Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del “Río Bar” apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
– ¿Qué pasa? – preguntó León.
Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
– Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.
– Justo va a pelear esta noche – dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
– Me encargó que les avisara – agregó Leonidas. – Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
– ¿Cómo fue?
– Se encontraron esta tarde en Catacaos. – Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. – Ya se imaginan lo demás…
– Bueno – dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
– Si – repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del “Río Bar” pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.
– Son casí las nueve – dijo León.- Mejor nos vamos.
Salimos.
– Bueno, muchachos – dijo Leonidas. – Gracias por la cerveza.
– ¿Va a ser en “La Balsa”, ¿no? – preguntó Briceño.
– Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacía la plaza. Estaba casí desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonríendo. Era bonita y parecía divertirse.
– El Cojo lo va a matar – dijo, de pronto, Briceño.
– Cállate – dijo León.
Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
– ¿Otra vez a la calle? – dijo ella.
– Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
– Tienes que levantarte temprano – insistió ella.- ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
– No te preocupes – dije. – Regreso en unos minutos
Caminé de vuelta hacía el “Río Bar” y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
– ¿Es cierto lo de la pelea?
– Sí. Va ser en la “Balsa”. Mejor te callas.
– No necesito que me adviertas – dijo. – Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
– El Cojo es un asco de hombre.
– Era tu amigo antes… – comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
– ¿Quieres que yo vaya? – me preguntó.
– No. Con nosotros basta, gracias.
– Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. – Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. – Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurríera a ustedes darse una por acá.
– Hubiera querido verlo al Cojo – dije. – Cuando está furioso su cara es muy chistosa. Moisés se río.
– Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del “Río Bar” vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubríendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
– Acabo de llegar – dijo. – ¿Qué es de los otros?
– Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
– ¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
– Nos encontramos en el “Carro Hundido”. Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
– ¿Eres muy hombre? – gritó el Cojo.
– Más que tú – gritó Justo.
– Quietos, bestias – decía el cura.
– ¿En “La Balsa” esta noche entonces? – gritó el Cojo.
– Bueno – dijo Justo. – Eso fue todo.
La gente que estaba en el “Río Bar” había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
– He traído esto – dije, alcanzándole el pañuelo.
Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
– Son iguales – dijo. – Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
-No tengo hora – dijo Justo – Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
– Hermanito – dijo León – Usted lo va a hacer trizas.
De eso ni hablar – dijo Briceño. – El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
– Bajemos por aquí – dijo León – Es más corto.
– No – dijo Justo. – Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.
Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacía el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
– Hay muchas nubes – dijo; – la luna no va a servir de mucho esta noche.
– Haremos fogatas – dijo Justo.
– ¿Estas loco? – dije. – ¿Quieres que venga la policía?
– Se puede arreglar – dijo Briceño sin convicción.- Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
– Ahí está “La Balsa” – dijo León.
En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, “La Balsa” se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de “La Balsa”, pero así lo designaban todos.
– Ellos ya están ahí – dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de “La Balsa”. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
– Anda tú – dijo Justo.
Avancé despacio hacía el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
– ¡Quieto! – gritó alguien. – ¿Quién es?
– Julián – grité – Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
– Ya nos íbamos – dijo. – Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
– Quiero entenderme con un hombre – grité, sin responderle – No con este muñeco.
– ¿Eres muy valiente? – preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
– ¡Silencio! – dijo el Cojo.
Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.
– ¿Por qué has traído a Leonidas? – dijo el Cojo, con voz ronca.
– ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?
El Cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
– ¡Qué pasa conmigo! – dijo mirando al Cojo fijamente. – No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
– No se meta, viejo – dijo El Cojo amablemente. – No voy a pelearme con usted.
– No creas que estoy tan viejo – dijo Leonidas. – He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
– Está bien, viejo -dijo El Cojo.- Le creo. – Se dirigió a mí:- ¿Están listos?
– Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
– Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo de hielo.
– ¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
– Está bien – dije.
Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros, Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasíble, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
– ¿Quién le dijo a usted que viniera? – preguntó Justo, severamente.
– Nadie me dijo. – afirmó Leonidas, en voz alta. – Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
– Perdón – dije, palpando la arena en busca de la navaja. – Se me escapó. Aquí está.
– Las gracias se te van a quitar pronto – dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacía “La Balsa”. Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casí absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
– ¡Listos! – exclamó una voz, del otro lado.
– ¡Listos! – grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a “La Balsa” hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra renqueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
– No te le acerques ni un momento. – El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. – Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme… Ya, vaya, pórtese como un hombre…
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semíocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casí simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacía fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacía delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
– Ya está – murmuró Briceño. – lo rasgó.
– En el hombro – dijo Leonidas. – Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experíencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casí tocar la arena con sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. – No te acerques tanto -, dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. – ¡Sal de ahí! -, dijo Leonidas muy despacio. “- ¿Por qué demonios peleas tan cerca? -. Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubríendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacía el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. – Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta – . Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacía ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. – Vamos -, dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubríendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
– ¡Julián! – grito el Cojo. -¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo, Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacía atrás:
– ¡Don Leonidas! -gritó de nuevo con acento furioso e implorante.- ¡Dígale que se rinda!
– ¡Calla y pelea! – bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacía los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad.
– No llore, viejo – dijo León. – No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
– ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
– Sí – dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.
– ¿Qué pasa? – preguntó León.
Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
– Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.
– Justo va a pelear esta noche – dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
– Me encargó que les avisara – agregó Leonidas. – Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
– ¿Cómo fue?
– Se encontraron esta tarde en Catacaos. – Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. – Ya se imaginan lo demás…
– Bueno – dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
– Si – repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del “Río Bar” pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.
– Son casí las nueve – dijo León.- Mejor nos vamos.
Salimos.
– Bueno, muchachos – dijo Leonidas. – Gracias por la cerveza.
– ¿Va a ser en “La Balsa”, ¿no? – preguntó Briceño.
– Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacía la plaza. Estaba casí desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonríendo. Era bonita y parecía divertirse.
– El Cojo lo va a matar – dijo, de pronto, Briceño.
– Cállate – dijo León.
Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
– ¿Otra vez a la calle? – dijo ella.
– Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
– Tienes que levantarte temprano – insistió ella.- ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
– No te preocupes – dije. – Regreso en unos minutos
Caminé de vuelta hacía el “Río Bar” y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
– ¿Es cierto lo de la pelea?
– Sí. Va ser en la “Balsa”. Mejor te callas.
– No necesito que me adviertas – dijo. – Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
– El Cojo es un asco de hombre.
– Era tu amigo antes… – comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
– ¿Quieres que yo vaya? – me preguntó.
– No. Con nosotros basta, gracias.
– Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. – Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. – Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurríera a ustedes darse una por acá.
– Hubiera querido verlo al Cojo – dije. – Cuando está furioso su cara es muy chistosa. Moisés se río.
– Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del “Río Bar” vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubríendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
– Acabo de llegar – dijo. – ¿Qué es de los otros?
– Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
– ¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
– Nos encontramos en el “Carro Hundido”. Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
– ¿Eres muy hombre? – gritó el Cojo.
– Más que tú – gritó Justo.
– Quietos, bestias – decía el cura.
– ¿En “La Balsa” esta noche entonces? – gritó el Cojo.
– Bueno – dijo Justo. – Eso fue todo.
La gente que estaba en el “Río Bar” había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
– He traído esto – dije, alcanzándole el pañuelo.
Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
– Son iguales – dijo. – Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
-No tengo hora – dijo Justo – Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
– Hermanito – dijo León – Usted lo va a hacer trizas.
De eso ni hablar – dijo Briceño. – El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
– Bajemos por aquí – dijo León – Es más corto.
– No – dijo Justo. – Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.
Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacía el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
– Hay muchas nubes – dijo; – la luna no va a servir de mucho esta noche.
– Haremos fogatas – dijo Justo.
– ¿Estas loco? – dije. – ¿Quieres que venga la policía?
– Se puede arreglar – dijo Briceño sin convicción.- Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
– Ahí está “La Balsa” – dijo León.
En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, “La Balsa” se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de “La Balsa”, pero así lo designaban todos.
