Un señor muy viejo con unas alas enormes / Un signore molto vecchio con delle ali enormi

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible, pero con una voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
—Es un ángel —les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en alta mar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la Tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca aquel varón de lástima que más bien parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra a su primado y para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaiquino que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando lo picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que profilaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y la del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron que no estuviera muy cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entenderse por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin sueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirando en trabalenguas de noruego viejo. Fue ésa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor en los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de esos cambios, porque se cuidaba muy bien para que nadie los notara, y para que nadie oyera las canciones de navegante que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó a la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas de vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
Il terzo giorno di pioggia avevano ammazzato così tanti granchi dentro casa che Pelayo dovette attraversare il patio allagato per buttarli in mare, perché il bambino appena nato aveva passato la notte con la febbre e si pensava fosse a causa della puzza. Il mondo era triste fin da martedì. Il cielo e il mare erano un tutt’uno di cenere, e la sabbia della spiaggia che in marzo splendeva come polvere di fuoco si era trasformata in una brodaglia di fango e di molluschi marci. A mezzogiorno la luce era così fioca che quando Pelayo tornò a casa dopo aver gettato i granchi gli costò fatica vedere cosa si muoveva e si lamentava in fondo al patio. Dovette avvicinarsi molto per scoprire che era un vecchio, steso a faccia in giù nel pantano, che nonostante i grandi sforzi non riusciva ad alzarsi perché glielo impedivano le sue enormi ali.
Spaventato da quell’incubo, Pelayo corse a cercare Elisenda, sua moglie, che stava facendo degli impacchi al bambino malato e la portò fino in fondo al patio. Tutti e due osservarono il corpo caduto con silenzioso stupore. Era vestito come uno straccivendolo. Gli rimanevano solo alcuni fili scoloriti sul cranio pelato e pochissimi denti nella bocca, e la sua pietosa condizione di bisnonno fradicio lo aveva privato di ogni grandezza. Le sue ali di grosso avvoltoio, sporche e mezzo spennacchiate, erano incagliate definitivamente nel pantano. Pelayo e Elisenda lo osservarono così a lungo e con tanta attenzione che ben presto si riebbero dallo stupore  e finirono per trovarlo familiare. Allora osarono parlargli, e lui rispose in un dialetto incomprensibile ma con una voce da navigante. Fu così che passarono sopra l’inconveniente delle ali e arrivarono con molto buon senso alla conclusione che era un naufrago solitario di qualche nave straniera affondata dalla tempesta. In ogni modo chiamarono una vicina che conosceva tutte le cose della vita e della morte perché lo vedesse, e a questa bastò un’occhiata per farli ricredere.
– E’ un angelo -disse loro. -Molto probabilmente veniva per il bambino, ma il poveretto è così vecchio che la pioggia lo ha fatto cadere.
Il giorno dopo tutti sapevano che nella casa di Pelayo tenevano prigioniero un angelo in carne ed ossa. Contro il parere della saggia vicina, per la quale gli angeli di questi tempi erano dei sopravvissuti in fuga da una cospirazione celestiale, non avevano avuto il coraggio di ammazzarlo a bastonate. Pelayo rimase a vigilarlo dalla cucina tutta la sera, armato del suo bastone da gendarme, e prima di andare a letto lo trascinò fuori dal pantano e lo chiuse nel pollaio con le galline. A mezzanotte, quando la pioggia terminò, Pelayo e Elisenda stavano ancora ammazzando granchi. Poco dopo il bambino si svegliò senza febbre e con voglia di mangiare. Allora si sentirono magnanimi e decisero di mettere l’angelo su una zattera con acqua dolce e provviste per tre giorni e di abbandonarlo al suo destino in alto mare. Ma quando uscirono nel patio alle prime luci del giorno, trovarono tutto il vicinato davanti al pollaio a scherzare con l’angelo senza la minima devozione e a tirargli roba da mangiare attraverso i buchi della rete, come se non fosse una creatura soprannaturale ma piuttosto un animale da circo.
