. Dopo aver fatto colazione, tutti uscirono. La domestica andò a Buenos Aires e la coppia a passeggiare tra le ville. Al tramonto tornarono; ma Berta volle passare un momento a salutare le sue vicine che abitavano di fronte. Sua figlia se ne scappò a casa subito.
Nel frattempo gli idioti non si erano mossi in tutto il giorno dalla loro panchina. Il sole era già scomparso dietro il recinto, cominciava a tramontare, e quelli continuavano a guardare i mattoni, più inerti che mai. Improvvisamente qualcosa si interpose tra il loro sguardo e il recinto. La loro sorella, stanca di cinque ore coi genitori, desiderava osservare per conto suo. Ferma alla base del recinto, ne guardava pensosa la cima. Voleva arrampicarsi, su questo non c’erano dubbi. Alla fine decise di prendere una sedia sfondata, ma ancora non ci arrivava. Allora ricorse a un cassone per il cherosene e il suo istinto topografico glielo fece collocare verticalmente, e con questo ci riuscì.
I quattro idioti, con lo sguardo indifferente, osservarono come la sorella riusciva pazientemente a mantenere l’equilibrio e come in punta di piedi appoggiava la gola sopra la cima del recinto, tra le mani tese. La videro guardare da tutti i lati e cercare appoggio con il piede per alzarsi di più.
Ma lo sguardo degli idioti si era animato; una medesima luce insistente era fissa nelle loro pupille. Non distoglievano gli occhi dalla sorella mentre una sensazione crescente di bestiale ingordigia cambiava ogni  lineamento dei loro volti. Avanzarono lentamente verso il recinto. La piccola, che essendo riuscita a poggiare il piede stava già mettendosi a cavalcioni ed era sul punto di cadere dall’altro lato, si sentì probabilmente afferrata per la gamba. Sotto di lei gli otto occhi fissati nei suoi le fecero paura.
-Lasciami andare! Lasciami! -gridò scuotendo la gamba. Ma venne trattenuta.
-Mamma, ahi! Ma…-non poté gridare oltre. Uno di loro le strinse il collo, tirando indietro i riccioli come se fossero piume, e gli altri la trascinarono per una gamba fino alla cucina dove quella mattina si era dissanguata la gallina, tenuta bella ferma, togliendole la vita secondo per secondo.
Mazzini, nella casa di fronte, pensò di aver udito la voce di sua figlia.
-Mi sembra che ti chiami -disse a Berta.
Prestarono ascolto, inquieti, ma non udirono altro. Malgrado ciò, un momento dopo si congedarono, e mentre Berta andava a togliersi il cappello, Mazzini avanzò nel patio.
-Bertita!
Nessuno rispose.
-Bertita! -alzò di più la voce, già alterata.
E il silenzio fu tanto funebre per il suo cuore sempre terrorizzato che la schiena gli si gelò all’orribile presentimento.
-Figlia mia, figlia mia! -corse già disperato verso il fondo. Ma passando davanti alla cucina vide sul pavimento un mare di sangue. Spinse violentemente la porta socchiusa e lanciò un grido di  orrore. Berta, che a sua volta si era già lanciata di corsa all’udire il grido angoscioso del padre, sentì il grido e rispose con un altro. Ma mentre si precipitava in cucina, Mazzini livido come la morte si interpose trattenendola.
-Non entrare! Non entrare!
Berta riuscì a vedere il pavimento inondato di sangue. Poté solo gettare le braccia sopra le testa e sprofondare a fianco di lui con un rauco sospiro.