– Ellos ya están ahí – dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de “La Balsa”. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
– Anda tú – dijo Justo.
Avancé despacio hacía el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
– ¡Quieto! – gritó alguien. – ¿Quién es?
– Julián – grité – Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
– Ya nos íbamos – dijo. – Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
– Quiero entenderme con un hombre – grité, sin responderle – No con este muñeco.
– ¿Eres muy valiente? – preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
– ¡Silencio! – dijo el Cojo.
Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.
– ¿Por qué has traído a Leonidas? – dijo el Cojo, con voz ronca.
– ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?
El Cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
– ¡Qué pasa conmigo! – dijo mirando al Cojo fijamente. – No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
– No se meta, viejo – dijo El Cojo amablemente. – No voy a pelearme con usted.
– No creas que estoy tan viejo – dijo Leonidas. – He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
– Está bien, viejo -dijo El Cojo.- Le creo. – Se dirigió a mí:- ¿Están listos?
– Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
– Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo de hielo.
– ¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
– Está bien – dije.
Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros, Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasíble, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
– ¿Quién le dijo a usted que viniera? – preguntó Justo, severamente.
– Nadie me dijo. – afirmó Leonidas, en voz alta. – Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
– Perdón – dije, palpando la arena en busca de la navaja. – Se me escapó. Aquí está.
– Las gracias se te van a quitar pronto – dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacía “La Balsa”. Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casí absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
– ¡Listos! – exclamó una voz, del otro lado.
– ¡Listos! – grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a “La Balsa” hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra renqueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
– No te le acerques ni un momento. – El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. – Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme… Ya, vaya, pórtese como un hombre…
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semíocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casí simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacía fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacía delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
– Ya está – murmuró Briceño. – lo rasgó.
– En el hombro – dijo Leonidas. – Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experíencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casí tocar la arena con sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. – No te acerques tanto -, dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. – ¡Sal de ahí! -, dijo Leonidas muy despacio. “- ¿Por qué demonios peleas tan cerca? -. Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubríendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacía el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. – Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta – . Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacía ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. – Vamos -, dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubríendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
– ¡Julián! – grito el Cojo. -¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo, Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacía atrás:
– ¡Don Leonidas! -gritó de nuevo con acento furioso e implorante.- ¡Dígale que se rinda!
– ¡Calla y pelea! – bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacía los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad.
– No llore, viejo – dijo León. – No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
– ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
– Sí – dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.
Stavamo bevendo birra, come ogni sabato, quando sulla porta del “Rio Bar” comparve Leonidas; immediatamente dalla sua faccia ci rendemmo conto che stava capitando qualcosa.
– Cosa succede? – domandò Leon.
Leonida si trascinò una sedia e sedette vicino a noi.
– Muoio di sete.
Gli servii un bicchiere pieno fino all’orlo e la spuma traboccò sul tavolo. Leonidas soffiò lentamente e rimase a guardare, pensoso, come scoppiavano le bollicine. Poi bevve tutto d’un sorso fino all’ultima goccia.
– Justo combatterà stanotte – disse con voce strana.
Rimanemmo zitti per un momento. Leon bevve, Briceño accese una sigaretta.
– Mi ha incaricato di avvisarvi – aggiunse Leonidas. – Vuole che andiate.
Alla fine Briceño domandò:
– Come è successo?
– Si sono incontrati stasera a Catacaos. – Leonidas si pulì la fronte con la mano e la scosse nell’aria: alcune gocce di sudore caddero dalle sue dita al suolo. – Vi immaginate il resto …
– Bene – disse Leon. Se dovevano combattere, meglio che sia così, nel rispetto della legge. Non c’è da preoccuparsi. Justo sa cosa fa.
– Sì – ripeté Leonidas con un’aria un po’ andata. – Forse è meglio che sia così.
Le bottiglie si erano svuotate. Soffiava la brezza, e poco prima avevamo smesso di ascoltare la banda della caserma Grau che suonava in piazza. Il ponte era affollato della gente che tornava dal concerto e anche le coppie che avevano cercato la penombra del molo cominciavano ad abbandonare i loro nacondigli. Per la porta del “Río Bar” passava molta gente. Alcuni entravano. Ben presto la terrazza si riempì di uomini e donne che parlavano ad alta voce e ridevano.
– Sono quasi le nove – disse Leon. – Meglio che andiamo.
Uscimmo.
– Bene, ragazzi – disse Leonidas. – Grazie della birra.
– Sarà alla “Balsa”, no? – chiese Briceño.
– Sì. Alle undici. Justo li aspetterà alle dieci e mezza, proprio qui.
Il vecchio fece un gesto di commiato e si allontanò verso Avenida Castilla. Viveva nei dintorni, all’inizio dell’arenile, in un ranch solitario che sembrava vigilare sulla città. Camminammo verso la piazza. Era quasi deserta. Vicino all’Hotel de Turistas alcuni giovani stavano discutendo e gridando. Passandogli accanto vedemmo in mezzo a loro una ragazza che li ascoltava sorridendo. Era carina e sembrava divertirsi.
– Lo Zoppo lo ammazzerà – disse improvvisamente Briceño.
– Sta zitto – disse Leon.
Ci separammo all’angolo della chiesa. Camminai velocemente fino a casa. Non c’era nessuno. Mi misi una tuta e due pullover e nascosi il coltello nella tasca posteriore dei pantaloni, avvolto in un fazzoletto. Quando stavo uscendo incontrai mia moglie che arrivava.
– Di nuovo in giro? – disse.
– Sì. Devo sistemare una faccenda.
Il bambino dormiva tra le sue braccia ed ebbi l’impressione che fosse morto.
– Devi alzarti presto – insistette lei. – Hai dimenticato che lavori la domenica?
– Non preoccuparti – dissi. – Torno fra pochi minuti.
Camminai fino al “Río Bar” e mi sedetti al banco. Chiesi una birra e un sandwich che non finii: avevo perso l’appetito. Qualcuno mi toccò la spalla. Era Moisés, il padrone del locale.
– E’ certa la storia del combattimento?
– Sì, sarà alla “Balsa”. Meglio che stai zitto.
– Non c’è bisogno che mi avverti – disse. – L’ho saputo poco fa. Mi spiace per Justo però se l’è andata a cercare da tempo. E Lo Zoppo non ha molta pazienza, come sappiamo.
– Lo Zoppo è uno schifo d’uomo.
– Era tuo amico un tempo … – cominciò a dire Moisés, ma si trattenne.
Qualcuno chiamò dalla terrazza e lui si allontanò, ma dopo pochi minuti era di nuovo al mio fianco.
– Vuoi che venga? – mi domandò.
– No. Bastiamo noi, grazie.
– Bene. Avvisami se posso essere d’aiuto in qualcosa. Justo è anche mio amico. – Prese un sorso della mia birra senza chiedermi permesso. – Ieri notte Lo Zoppo era qui con il suo gruppo. Non faceva che parlare di Justo e giurava che l’avrebbe fatto a pezzi. Ho pregato perché non vi capitasse di fare un giro da queste parti.
– Avrei voluto vederlo Lo Zoppo – dissi. – Quando è furioso, la sua faccia è molto buffa. Moisés fece una risata.
– La scorsa notte sembrava il diavolo. Ed è così brutto, il tipo. Non lo si può guardare per molto senza sentire nausea.
Finii la birra e uscii a camminare lungo il molo, ma rientrai subito. Dalla porta del “Río Bar” vidi Justo, solo, seduto nella terrazza. Aveva scarpe da ginnastica e una tuta scolorita che gli saliva su per il collo fino alle orecchie. Visto di profilo, contro l’oscurità dell’esterno, sembrava un bambino, una donna: da questo lato i suoi lineamenti erano delicati, dolci. Quando sentì i miei passi, si voltò, scoprendo alla mia vista la macchia violacea che feriva l’altra metà del suo viso, dagli angoli della bocca fino alla fronte. (Alcuni dicevano che era stato un colpo ricevuto da bambino in una lite, ma Leonidas assicurava che era nato il giorno dell’inondazione e che questa macchia era lo spavento della madre nel vedere avanzare l’acqua fino alla porta di casa).