Padre Gonzaga arrivò prima delle sette allarmato da quella notizia spropositata. A quell’ora erano accorsi curiosi meno frivoli di quelli dell’alba e avevano fatto ogni sorta di congetture sul futuro del prigioniero. I più semplici pensavano che sarebbe stato nominato sindaco del mondo. Altri, di spirito più rude, supponevano che sarebbe arrivato ad essere generale a cinque stelle per vincere tutte le guerre. Alcuni visionari speravano che venisse tenuto come stallone per fondare sulla Terra una stirpe di uomini alati e savi che si facessero carico dell’Universo. Ma padre Gonzaga, prima di essere prete, era stato un robusto taglialegna. Affacciato alla rete ripassò in un istante il suo  catechismo e poi chiese che gli aprissero la porta per esaminare da vicino quel pover’uomo che sembrava piuttosto un’enorme gallina decrepita in mezzo alle altre galline assorte. Era sdraiato in un angolo e si asciugava al sole le ali spiegate, fra le bucce di frutta  e gli avanzi della colazione che gli avevano tirato i mattinieri. Estraneo alle impertinenze del mondo, alzò appena i suoi occhi da antiquario e mormorò qualcosa nel suo dialetto quando padre Gonzaga entrò nel pollaio e gli diede il buongiorno in latino. Il parroco ebbe il primo sospetto sulla sua impostura quando si rese conto che non capiva la lingua di Dio né sapeva salutare i suoi ministri. Poi notò che visto da vicino sembrava troppo umano: aveva un odore insopportabile di intemperie, il rovescio delle ali pieno di alghe parassitarie, le penne più grandi danneggiate da venti terrestri, e nulla della sua natura miserabile si accordava con l’illustre dignità degli angeli. Allora abbandonò il pollaio e con un breve sermone mise in guardia i curiosi contro i rischi dell’ingenuità. Ricordò che il demonio aveva la brutta abitudine di ricorrere ad artifizi da carnevale per confondere gli incauti. Argomentò che se le ali non erano l’elemento essenziale per stabilire le differenze tra un falco e un aeroplano, tanto meno potevano esserlo per riconoscere gli angeli. In ogni caso, promise di scrivere una lettera al suo vescovo affinché questi ne scrivesse un’altra al suo primate affinché questi ne scrivesse un’altra al Sommo Pontefice, di modo che il verdetto finale provenisse dai tribunali più alti.
La sua prudenza cadde su cuori sterili. La notizia dell’angelo prigioniero si diffuse con tale rapidità che nel giro di poche ore c’era nel patio una baraonda da mercato, e dovettero far venire la truppa con le baionette per scacciare la folla in tumulto che  stava per buttar giù la casa. Elisenda, con la spina dorsale storta da tanto spazzare immondizia da fiera, ebbe allora la buona idea di recintare il patio e far pagare cinque centavos il biglietto d’entrata per vedere l’angelo.
Arrivarono curiosi fin dalla Martinica. Arrivò una fiera ambulante con un acrobata volante che passò a razzo varie volte sopra la folla, ma nessuno gli fece caso perché le sue ali non erano di angelo ma di pipistrello siderale. Arrivarono alla ricerca della salute i malati più disgraziati dei Caraibi: una povera donna che fin da bambina contava i battiti del suo cuore e non le bastavano più  i numeri, un giamaicano che non riusciva a dormire perché lo tormentava il rumore delle stelle, un sonnambulo che si alzava di notte a disfare le cose che aveva fatto da sveglio, e molti altri meno gravi. In mezzo a quel disordine da naufragio che faceva tremare la terra, Pelayo e Elisenda erano felici nella loro stanchezza perché in meno di una settimana avevano riempito di soldi le camere da letto, e la fila di pellegrini che aspettavano il loro turno per entrare arrivava fino all’altro lato dell’orizzonte.
L’angelo era l’unico che non partecipava alla propria vicenda. Passava il tempo cercando una sistemazione nel suo nido prestato, stordito dal calore infernale delle lampade ad olio e delle candele votive che mettevano vicino alla rete. All’inizio cercarono di fargli mangiare cristalli di canfora che, secondo la sapienza della saggia vicina, era l’alimento specifico degli angeli. Ma lui li disdegnava, come disdegnava senza assaggiarli i pranzi papali che gli portavano i penitenti, e non si seppe mai se fu perché era un angelo o perché era vecchio che finì per mangiare nient’altro che pappe di melanzana. La unica sua virtù soprannaturale sembrava essere la pazienza. Soprattutto nei primi tempi, quando le galline lo becchettavano in cerca dei parassiti stellari che proliferavano nelle sue ali, e gli storpi gli strappavano le piume per coprire con esse le loro imperfezioni, e perfino i più pietosi gli tiravano pietre nel tentativo di farlo alzare per vederlo a figura intera. L’unica volta che riuscirono a farlo arrabbiare fu quando gli bruciarono il fianco con un ferro per marchiare i torelli, perché stava immobile da così tante ore che lo credettero morto.  Si svegliò di soprassalto, strepitando in  una lingua ermetica e con le lacrime agli occhi, e diede un paio di colpi d’ala che provocarono un mulinello di sterco di gallina e di polvere lunare e una ventata di panico che non pareva di questo mondo. Anche se molti pensarono che la sua reazione non fosse stata di rabbia ma di dolore, da quel momento si guardarono bene dall’infastidirlo in quanto la maggior parte di loro comprese che la sua non era passività di eroe in ritiro ma di cataclisma in riposo.