Traduzione di Laura Ferruta

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El almohadòn de plumas / Il cuscino di piume

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja- En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras- murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levantelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
La sua luna di miele fu un brivido lungo. Bionda, angelica e timida, il carattere duro di suo marito gelò i suoi infantili atteggiamenti di sposa. Lo amava molto, ma a volte con un leggero timore quando tornando di notte insieme lungo la via gettava uno sguardo furtivo all’alta statura di Jordàn, muto da almeno un’ora. Lui, da parte sue, l’amava profondamente, senza farlo vedere.
Per tre mesi -si erano sposati in aprile- vissero una felicità speciale. Sicuramente ella avrebbe desiderato meno severità in quel rigido cielo di amore, più espansiva ed audace tenerezza; ma l’aspetto impassibile di suo marito sempre la tratteneva.
La casa in cui vivevano influiva in parte sui suoi timori. Il candore del silenzioso patio -fregi, colonne e statue di marmo- produceva un’autunnale impressione di palazzo incantato. Dentro, il gelido splendore degli stucchi, senza il minimo graffio nelle alti pareti, confermava quella sensazione di sgradevole freddo. Quando si passava da una stanza all’altra, i passi trovavano un’eco in tutta la casa come se un lungo abbandono avesse sensibilizzato la sua risonanza.
In questo strano nido d’amore Alicia trascorse tutto l’autunno. Ciò nonostante, aveva finito col gettare un velo sui suoi antichi sogni, e viveva addormentata nella casa ostile senza pensare a nulla fin quando arrivava suo marito.
Non è strano che dimagrisse. Ebbe un leggero attacco d’influenza che si trascinò insidiosamente per giorni e giorni; Alicia non si rimetteva mai. Infine una sera riuscì ad uscire in giardino appoggiata al braccio di lui. Guardava indifferente da un lato all’altro. Improvvisamente Jordàn, con tenerezza profonda, le passò la mano sulla testa, e Alicia scoppiò immediatamente in singhiozzi gettandogli le braccia al collo. Pianse lungamente tutto il suo silenzioso sgomento, raddoppiando il pianto al minimo tentativo di carezza. Poi i singhiozzi andarono rallentandosi, e rimase ancora a lungo nascosta sul suo collo, senza muoversi né dire una parola.
Fu questo l’ultimo giorno in cui Alicia rimase alzata. Il giorno seguente si svegliò debolissima. Il medico di Jordàn la esaminò con grande attenzione ordinandole calma e riposo assoluti.
-Non so -disse a Jordàn sulla porta in strada, con la voce ancora bassa-. Ha una grande debolezza che non mi so spiegare, senza vomito, nulla… . Se domani si sveglia come oggi, mi chiami subito.
Il giorno seguente Alicia stava peggio. Ci fu un consulto. Si accertò un’anemia di forma molto acuta, completamente inesplicabile. Alicia non ebbe più svenimenti, ma visibilmente stava andando verso la morte. Tutto il giorno la camera da letto rimaneva con le luci accese e in totale silenzio. Passavano le ore senza che si sentisse il minimo rumore. Alicia sonnecchiava. Jordàn quasi viveva nel salotto, anche lì con tutte le luci accese. Passeggiava senza sosta da un’estremità all’altra, con instancabile ostinazione. Il tappeto soffocava il rumore dei suoi passi. Talvolta entrava nella camera da letto e proseguiva il suo muto va e vieni lungo il letto, guardando sua moglie ogni volta che camminava nella sua direzione.
Ben presto Alicia cominciò ad avere allucinazioni, confuse e fluttuanti all’inizio e che poi andarono scendendo raso terra. La giovane con gli occhi smisuratamente aperti non faceva che guardare il tappeto su entrambi i lati dello schienale del letto. Una notte d’improvviso si mise a guardarlo fissamente. Dopo un po’ aprì la bocca per gridare e le narici e le labbra le si imperlarono di sudore.
-Jordàn!Jordàn! -gridò, rigida dallo spavento, senza smettere di guardare il tappeto.