– Sono appena arrivato – disse. – Che è degli altri?
– Vengono. Devono essere per strada.
Justo mi guardò di fronte. Sembrava che stesse per sorridere, ma si fece serio e girò la testa.
– Come è andata la faccenda di questa sera?
Scosse le spalle e fece un gesto vago.
– Ci siamo incontrati al “Carro Hundido”. Io stavo entrando a bere qualcosa e mi trovo faccia faccia con Lo Zoppo e la sua gente. Ti rendi conto? Se non passa il parroco, mi sgozzano sul posto. Mi si sono buttati addosso come dei cani. Come cani rabbiosi. Il parroco ci ha separati.
– Sei uomo? gridò Lo Zoppo.
– Più di te – gridò Justo.
– Calmi, bestie – diceva il parroco.
– Allora questa notte a “La Balsa”? gridò Lo Zoppo.
– Bene – disse Justo. – Questo fu tutto.
La gente che stava nel “Río Bar” era diminuita. Rimanevano alcune persone al banco, ma sulla terrazza c’eravamo solo noi.
– Ho portato questo – dissi, allungandogli il fazzoletto.
Justo aprì il coltello e lo misurò. La lama aveva esattamente le dimensioni della sua mano, dal polso alle unghie. Poi tirò fuori l’altro coltello dalla sua tasca e li confrontò.
– Sono uguali – disse. – Mi terrò il mio.
Ordinò una birra e la bevemmo senza parlare, fumando.
Non so che ora sia – disse Justo – Ma deve essere più delle dieci. Andiamo a raggiungerli.
All’altezza del ponte incontrammo Briceño e Leon. Salutarono Justo, gli strinsero la mano.
– Fratello- disse Leon – lo farai a pezzi.
– Non se ne parla – disse Briceño – Lo Zoppo non ha nulla a che fare con te.
I due avevano gli stessi vestiti di prima, e sembravano essersi messi d’accordo per mostrare sicurezza di fronte a Justo, e persino una certa allegria.
– Scendiamo di qua – disse Leon – E’ più corto.
– No – disse Justo. – Facciamo il giro. Non ho voglia di rompermi una gamba, ora.
Era strano questo timore, perché eravamo sempre scesi lungo il letto del fiume, calandoci lungo l’intreccio di ferri che sostegnono il ponte. Avanzammo di cento metri lungo il viale, poi voltammo a destra e camminammo per un po’ in silenzio. Mentre scendeva per il minuscolo sentiero verso il letto del fiume, Briceño inciampò e lanciò un’imprecazione. La sabbia era tiepida e i nostri piedi sprofondavano, come se camminassimo su un mare di cotone. Leon guardò attentamente il cielo.
– Ci sono molte nuvole – disse; – la luna non servirà a molto stanotte.
– Faremo dei falò – disse Justo.
– Sei pazzo? – dissi. – Vuoi che venga la polizia?
– Si può sistemare la cosa – disse Briceño senza convinzione. – Si potrebbe rinviare la faccenda fino a domani. Non vanno a combattere al buio.
Nessuno rispose e Briceño non tornò a insistere.
– E’ qui “La Balsa” disse Leon.
Tempo fa, nessuno sapeva quando, era caduto sul letto del fiume un tronco di carrubo così grande da coprire tre quarti della sua ampiezza. Era molto pesante, e, quando si abbassava, l’acqua non riusciva a sollevarlo ma solo a trascinarlo per alcuni metri, di modo che ogni anno “La Balsa” si allontanava un po’ di più dalla città. Nessuno sapeva chi le avesse dato il nome “La Balsa”, ma così la chiamavano tutti.
– Quelli son già lì – disse Leon.
Ci fermammo a circa cinque metri da “La Balsa”. Nel debole splendore notturno non distinguevamo le facce di coloro che ci aspettavano, solo le loro sagome. Erano cinque. Le contai cercando inutilmente di scoprire Lo Zoppo.
– Vai tu – disse Justo.
Avanzai lentamente verso il tronco, cercando che la mia faccia conservasse un’espressione serena.
– Fermi! – gridò qualcuno. – Chi è?
– Juliàn – gridai. – Juliàn Huertas. Siete ciechi?
Mi venne incontro una piccola figura. Era el Chalupas.
– Stavamo andandocene – disse. Pensavamo che Justito fosse andato al commissariato a chiedere che lo proteggessero.
– Voglio trattare con un uomo – gridai, senza rispondergli. – Non con questo pupazzo.
– Sei molto coraggioso? – domandò el Chalupas, con voce alterata.
– Silenzio! – disse Lo Zoppo.
Si erano avvicinati tutti e Lo Zoppo venne verso di me. Era alto, molto più di tutti i presenti. Nella penombra, non riuscivo a vedere; potevo solo immaginare la sua faccia corazzata da granelli di pelle, il color olivastro della pelle glabra, i minuscoli fori degli occhi infossati e corti come due punti dentro quella massa di carne, interrotta dagli zigomi oblunghi, e le sue labbra grosse come dita, che gli pendevano dal mento triangolare di iguana. Zoppicava dal piede sinistro; dicevano che in questa gamba avesse una cicatrice a forma di croce, ricordo di un maiale che l’aveva morso mentre dormiva, ma nessuno l’aveva vista.
– Perché hai portato Leonidas? -disse Lo Zoppo con voce rauca.
– Leonidas? Chi ha portato Leonidas?
Lo Zoppo fece segno lateralmente con il dito. Il vecchio era rimasto qualche metro più in là, sulla sabbia, e a sentir fare il suo nome si avvicinò.
– Che cosa c’entro io! – disse, guardando fisso Lo Zoppo – Non ho bisogno che mi portino. Sono venuto da solo, coi miei piedi, perché ne avevo voglia. Se stai cercando pretesti per non combattere, dillo.
Lo Zoppo vacillò prima di rispondere. Pensai che l’avrebbe insultato, e rapidamente portai la mano alla tasca posteriore.
– Non si metta di mezzo, vecchio – disse Lo Zoppo amabilmente. – Non ho intenzione di litigare con lei.
– Non creda che sono tanto vecchio – disse Leonidas – Ne ho tirati giù molti che erano migliori di te.
– Va bene, vecchio – disse Lo Zoppo. – Le credo. – Si rivolse a me: – Sono pronti?
– Sì. Dì ai tuoi amici che non si intromettano. Se lo fanno, peggio per loro.
Lo Zoppo rise.
– Tu sai benissimo, Julian, che non ho bisogno di rinforzi. Soprattutto oggi. Non preoccuparti.
Uno di quelli che stavano dietro Lo Zoppo rise anche lui. Lo Zoppo mi allungò qualcosa. Tesi la mano: la lama del coltello era all’aria e io l’avevo presa per il filo; sentii un piccolo graffio sulla palma e un brivido, il metallo pareva un pezzo di ghiaccio.
– Hai dei fiammiferi, vecchio?
Leonidas accese un fiammifero e lo tenne fra le dita finché il fuoco gli lambì le unghie. Alla fragile luce della fiamma esaminai minuziosamente il coltello, lo misurai per il largo e per il lungo, ne verificai il taglio e il peso.
– Va bene – dissi.
Chunga camminò tra Leonidas e me. Quando raggiungemmo gli altri, Briceño stava fumando e a ogni boccata che dava, immediatamente si illuminavano i volti di Justo, impassibile con le labbra strette, di Leon che masticava qualcosa forse un filo d’erba, di Briceño stesso che sudava.
– Chi ti ha detto che sarei venuto? – domando Justo, severamente.
– Nessuno me l’ha detto, – affermò Leonidas a voce alta. – Sono venuto perché volevo venire. Me ne vuoi chiedere conto?
Justo non rispose. Gli feci un segno e gli indicai Chunga che era rimasto un poco indietro. Justo tirò fuori il suo coltello e lo lanciò. L’arma cadde su qualche parte del corpo di Chunga e questi si contrasse.
– Scusa – dissi, palpando la sabbia in cerca del coltello. Mi è scappato. Eccolo qui.
– La fortuna ti sta per lasciare – disse Chunga.