Padre Gonzaga affrontò la frivolezza della folla con formule di ispirazione domestica, mentre era in attesa che gli arrivasse il giudizio definitivo sulla natura del prigioniero. Ma la posta di Roma aveva perso la nozione di urgenza. Passavano il tempo a verificare se il recluso aveva l’ombelico, se il suo dialetto aveva qualcosa in comune con l’aramaico, se poteva stare più volte sulla punta di uno  spillo, o se non  era semplicemente un norvegese con le ali. Quelle lettere pacate sarebbero andate avanti e indietro fino alla fine dei secoli se un  avvenimento provvidenziale non avesse posto fine alle  tribolazioni del parroco.
Accadde che in quei giorni, fra le molte altre attrazioni delle fiere erranti dei Caraibi, portassero in paese il triste spettacolo della donna che si era trasformata in ragno per avere disobbedito ai suoi genitori. Il biglietto per vederla non solo costava meno del biglietto per vedere l’angelo, ma permettevano anche di farle ogni tipo di domanda sulla sua assurda condizione e di esaminarla davanti e dietro, di modo che nessuno ponesse in dubbio la verità di quell’orrore. Era una tarantola spaventosa dalle dimensioni di un montone e con la testa di una giovinetta triste. Però la cosa più straziante non era la sua figura assurda ma l’afflizione sincera con cui raccontava i dettagli della sua disgrazia: ancora quasi bambina era scappata dalla casa dei suoi genitori per andare a un ballo e mentre ritornava attraverso il bosco dopo aver ballato senza permesso tutta la notte, un tuono spaventoso aveva squarciato il cielo in due parti e da quella spaccatura era uscito il lampo di zolfo che l’aveva trasformata in ragno. Suo unico alimento erano le palline di carne trita che le gettavano in  bocca le anime caritatevoli. Un simile spettacolo, carico di tanta verità umana e di così temibile monito, doveva sconfiggere senza volerlo quello di un angelo sprezzante che si degnava appena di guardare i mortali. Inoltre i pochi miracoli che si attribuivano all’angelo rivelavano un certo disordine mentale, come quello del cieco che non ricuperò la vista ma gli spuntarono tre denti nuovi, e quello del paralitico che non riprese a camminare ma fu sul punto di vincere alla lotteria, e quello del lebbroso a cui nacquero girasoli nelle ferite. Quei miracoli di consolazione che sembravano piuttosto passatempi burloni avevano già rovinato la reputazione dell’angelo quando la donna trasformata in ragno finì col distruggerla. Fu così che Padre Gonzaga guarì definitivamente dall’insonnia, e il patio di Pelayo ritornò ad essere solitario come ai tempi in cui aveva piovuto per tre giorni e i granchi camminavano per le camere da letto.