Jordàn corse nella camera e quando lo vide comparire Alicia diede un urlo di orrore.
-Sono io, Alicia, sono io!
Alicia lo guardò smarrita, guardò il tappeto, tornò a guardarlo, e dopo un lungo e stupefatto confronto si calmò. Sorrise e prese fra le sue la mano del marito accarezzandola tremante.
Tra le sue allucinazioni ricorrenti ci fu un antropoide appoggiato sul tappeto sulle dita, che teneva gli occhi fissi su di lei.
I medici ritornarono inutilmente. Lì davanti a loro c’era una vita che stava terminando, dissanguandosi giorno dopo giorno, ora dopo ora, senza sapere assolutamente come.  Nell’ultimo consulto Alicia giaceva incosciente mentre quelli la palpavano, passandosi dall’uno all’altro la bambola inerte. L’osservarono a lungo in silenzio e se ne andarono in sala da pranzo.
– Pss… – il suo medico sfiduciato scrollò le spalle-. E’ un caso serio… c’è poco da fare…
-Mi mancava solo questo! -sbuffò Jordàn. E tamburellò bruscamente le dita sul tavolo.
Alicia si andò spegnendo nel suo delirio di anemia che si aggravava la sera ma che migliorava  nelle prime ore del mattino. Durante il giorno la sua malattia non avanzava, ma ogni mattina si svegliava livida, quasi in sincope. Sembrava che unicamente di notte la sua vita se ne andasse in nuove ali di sangue. Quando si svegliava aveva sempre la sensazione di essere schiacciata nel letto con un milione di chili addosso. Dopo il terzo giorno questo sprofondamento non l’abbandonò più. Poteva appena muovere la testa. Non volle che le toccassero il letto, né che le sistemassero il cuscino. I suoi terrori crepuscolari avanzavano sotto forma di mostri che si trascinavano fino al letto e si arrampicavano con difficoltà sul copriletto.
Poi perse la conoscenza. I due ultimi giorni delirò ininterrottamente a voce bassa. Le luci rimanevano funebremente accese nella camera da letto e nel salotto. Nel silenzio agonizzante della casa non si udiva altro che il delirio monotono che proveniva dal letto e il rumore soffocato degli eterni passi di Jordàn.
Morì, infine. La cameriera che entrò più tardi per disfare il letto, ormai sola, guardò  alquanto sorpresa il cuscino.
-Signore! -chiamò Jordàn a voce bassa -. Nel cuscino ci sono macchie che sembrano di sangue.
Jordàn si avvicinò rapidamente. E a sua volta si chinò. Effettivamente, sulla federa, ai due lati dello spazio vuoto che aveva lasciato la testa di Alicia, si vedevano piccole macchie scure.
-Sembrano morsicature – mormorò la cameriera dopo un momento di osservazione immobile.
-Portalo alla luce – le disse Jordàn.
La cameriera lo sollevò, ma subito lo lasciò cadere e rimase a guardarlo livida e tremante. Senza sapere perché, Jordàn sentì che i capelli gli si rizzavano.
-Che c’è? – mormorò con voce rauca.
-Pesa molto -proferì la cameriera, senza smettere di tremare.
Jordàn lo alzò; pesava moltissimo. Uscirono con il cuscino, e sopra il tavolo della sala da pranzo Jordàn tagliò fodera e copertura di un colpo. Le piume in alto volarono via, e la cameriera diede un grido di orrore con tutta la bocca aperta,  portando le mani contratte ai lati della testa: sul fondo, tra le piume, c’era un animale mostruoso, una palla vivente e viscosa che muoveva lentamente le zampe pelose. Era tanto gonfio che si riusciva appena a vederne la bocca.
Notte dopo notte, da quando Alicia si era messa a letto, aveva furtivamente applicato la sua bocca, o meglio, il suo pungiglione, alle tempie di lei succhiandole il sangue. La morsicatura era quasi impercettibile. La rimozione quotidiana del cuscino aveva impedito il suo sviluppo, ma da quando la giovane non aveva più potuto muoversi, la succhiata era stata vertiginosa. In cinque giorni, in cinque notti, aveva svuotato Alicia.
Questi parassiti degli uccelli, minuscoli in un contesto normale, giungono ad acquisire in certe condizioni proporzioni enormi. Il sangue umano sembra essere loro particolarmente favorevole, e non è raro trovarli nei cuscini di piuma.

Traduzione di Laura Ferruta

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