Poi, come avevo fatto io, alla luce di un fiammifero passò le dita sulla lama, ce la restituì senza dire nulla, e ritornò verso “La Balsa” camminando a lunghi passi. Restammo alcuni minuti in silenzio, aspirando il profumo delle vicine piante di cotone, che una brezza calda trascinava in direzione del ponte. Dietro di noi, ai due lati del canale, si vedevano le luci tremolanti della città. Il silenzio era quasi assoluto; a volte. lo rompevano bruscamente latrati o ragli.
– Pronti! – esclamò una voce dall’altro lato.
– Pronti! – gridai io.
Nel gruppo di uomini che era vicino a “La Balsa” ci furono movimenti e mormorii; poi un’ombra zoppicante scivolò fino al centro del terreno limitato dai due gruppi. Lì, vidi Lo Zoppo esaminare il suolo con i piedi; controllava se c’erano pietre, buche. Cercai con gli occhi Justo; Leon e Briceño avevano passato le braccia sulle sue spalle. Justo si distaccò rapidamente. Quando fu al mio fianco, sorrise. Gli tesi la mano. Cominciò ad allontanarsi, ma Leonidas fece un salto e lo prese per le spalle. Il Vecchio si tolse una coperta che portava sulla schiena. Era al mio fianco.
– Non avvicinarti a lui neanche un momento. – Il vecchio parlava lentamente, con voce leggermente tremante. – Sempre da lontano. Ballagli intorno finché crolla. Soprattutto attenzione allo stomaco e alla faccia. Tieni sempre il braccio teso. Stai basso, ben piantato … Su, va, comportati da uomo …
Justo ascoltò Leonidas con la testa bassa. Credetti che l’avrebbe abbracciato, ma si limitò a fare un gesto brusco. Strappò la coperta dalle mani del vecchio e se l’avvolse sul braccio. Poi si allontanò; camminava sulla sabbia con passo fermo, con la testa alta. Nella sua mano destra, mentre si allontanava da noi, il corto pezzo di metallo mandava riflessi. Justo si fermò a due metri da Lo Zoppo.
Rimasero immobili alcuni istanti, in silenzio, sicuramente dicendosi con gli occhi quanto si odiavano, osservandosi, i muscoli tesi sotto i vestiti, la mano destra schiacciata con ira sui coltelli. Da lontano, seminascosti dalla tiepida oscurità della notte, non sembravano due uomini che si accingevano a combattere, ma due statue sfocate, scavate in un materiale nero, o le ombre di due giovani e massicci carrubi della riva, proiettati nell’aria, non sulla sabbia. Quasi simultaneamente, come rispondendo ad una urgente voce di comando, cominciarono a muoversi. Forse il primo fu Justo; un secondo prima, iniziò sul posto un rollio lentissimo, che gli saliva dalle ginocchia fino alle spalle, e Lo Zoppo lo imitò, dondolandosi anche lui, senza allontanare i piedi. Le loro posture erano identiche; il braccio destro avanti, lievemente piegato con il gomito verso l’esterno, la mano che puntava verso il centro dell’avversario, e il braccio sinistro , avvolto nella coperta, sproporzionato, gigantesco, di traverso come uno scudo all’altezza del viso. All’inizio solo i loro corpi si muovevano, le teste, i piedi e le mani rimanevano fermi. Impercettibilmente, i due si erano andati inclinando, distendendo la schiena, le gambe in flessione, come per lanciarsi in acqua. Lo Zoppo fu il primo ad attaccare; fece improvvisamente un salto in avanti, il suo braccio descrisse un cerchio veloce. Il tracciato dell’arma nel vuoto , che sfiorò Justo senza ferirlo, non era ancora compiuto quando questi, che era rapido, cominciò a girare. Senza aprire la guardia, tesseva un cerchio intorno all’altro, scivolando morbidamente sulla sabbia, a un ritmo ogni volta più intenso. Lo Zoppo girava sul posto. Si era raccolto di più, e mentre faceva dei giri su se stesso, seguendo la direzione del suo avversario, lo seguiva ininterrottamente con lo sguardo, come ipnotizzato. Improvvisamente Justo si bloccò; lo vedemmo cadere sopra l’altro con tutto il suo corpo e ritornare al suo posto in un secondo, come un pupazzo a molla.
– Ecco – mormorò Briceño . – Lo ha ferito.
– Nella spalla – disse Leonidas. – Ma appena appena.
Senza aver dato un grido, fermo nella sua posizione, Lo Zoppo continuava la sua danza, mentre Justo non si limitava più ad avanzare in tondo; allo stesso tempo si avvicinava e si allontanava da Lo Zoppo agitando la coperta, apriva e chiudeva la guardia, offriva il suo corpo e lo negava, schivo, agile, tentando e sfuggendo al suo contendente come una donna in calore. Voleva stordirlo, ma Lo Zoppo aveva esperienza e risorse. Ruppe il cerchio retrocedendo, sempre inclinato, obbligando Justo a fermarsi e seguirlo. Questi lo seguiva a passi molto corti, la testa in avanti, la faccia protetta dalla coperta che pendeva dal suo braccio; Lo Zoppo fuggiva strascicando i piedi, curvo fino quasi a toccare la sabbia con le ginocchia. Justo allungò due volte il braccio, e due volte incontrò solo il vuoto. – Non avvicinarti tanto -, disse Leonidas vicino a me, a voce così bassa che solo io potevo udirlo, nel momento in cui la massa, l’ombra deforme e larga che si era rimpicciolita, ripiegandosi su se stessa come un bruco, riacquistava brutalmente la sua statura normale e, crescendo e tirandosi, ci sottraeva alla vista Justo. Per uno, due, forse tre minuti restammo senza fiato, vedendo la figura smisurata dei combattenti abbracciati e sentimmo un rumore breve, il primo che udivamo durante il combattimento, simile a un rutto. Un istante dopo si alzò su un lato dell’ombra gigantesca, un’altra, più sottile e slanciata, che con due salti tornò ad alzare una muraglia invisibile tra i lottatori. Questa volta cominciò Lo Zoppo a girare; muoveva il piede destro e trascinava il sinistro. Io mi sforzavo invano perchè i miei occhi attraversassero la penombra e leggessero sulla pelle di Justo quello che era avvenuto in quei tre secondi, quando i due avversari, uniti come due amanti, formavano un solo corpo. “Esci di lì!”, disse Leonidas molto lentamente. -Perché diavolo combatti da così vicino? -. Misteriosamente, come se la leggera brezza gli avesse portato questo messaggio segreto, Justo cominciò a saltellare come Lo Zoppo. Accovacciati, attenti, feroci, passavano dalla difesa all’attacco e poi alla difesa con la velocità del lampo, ma le finte non sorprendevano nessuno: al movimento rapido del braccio nemico, steso come per lanciare una pietra, che cercava non di ferire ma di sconcertare l’avversario, di confonderlo per un istante, di spezzarne la guardia, rispondeva l’altro, automaticamente, alzando il braccio sinistro, senza muoversi. Non riuscivo a vedere le facce, ma chiudevo gli occhi e le vedevo, meglio che se fossi stato in mezzo a loro; Lo Zoppo, sudato, la bocca serrata, i suoi occhietti di porco ardenti, fiammeggianti dietro le palpebre, la sua pelle palpitante, le narici del suo naso schiacciato e largo quanto la bocca agitate, con un tremore inverosimile; e Justo con la sua abituale maschera di disprezzo, accentuata dalla collera, e le sue labbra umide di esasperazione e di fatica. Aprii gli occhi in tempo per vedere Justo precipitarsi da folle, ciecamente sopra l’altro, dandogli tutti i vantaggi, offrendo il viso, scoprendo assurdamente il corpo. L’ira e l’impazienza fecero alzare il suo corpo, lo mantennero stranamente in aria, stagliato contro il cielo, lo scaraventarono sulla sua preda con violenza. Questa esplosione selvaggia dovette cogliere di sorpresa Lo Zoppo che per un tempo brevissimo restò indeciso e, quando si chinò, allungando il braccio come una freccia, nascondendo alla nostra vista la brillante lama che seguivamo allucinati, allora sapemmo che il gesto di follia di Justo non era stato del tutto inutile. Con lo scontro, la notte che ci avvolgeva si riempì di ruggiti laceranti e profondi che scaturivano come scintille dai combattenti. Non lo sapevamo allora e non lo sapremo quanto tempo rimasero abbracciati in quel poliedro convulso, ma anche senza distinguere chi era chi, senza sapere da che braccio partissero quei colpi, che gola proferisse quei ruggiti che si succedevano come echi, vedemmo molte volte, nell’aria, tremanti verso il cielo, o in mezzo all’ombra, in basso, sui lati, le lame nude dei coltelli, veloci, illuminate, nascondersi e riapparire, sprofondare o vibrare nella notte, come in uno spettacolo di magia.