I padroni di casa non ebbero niente di cui lamentarsi. Con il denaro incassato costruirono una casa a due piani, con balconi e giardini, e con soglie molto alte perché non entrassero i granchi di inverno e con sbarre di ferro alle finestre perché non entrassero gli angeli. Inoltre Pelayo aprì un allevamento di conigli vicinissimo al paese e rinunciò per sempre al suo brutto impiego di gendarme, ed Elisenda si comprò delle scarpette di raso a tacco alto e molti vestiti di seta cangiante, di quelli che usavano la domenica a quei tempi le signore più ammirate. Il pollaio fu l’unico che non meritò alcuna attenzione. Se qualche volta lo lavarono con la creolina e vi bruciarono gocce di mirra, non  fu per onorare l’angelo ma per combattere il fetore del letamaio che ormai si aggirava come un fantasma da tutte le parti e stava facendo invecchiare la casa nuova. All’inizio, quando il bambino imparò a camminare, si preoccuparono che non stesse troppo vicino al pollaio. Ma poi si dimenticarono della preoccupazione  e si abituarono alla puzza, e prima che cambiasse i denti il bambino si era messo a giocare dentro il pollaio, la cui recinzione marcita cadeva a pezzi. L’angelo non fu meno scontroso con lui che con il resto dei mortali, ma sopportava gli sgarbi più ingegnosi con una mansuetudine da cane senza illusioni. Contrassero la varicella nello stesso periodo. Il medico che curò il bambino non resistette alla tentazione di auscultare l’angelo e gli trovò tanti soffi al cuore e tanti rumori nei reni che non gli sembrò possibile che fosse vivo. Ciò che più lo stupì, tuttavia, fu la logica delle sue ali. Risultavano tanto naturali in quell’organismo completamente umano che non riusciva a capire perché non le avessero anche gli altri uomini.
Quando il bambino andò a scuola, il sole e la pioggia avevano da tempo distrutto il pollaio. L’angelo si trascinava qua e là come un moribondo insonne. Lo scacciavano a colpi di scopa da una camera da letto e un momento dopo se lo ritrovavano in cucina. Sembrava stare allo stesso tempo in così tanti posti che arrivarono a pensare che si sdoppiasse, che si moltiplicasse in tutta la casa, e la esasperata Elisenda gridava fuori di sé che era un disgrazia vivere in quell’inferno pieno di angeli. Lui a stento riusciva a mangiare, i suoi occhi da antiquario si erano così offuscati che inciampava nei pilastri della casa, e non gli rimanevano ormai che  le cannule pelate delle ultime penne. Pelayo gli gettò addosso una coperta e gli fece la carità di lasciarlo dormire sotto la tettoia, e solo allora si resero conto che passava la notte delirando per la febbre con scioglilingua da vecchio norvegese. Quella fu una delle poche volte in cui si allarmarono perché pensavano che stesse per morire, e neppure la vicina saggia aveva saputo dire loro cosa si faceva con gli angeli morti.
E invece non solo sopravvisse al suo peggior inverno ma sembrò migliorare con i primi soli. Rimase immobile per molti giorni nell’angolo più appartato del patio dove nessuno potesse vederlo, e all’inizio di dicembre cominciarono a spuntargli nelle ali delle piume grandi e dure, piume da uccellaccio anziano che sembravano piuttosto una  nuova disgrazia della vecchiaia. Ma lui doveva conoscere il motivo di quei cambiamenti perché stava bene attento che nessuno li notasse e perché nessuno udisse le canzoni da marinaio che a volte cantava sotto le stelle. Una mattina, mentre Elisenda stava affettando una cipolla per il pranzo, entrò in cucina un vento che sembrava d’alto mare. Allora si affacciò alla finestra e sorprese l’angelo nei suoi primi tentativi di volo. Erano talmente goffi che aprì con le unghie un solco d’aratro fra gli ortaggi e fu sul punto di buttar giù la tettoia con quegli indegni colpi d’ala che scivolavano nella luce e non trovavano appiglio nell’aria. Ma riuscì a prendere quota. Elisenda emise un sospiro di sollievo per lei e per lui quando lo vide passare al di sopra delle ultime case, tenendosi su in qualche modo con uno svolazzo temerario da avvoltoio senile. Continuò a vederlo fin quando terminò di affettare la cipolla, e continuò a vederlo fin quando non era più possibile che lo potesse vedere, perché allora non era più un disturbo nella sua vita ma un punto immaginario sull’orizzonte del mare.

Traduzione di Laura Ferruta

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Ladròn de sàbado / Ladro di sabato

Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y. mientras escuchan al gran Benny Moré cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a correr. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
Hugo, un ladro che ruba solo nei fine settimana, entra in una casa un sabato notte. Ana, la padrona, una bella trentenne insonne incallita, lo coglie in flagrante. Minacciata con la pistola, la donna gli consegna tutti i gioielli e le cose di valore, e gli chiede di non avvicinarsi a Pauli, la figlia di tre anni. Ma la bambina vede l’uomo, che la conquista con alcuni giochi di magia. Hugo pensa: “Perché andarsene così presto, se qui si sta tanto bene?” Potrebbe restare tutto il fine settimana e godersi pienamente la situazione, dato che il marito – lo sa perché li ha spiati –  non tornerà dal suo viaggio d’affari che domenica notte. Il ladro non ci pensa molto: assume il ruolo di padrone di casa e chiede ad Ana di cucinare per lui, di prendere il vino dalla cantina e di mettere su un po’ di musica per la cena, perché senza musica non può vivere.