Rimanemmo ansanti e avidi, senza respirare, gli occhi dilatati, mormorando forse parole incomprensibili, fin tanto che la piramide umana si divise, tagliata improvvisamente nel centro da una coltellata invisibile; i due furono lanciati fuori, come magnetizzati nella parte posteriore, nello stesso momento, con la stessa violenza. Si ritrovarono a un metro di distanza. ansimanti. – Bisogna fermarli, disse la voce di Leon. Basta. – Ma prima che tentassimo di muoverci, Lo Zoppo come un bolide aveva abbandonato la sua posizione. Justo non evitò l’attacco ed entrambi rotolarono al suolo. Si contorcevano sulla sabbia, rotolandosi uno sopra l’altro, fendendo l’aria con rantoli sordi. Questa volta la lotta fu breve. Ben presto furono fermi, stesi nel letto del fiume, come se stessero dormendo. Stavo per correre verso di loro quando, forse indovinando la mia intenzione, qualcuno si alzò all’improvviso e rimase in piedi vicino al caduto, oscillando peggio che un ubriaco. Era Lo Zoppo
Nella lotta, avevano perso persino le coperte, che giacevano un poco più in là, simili a una pietra con molti vertici. – Andiamo – , disse Leon. Ma anche questa volta successe qualcosa che ci mantenne immobili. Justo si alzava, con difficoltà, appoggiando tutto il suo corpo sul braccio destro e coprendo la testa con la mano libera, come se volesse allontanare dai suoi occhi una visione orribile. Quando fu in piedi, Lo Zoppo indietreggiò di alcuni passi. Justo barcollava. Non aveva allontanato il braccio dalla faccia. Sentimmo allora una voce che tutti conoscevamo, ma che questa volta non avremmo riconosciuto se ci avesse colto di sorpresa nelle tenebre.
– Juliàn! – gridò Lo Zoppo. – Digli che si arrenda!
Mi girai a guardare Leonidas, ma incontrai di mezzo la faccia di Leon: osservava la scena con espressione atroce. Tornai a guardarli: erano di nuovo uniti. Aizzato dalle parole de Lo Zoppo, Justo sicuramente aveva allontanato il braccio dalla faccia nel secondo in cui io mi ero distratto dal combattimento, e si era gettato sopra il nemico tirando fuori le ultime forze dalla sua amarezza di vinto. Lo Zoppo si liberò facilmente di questo assalto sentimentale e inutile, facendo un salto indietro:
– Don Leonidas! – gridò di nuovo con accento furioso e supplichevole. – Gli dica di arrendersi!
– Sta zitto e combatti! muggì Leonidas, senza vacillare.
Justo aveva tentato nuovamente un assalto, ma noi, soprattutto Leonidas, che era vecchio e aveva visto molti combattimenti nella sua vita, sapevamo non c’era più nulla da fare, che il suo braccio non aveva forza neanche per graffiare la pelle olivastra de Lo Zoppo. Con l’angoscia che nasceva dal più profondo, saliva fino alla bocca, seccandola, e fino agli occhi, offuscandoli, li vedemmo lottare al rallentatore ancora per un momento, fino a che l’ombra si frammentò una volta di più: qualcuno crollava a terra con un rumore secco. Quando arrivammo dove giaceva Justo, Lo Zoppo si era ritirato verso i suoi, e tutti insieme cominciarono ad allontanarsi senza parlare. Misi la faccia vicino al suo petto, notando appena che una sostanza calda mi inumidiva il collo e la spalla, mentre la mia mano esplorava il suo ventre e la sua schiena fra strappi di tela e affondava a volte nel corpo flaccido, bagnato e freddo. Briceño e Leon si tolsero le giacche, lo avvolsero con cura e lo alzarono per i piedi e per le braccia. Io cercai la coperta di Leonidas, che era qualche passo più in là, e con essa gli coprii la faccia a tastoni, senza guardare. Poi, fra tutti e tre, lo caricammo sulle spalle su due fila, come in una bara, e camminammo, uniformando il passo, in direzione del sentiero che saliva lungo la riva del fiume e che ci avrebbe condotto alla città.
– Non piangere, vecchio – disse Leon. – Non ho conosciuto nessuno tanto coraggioso come tuo figlio. Dico la verità.
Leonidas non rispose. Veniva dietro di me, di modo che non potevo vederlo. All’altezza dei primi ranch di Castilla, domandai:
– Lo portiamo a casa sua, Don Leonidas?
– Sì – disse il vecchio, precipitosamente, come se non avesse ascoltato ciò che gli dicevo.
Stampa il racconto
– Cosa succede? – domandò Leon.
Leonida si trascinò una sedia e sedette vicino a noi.
– Muoio di sete.
Gli servii un bicchiere pieno fino all’orlo e la spuma traboccò sul tavolo. Leonidas soffiò lentamente e rimase a guardare, pensoso, come scoppiavano le bollicine. Poi bevve tutto d’un sorso fino all’ultima goccia.
– Justo combatterà stanotte – disse con voce strana.
Rimanemmo zitti per un momento. Leon bevve, Briceño accese una sigaretta.
– Mi ha incaricato di avvisarvi – aggiunse Leonidas. – Vuole che andiate.
Alla fine Briceño domandò:
– Come è successo?
– Si sono incontrati stasera a Catacaos. – Leonidas si pulì la fronte con la mano e la scosse nell’aria: alcune gocce di sudore caddero dalle sue dita al suolo. – Vi immaginate il resto …
– Bene – disse Leon. Se dovevano combattere, meglio che sia così, nel rispetto della legge. Non c’è da preoccuparsi. Justo sa cosa fa.
– Sì – ripeté Leonidas con un’aria un po’ andata. – Forse è meglio che sia così.
Le bottiglie si erano svuotate. Soffiava la brezza, e poco prima avevamo smesso di ascoltare la banda della caserma Grau che suonava in piazza. Il ponte era affollato della gente che tornava dal concerto e anche le coppie che avevano cercato la penombra del molo cominciavano ad abbandonare i loro nacondigli. Per la porta del “Río Bar” passava molta gente. Alcuni entravano. Ben presto la terrazza si riempì di uomini e donne che parlavano ad alta voce e ridevano.
– Sono quasi le nove – disse Leon. – Meglio che andiamo.
Uscimmo.
– Bene, ragazzi – disse Leonidas. – Grazie della birra.
– Sarà alla “Balsa”, no? – chiese Briceño.
– Sì. Alle undici. Justo li aspetterà alle dieci e mezza, proprio qui.
Il vecchio fece un gesto di commiato e si allontanò verso Avenida Castilla. Viveva nei dintorni, all’inizio dell’arenile, in un ranch solitario che sembrava vigilare sulla città. Camminammo verso la piazza. Era quasi deserta. Vicino all’Hotel de Turistas alcuni giovani stavano discutendo e gridando. Passandogli accanto vedemmo in mezzo a loro una ragazza che li ascoltava sorridendo. Era carina e sembrava divertirsi.
– Lo Zoppo lo ammazzerà – disse improvvisamente Briceño.
– Sta zitto – disse Leon.
Ci separammo all’angolo della chiesa. Camminai velocemente fino a casa. Non c’era nessuno. Mi misi una tuta e due pullover e nascosi il coltello nella tasca posteriore dei pantaloni, avvolto in un fazzoletto. Quando stavo uscendo incontrai mia moglie che arrivava.
– Di nuovo in giro? – disse.
– Sì. Devo sistemare una faccenda.
Il bambino dormiva tra le sue braccia ed ebbi l’impressione che fosse morto.
– Devi alzarti presto – insistette lei. – Hai dimenticato che lavori la domenica?
– Non preoccuparti – dissi. – Torno fra pochi minuti.
Camminai fino al “Río Bar” e mi sedetti al banco. Chiesi una birra e un sandwich che non finii: avevo perso l’appetito. Qualcuno mi toccò la spalla. Era Moisés, il padrone del locale.
– E’ certa la storia del combattimento?
– Sì, sarà alla “Balsa”. Meglio che stai zitto.
– Non c’è bisogno che mi avverti – disse. – L’ho saputo poco fa. Mi spiace per Justo però se l’è andata a cercare da tempo. E Lo Zoppo non ha molta pazienza, come sappiamo.
– Lo Zoppo è uno schifo d’uomo.
– Era tuo amico un tempo … – cominciò a dire Moisés, ma si trattenne.
Qualcuno chiamò dalla terrazza e lui si allontanò, ma dopo pochi minuti era di nuovo al mio fianco.
– Vuoi che venga? – mi domandò.
– No. Bastiamo noi, grazie.
– Bene. Avvisami se posso essere d’aiuto in qualcosa. Justo è anche mio amico. – Prese un sorso della mia birra senza chiedermi permesso. – Ieri notte Lo Zoppo era qui con il suo gruppo. Non faceva che parlare di Justo e giurava che l’avrebbe fatto a pezzi. Ho pregato perché non vi capitasse di fare un giro da queste parti.
– Avrei voluto vederlo Lo Zoppo – dissi. – Quando è furioso, la sua faccia è molto buffa. Moisés fece una risata.
– La scorsa notte sembrava il diavolo. Ed è così brutto, il tipo. Non lo si può guardare per molto senza sentire nausea.
Finii la birra e uscii a camminare lungo il molo, ma rientrai subito. Dalla porta del “Río Bar” vidi Justo, solo, seduto nella terrazza. Aveva scarpe da ginnastica e una tuta scolorita che gli saliva su per il collo fino alle orecchie. Visto di profilo, contro l’oscurità dell’esterno, sembrava un bambino, una donna: da questo lato i suoi lineamenti erano delicati, dolci. Quando sentì i miei passi, si voltò, scoprendo alla mia vista la macchia violacea che feriva l’altra metà del suo viso, dagli angoli della bocca fino alla fronte. (Alcuni dicevano che era stato un colpo ricevuto da bambino in una lite, ma Leonidas assicurava che era nato il giorno dell’inondazione e che questa macchia era lo spavento della madre nel vedere avanzare l’acqua fino alla porta di casa).
– Sono appena arrivato – disse. – Che è degli altri?
– Vengono. Devono essere per strada.
Justo mi guardò di fronte. Sembrava che stesse per sorridere, ma si fece serio e girò la testa.
– Come è andata la faccenda di questa sera?
Scosse le spalle e fece un gesto vago.
– Ci siamo incontrati al “Carro Hundido”. Io stavo entrando a bere qualcosa e mi trovo faccia faccia con Lo Zoppo e la sua gente. Ti rendi conto? Se non passa il parroco, mi sgozzano sul posto. Mi si sono buttati addosso come dei cani. Come cani rabbiosi. Il parroco ci ha separati.
– Sei uomo? gridò Lo Zoppo.
– Più di te – gridò Justo.
– Calmi, bestie – diceva il parroco.
– Allora questa notte a “La Balsa”? gridò Lo Zoppo.
– Bene – disse Justo. – Questo fu tutto.
La gente che stava nel “Río Bar” era diminuita. Rimanevano alcune persone al banco, ma sulla terrazza c’eravamo solo noi.
– Ho portato questo – dissi, allungandogli il fazzoletto.
Justo aprì il coltello e lo misurò. La lama aveva esattamente le dimensioni della sua mano, dal polso alle unghie. Poi tirò fuori l’altro coltello dalla sua tasca e li confrontò.
– Sono uguali – disse. – Mi terrò il mio.
Ordinò una birra e la bevemmo senza parlare, fumando.
Non so che ora sia – disse Justo – Ma deve essere più delle dieci. Andiamo a raggiungerli.
All’altezza del ponte incontrammo Briceño e Leon. Salutarono Justo, gli strinsero la mano.
– Fratello- disse Leon – lo farai a pezzi.
– Non se ne parla – disse Briceño – Lo Zoppo non ha nulla a che fare con te.
I due avevano gli stessi vestiti di prima, e sembravano essersi messi d’accordo per mostrare sicurezza di fronte a Justo, e persino una certa allegria.
– Scendiamo di qua – disse Leon – E’ più corto.
– No – disse Justo. – Facciamo il giro. Non ho voglia di rompermi una gamba, ora.
Era strano questo timore, perché eravamo sempre scesi lungo il letto del fiume, calandoci lungo l’intreccio di ferri che sostegnono il ponte. Avanzammo di cento metri lungo il viale, poi voltammo a destra e camminammo per un po’ in silenzio. Mentre scendeva per il minuscolo sentiero verso il letto del fiume, Briceño inciampò e lanciò un’imprecazione. La sabbia era tiepida e i nostri piedi sprofondavano, come se camminassimo su un mare di cotone. Leon guardò attentamente il cielo.
– Ci sono molte nuvole – disse; – la luna non servirà a molto stanotte.
– Faremo dei falò – disse Justo.
– Sei pazzo? – dissi. – Vuoi che venga la polizia?
– Si può sistemare la cosa – disse Briceño senza convinzione. – Si potrebbe rinviare la faccenda fino a domani. Non vanno a combattere al buio.
Nessuno rispose e Briceño non tornò a insistere.
– E’ qui “La Balsa” disse Leon.
Tempo fa, nessuno sapeva quando, era caduto sul letto del fiume un tronco di carrubo così grande da coprire tre quarti della sua ampiezza. Era molto pesante, e, quando si abbassava, l’acqua non riusciva a sollevarlo ma solo a trascinarlo per alcuni metri, di modo che ogni anno “La Balsa” si allontanava un po’ di più dalla città. Nessuno sapeva chi le avesse dato il nome “La Balsa”, ma così la chiamavano tutti.
– Quelli son già lì – disse Leon.
Ci fermammo a circa cinque metri da “La Balsa”. Nel debole splendore notturno non distinguevamo le facce di coloro che ci aspettavano, solo le loro sagome. Erano cinque. Le contai cercando inutilmente di scoprire Lo Zoppo.
– Vai tu – disse Justo.
Avanzai lentamente verso il tronco, cercando che la mia faccia conservasse un’espressione serena.
– Fermi! – gridò qualcuno. – Chi è?
– Juliàn – gridai. – Juliàn Huertas. Siete ciechi?
Mi venne incontro una piccola figura. Era el Chalupas.
– Stavamo andandocene – disse. Pensavamo che Justito fosse andato al commissariato a chiedere che lo proteggessero.
– Voglio trattare con un uomo – gridai, senza rispondergli. – Non con questo pupazzo.
– Sei molto coraggioso? – domandò el Chalupas, con voce alterata.
– Silenzio! – disse Lo Zoppo.
Si erano avvicinati tutti e Lo Zoppo venne verso di me. Era alto, molto più di tutti i presenti. Nella penombra, non riuscivo a vedere; potevo solo immaginare la sua faccia corazzata da granelli di pelle, il color olivastro della pelle glabra, i minuscoli fori degli occhi infossati e corti come due punti dentro quella massa di carne, interrotta dagli zigomi oblunghi, e le sue labbra grosse come dita, che gli pendevano dal mento triangolare di iguana. Zoppicava dal piede sinistro; dicevano che in questa gamba avesse una cicatrice a forma di croce, ricordo di un maiale che l’aveva morso mentre dormiva, ma nessuno l’aveva vista.
– Perché hai portato Leonidas? -disse Lo Zoppo con voce rauca.
– Leonidas? Chi ha portato Leonidas?
Lo Zoppo fece segno lateralmente con il dito. Il vecchio era rimasto qualche metro più in là, sulla sabbia, e a sentir fare il suo nome si avvicinò.
– Che cosa c’entro io! – disse, guardando fisso Lo Zoppo – Non ho bisogno che mi portino. Sono venuto da solo, coi miei piedi, perché ne avevo voglia. Se stai cercando pretesti per non combattere, dillo.
Lo Zoppo vacillò prima di rispondere. Pensai che l’avrebbe insultato, e rapidamente portai la mano alla tasca posteriore.
– Non si metta di mezzo, vecchio – disse Lo Zoppo amabilmente. – Non ho intenzione di litigare con lei.
– Non creda che sono tanto vecchio – disse Leonidas – Ne ho tirati giù molti che erano migliori di te.
– Va bene, vecchio – disse Lo Zoppo. – Le credo. – Si rivolse a me: – Sono pronti?
– Sì. Dì ai tuoi amici che non si intromettano. Se lo fanno, peggio per loro.
Lo Zoppo rise.
– Tu sai benissimo, Julian, che non ho bisogno di rinforzi. Soprattutto oggi. Non preoccuparti.
Uno di quelli che stavano dietro Lo Zoppo rise anche lui. Lo Zoppo mi allungò qualcosa. Tesi la mano: la lama del coltello era all’aria e io l’avevo presa per il filo; sentii un piccolo graffio sulla palma e un brivido, il metallo pareva un pezzo di ghiaccio.
– Hai dei fiammiferi, vecchio?
Leonidas accese un fiammifero e lo tenne fra le dita finché il fuoco gli lambì le unghie. Alla fragile luce della fiamma esaminai minuziosamente il coltello, lo misurai per il largo e per il lungo, ne verificai il taglio e il peso.
– Va bene – dissi.
Chunga camminò tra Leonidas e me. Quando raggiungemmo gli altri, Briceño stava fumando e a ogni boccata che dava, immediatamente si illuminavano i volti di Justo, impassibile con le labbra strette, di Leon che masticava qualcosa forse un filo d’erba, di Briceño stesso che sudava.
– Chi ti ha detto che sarei venuto? – domando Justo, severamente.
– Nessuno me l’ha detto, – affermò Leonidas a voce alta. – Sono venuto perché volevo venire. Me ne vuoi chiedere conto?
Justo non rispose. Gli feci un segno e gli indicai Chunga che era rimasto un poco indietro. Justo tirò fuori il suo coltello e lo lanciò. L’arma cadde su qualche parte del corpo di Chunga e questi si contrasse.
– Scusa – dissi, palpando la sabbia in cerca del coltello. Mi è scappato. Eccolo qui.
– La fortuna ti sta per lasciare – disse Chunga.
Poi, come avevo fatto io, alla luce di un fiammifero passò le dita sulla lama, ce la restituì senza dire nulla, e ritornò verso “La Balsa” camminando a lunghi passi. Restammo alcuni minuti in silenzio, aspirando il profumo delle vicine piante di cotone, che una brezza calda trascinava in direzione del ponte. Dietro di noi, ai due lati del canale, si vedevano le luci tremolanti della città. Il silenzio era quasi assoluto; a volte. lo rompevano bruscamente latrati o ragli.
– Pronti! – esclamò una voce dall’altro lato.
– Pronti! – gridai io.
Nel gruppo di uomini che era vicino a “La Balsa” ci furono movimenti e mormorii; poi un’ombra zoppicante scivolò fino al centro del terreno limitato dai due gruppi. Lì, vidi Lo Zoppo esaminare il suolo con i piedi; controllava se c’erano pietre, buche. Cercai con gli occhi Justo; Leon e Briceño avevano passato le braccia sulle sue spalle. Justo si distaccò rapidamente. Quando fu al mio fianco, sorrise. Gli tesi la mano. Cominciò ad allontanarsi, ma Leonidas fece un salto e lo prese per le spalle. Il Vecchio si tolse una coperta che portava sulla schiena. Era al mio fianco.
– Non avvicinarti a lui neanche un momento. – Il vecchio parlava lentamente, con voce leggermente tremante. – Sempre da lontano. Ballagli intorno finché crolla. Soprattutto attenzione allo stomaco e alla faccia. Tieni sempre il braccio teso. Stai basso, ben piantato … Su, va, comportati da uomo …
Justo ascoltò Leonidas con la testa bassa. Credetti che l’avrebbe abbracciato, ma si limitò a fare un gesto brusco. Strappò la coperta dalle mani del vecchio e se l’avvolse sul braccio. Poi si allontanò; camminava sulla sabbia con passo fermo, con la testa alta. Nella sua mano destra, mentre si allontanava da noi, il corto pezzo di metallo mandava riflessi. Justo si fermò a due metri da Lo Zoppo.
Rimasero immobili alcuni istanti, in silenzio, sicuramente dicendosi con gli occhi quanto si odiavano, osservandosi, i muscoli tesi sotto i vestiti, la mano destra schiacciata con ira sui coltelli. Da lontano, seminascosti dalla tiepida oscurità della notte, non sembravano due uomini che si accingevano a combattere, ma due statue sfocate, scavate in un materiale nero, o le ombre di due giovani e massicci carrubi della riva, proiettati nell’aria, non sulla sabbia. Quasi simultaneamente, come rispondendo ad una urgente voce di comando, cominciarono a muoversi. Forse il primo fu Justo; un secondo prima, iniziò sul posto un rollio lentissimo, che gli saliva dalle ginocchia fino alle spalle, e Lo Zoppo lo imitò, dondolandosi anche lui, senza allontanare i piedi. Le loro posture erano identiche; il braccio destro avanti, lievemente piegato con il gomito verso l’esterno, la mano che puntava verso il centro dell’avversario, e il braccio sinistro , avvolto nella coperta, sproporzionato, gigantesco, di traverso come uno scudo all’altezza del viso. All’inizio solo i loro corpi si muovevano, le teste, i piedi e le mani rimanevano fermi. Impercettibilmente, i due si erano andati inclinando, distendendo la schiena, le gambe in flessione, come per lanciarsi in acqua. Lo Zoppo fu il primo ad attaccare; fece improvvisamente un salto in avanti, il suo braccio descrisse un cerchio veloce. Il tracciato dell’arma nel vuoto , che sfiorò Justo senza ferirlo, non era ancora compiuto quando questi, che era rapido, cominciò a girare. Senza aprire la guardia, tesseva un cerchio intorno all’altro, scivolando morbidamente sulla sabbia, a un ritmo ogni volta più intenso. Lo Zoppo girava sul posto. Si era raccolto di più, e mentre faceva dei giri su se stesso, seguendo la direzione del suo avversario, lo seguiva ininterrottamente con lo sguardo, come ipnotizzato. Improvvisamente Justo si bloccò; lo vedemmo cadere sopra l’altro con tutto il suo corpo e ritornare al suo posto in un secondo, come un pupazzo a molla.
– Ecco – mormorò Briceño . – Lo ha ferito.
– Nella spalla – disse Leonidas. – Ma appena appena.
Senza aver dato un grido, fermo nella sua posizione, Lo Zoppo continuava la sua danza, mentre Justo non si limitava più ad avanzare in tondo; allo stesso tempo si avvicinava e si allontanava da Lo Zoppo agitando la coperta, apriva e chiudeva la guardia, offriva il suo corpo e lo negava, schivo, agile, tentando e sfuggendo al suo contendente come una donna in calore. Voleva stordirlo, ma Lo Zoppo aveva esperienza e risorse. Ruppe il cerchio retrocedendo, sempre inclinato, obbligando Justo a fermarsi e seguirlo. Questi lo seguiva a passi molto corti, la testa in avanti, la faccia protetta dalla coperta che pendeva dal suo braccio; Lo Zoppo fuggiva strascicando i piedi, curvo fino quasi a toccare la sabbia con le ginocchia. Justo allungò due volte il braccio, e due volte incontrò solo il vuoto. – Non avvicinarti tanto -, disse Leonidas vicino a me, a voce così bassa che solo io potevo udirlo, nel momento in cui la massa, l’ombra deforme e larga che si era rimpicciolita, ripiegandosi su se stessa come un bruco, riacquistava brutalmente la sua statura normale e, crescendo e tirandosi, ci sottraeva alla vista Justo. Per uno, due, forse tre minuti restammo senza fiato, vedendo la figura smisurata dei combattenti abbracciati e sentimmo un rumore breve, il primo che udivamo durante il combattimento, simile a un rutto. Un istante dopo si alzò su un lato dell’ombra gigantesca, un’altra, più sottile e slanciata, che con due salti tornò ad alzare una muraglia invisibile tra i lottatori. Questa volta cominciò Lo Zoppo a girare; muoveva il piede destro e trascinava il sinistro. Io mi sforzavo invano perchè i miei occhi attraversassero la penombra e leggessero sulla pelle di Justo quello che era avvenuto in quei tre secondi, quando i due avversari, uniti come due amanti, formavano un solo corpo. “Esci di lì!”, disse Leonidas molto lentamente. -Perché diavolo combatti da così vicino? -. Misteriosamente, come se la leggera brezza gli avesse portato questo messaggio segreto, Justo cominciò a saltellare come Lo Zoppo. Accovacciati, attenti, feroci, passavano dalla difesa all’attacco e poi alla difesa con la velocità del lampo, ma le finte non sorprendevano nessuno: al movimento rapido del braccio nemico, steso come per lanciare una pietra, che cercava non di ferire ma di sconcertare l’avversario, di confonderlo per un istante, di spezzarne la guardia, rispondeva l’altro, automaticamente, alzando il braccio sinistro, senza muoversi. Non riuscivo a vedere le facce, ma chiudevo gli occhi e le vedevo, meglio che se fossi stato in mezzo a loro; Lo Zoppo, sudato, la bocca serrata, i suoi occhietti di porco ardenti, fiammeggianti dietro le palpebre, la sua pelle palpitante, le narici del suo naso schiacciato e largo quanto la bocca agitate, con un tremore inverosimile; e Justo con la sua abituale maschera di disprezzo, accentuata dalla collera, e le sue labbra umide di esasperazione e di fatica. Aprii gli occhi in tempo per vedere Justo precipitarsi da folle, ciecamente sopra l’altro, dandogli tutti i vantaggi, offrendo il viso, scoprendo assurdamente il corpo. L’ira e l’impazienza fecero alzare il suo corpo, lo mantennero stranamente in aria, stagliato contro il cielo, lo scaraventarono sulla sua preda con violenza. Questa esplosione selvaggia dovette cogliere di sorpresa Lo Zoppo che per un tempo brevissimo restò indeciso e, quando si chinò, allungando il braccio come una freccia, nascondendo alla nostra vista la brillante lama che seguivamo allucinati, allora sapemmo che il gesto di follia di Justo non era stato del tutto inutile. Con lo scontro, la notte che ci avvolgeva si riempì di ruggiti laceranti e profondi che scaturivano come scintille dai combattenti. Non lo sapevamo allora e non lo sapremo quanto tempo rimasero abbracciati in quel poliedro convulso, ma anche senza distinguere chi era chi, senza sapere da che braccio partissero quei colpi, che gola proferisse quei ruggiti che si succedevano come echi, vedemmo molte volte, nell’aria, tremanti verso il cielo, o in mezzo all’ombra, in basso, sui lati, le lame nude dei coltelli, veloci, illuminate, nascondersi e riapparire, sprofondare o vibrare nella notte, come in uno spettacolo di magia.
Rimanemmo ansanti e avidi, senza respirare, gli occhi dilatati, mormorando forse parole incomprensibili, fin tanto che la piramide umana si divise, tagliata improvvisamente nel centro da una coltellata invisibile; i due furono lanciati fuori, come magnetizzati nella parte posteriore, nello stesso momento, con la stessa violenza. Si ritrovarono a un metro di distanza. ansimanti. – Bisogna fermarli, disse la voce di Leon. Basta. – Ma prima che tentassimo di muoverci, Lo Zoppo come un bolide aveva abbandonato la sua posizione. Justo non evitò l’attacco ed entrambi rotolarono al suolo. Si contorcevano sulla sabbia, rotolandosi uno sopra l’altro, fendendo l’aria con rantoli sordi. Questa volta la lotta fu breve. Ben presto furono fermi, stesi nel letto del fiume, come se stessero dormendo. Stavo per correre verso di loro quando, forse indovinando la mia intenzione, qualcuno si alzò all’improvviso e rimase in piedi vicino al caduto, oscillando peggio che un ubriaco. Era Lo Zoppo
Nella lotta, avevano perso persino le coperte, che giacevano un poco più in là, simili a una pietra con molti vertici. – Andiamo – , disse Leon. Ma anche questa volta successe qualcosa che ci mantenne immobili. Justo si alzava, con difficoltà, appoggiando tutto il suo corpo sul braccio destro e coprendo la testa con la mano libera, come se volesse allontanare dai suoi occhi una visione orribile. Quando fu in piedi, Lo Zoppo indietreggiò di alcuni passi. Justo barcollava. Non aveva allontanato il braccio dalla faccia. Sentimmo allora una voce che tutti conoscevamo, ma che questa volta non avremmo riconosciuto se ci avesse colto di sorpresa nelle tenebre.
– Juliàn! – gridò Lo Zoppo. – Digli che si arrenda!
Mi girai a guardare Leonidas, ma incontrai di mezzo la faccia di Leon: osservava la scena con espressione atroce. Tornai a guardarli: erano di nuovo uniti. Aizzato dalle parole de Lo Zoppo, Justo sicuramente aveva allontanato il braccio dalla faccia nel secondo in cui io mi ero distratto dal combattimento, e si era gettato sopra il nemico tirando fuori le ultime forze dalla sua amarezza di vinto. Lo Zoppo si liberò facilmente di questo assalto sentimentale e inutile, facendo un salto indietro:
– Don Leonidas! – gridò di nuovo con accento furioso e supplichevole. – Gli dica di arrendersi!
– Sta zitto e combatti! muggì Leonidas, senza vacillare.
Justo aveva tentato nuovamente un assalto, ma noi, soprattutto Leonidas, che era vecchio e aveva visto molti combattimenti nella sua vita, sapevamo non c’era più nulla da fare, che il suo braccio non aveva forza neanche per graffiare la pelle olivastra de Lo Zoppo. Con l’angoscia che nasceva dal più profondo, saliva fino alla bocca, seccandola, e fino agli occhi, offuscandoli, li vedemmo lottare al rallentatore ancora per un momento, fino a che l’ombra si frammentò una volta di più: qualcuno crollava a terra con un rumore secco. Quando arrivammo dove giaceva Justo, Lo Zoppo si era ritirato verso i suoi, e tutti insieme cominciarono ad allontanarsi senza parlare. Misi la faccia vicino al suo petto, notando appena che una sostanza calda mi inumidiva il collo e la spalla, mentre la mia mano esplorava il suo ventre e la sua schiena fra strappi di tela e affondava a volte nel corpo flaccido, bagnato e freddo. Briceño e Leon si tolsero le giacche, lo avvolsero con cura e lo alzarono per i piedi e per le braccia. Io cercai la coperta di Leonidas, che era qualche passo più in là, e con essa gli coprii la faccia a tastoni, senza guardare. Poi, fra tutti e tre, lo caricammo sulle spalle su due fila, come in una bara, e camminammo, uniformando il passo, in direzione del sentiero che saliva lungo la riva del fiume e che ci avrebbe condotto alla città.
– Non piangere, vecchio – disse Leon. – Non ho conosciuto nessuno tanto coraggioso come tuo figlio. Dico la verità.
Leonidas non rispose. Veniva dietro di me, di modo che non potevo vederlo. All’altezza dei primi ranch di Castilla, domandai:
– Lo portiamo a casa sua, Don Leonidas?
– Sì – disse il vecchio, precipitosamente, come se non avesse ascoltato ciò che gli dicevo.
Traduzione di Laura Ferruta