Ana, preoccupata per Pauli, mentre prepara la cena  pensa a qualche maniera per allontanare il tipo da casa sua.  Ma non può fare molto perché Hugo ha tagliato i fili del telefono, la casa è molto isolata, è notte e non arriverà nessuno. Ana decide di mettere una pastiglia di sonnifero nel bicchiere di Hugo. Durante la cena, il ladro, che durante la settimana fa la guardia in una banca, scopre che Ana è la conduttrice del suo programma radiofonico preferito, il programma di musica popolare che sente tutte le notti, immancabilmente. Hugo è un suo grande ammiratore e, mentre ascoltano una cassetta del grande Benny Moré che canta Còmo fue , parlano di musica e di musicisti. Ana si pente di avergli dato il sonnifero poiché Hugo si comporta tranquillamente e non ha intenzione né di farle del male né di violentarla, ma ormai è tardi: il sonnifero è già nel bicchiere e il ladro se lo beve tutto, contento. Tuttavia c’è stato uno sbaglio, e chi ha bevuto il bicchiere con la pastiglia è stata lei. In un batter d’occhio Anna si addormenta.
La mattina seguente Ana si sveglia completamente vestita e avvolta in una coperta, nella sua camera da letto. Hugo e Pauli, che hanno già terminato di fare colazione, giocano in giardino. Anna rimane sorpresa vedendoli andare così d’accordo. Inoltre, le piace molto come cucina questo ladro che, in fin dei conti, è abbastanza attraente. Ana comincia a sentire una strana felicità.
In quel momento, passa un’amica per invitarla a correre. Hugo si innervosisce ma Ana inventa che la bambina è malata e la congeda su due piedi. Così i tre se ne restano insieme a casa, a godersi la domenica. Hugo ripara le finestre e il telefono che aveva rotto la notte precedente e intanto fischietta. Ana viene a sapere che lui balla il danzòn molto bene, un ballo che le piace molto ma che non può mai ballare con nessuno.  Lui le propone di ballare un pezzo, e stanno così bene insieme che ballano fino a sera iniziata. Pauli li osserva, applaude e, infine, si addormenta. Stanchi morti, si abbandonano su una poltrona del salotto.
A quel punto erano ormai nel pallone, poiché era l’ora in cui marito tornava.  Nonostante le resistenze di Ana, Hugo le restituisce quasi tutto ciò che aveva rubato, le dà alcuni consigli  per evitare che entrino i ladri in casa, e si congeda dalle due donne con non poca tristezza. Ana lo guarda allontanarsi. Hugo sta per scomparire quando lei lo chiama a gran voce. Quando ritorna gli dice, guardandolo fisso negli occhi, che il prossimo fine settimana suo marito partirà di nuovo per un viaggio. Il ladro del sabato se ne va felice, ballando per le strade del quartiere, mentre si fa notte.

Traduzione di Laura Ferruta

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El aviòn de la bella durmiente / L’aereo della bella addormentata

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesiá que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.
—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiana que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espúmas de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.
Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
Era bella, elastica, con una pelle morbida color del pane e gli occhi di mandorle verdi, e aveva i capelli lisci e neri e lunghi fino alla schiena, e un’aura di antichità che poteva essere tanto dell’Indonesia che delle Ande. Era vestita con un gusto sottile: giacca di lince, camicetta di seta naturale a fiori molto tenui, pantaloni di lino crudo, e scarpe lineari color delle buganvilles. “Questa è la donna più bella che abbia visto in vita mia”, pensai, quando la vidi passare con le sue falcate furtive da leonessa, mentre facevo la coda per imbarcarmi sull’aereo per New York all’aeroporto Charles de Gaulle di Parigi. Fu un’apparizione soprannaturale che durò solo un istante e scomparve tra la folla dell’atrio.
Erano le nove del mattino. Stava nevicando fin dalla notte prima, e il traffico era più fitto del solito nelle vie della città, e ancora più lento sull’autostrada, e c’erano camion da carico allineati sul margine, e automobili fumanti nella neve. Nell’atrio dell’aeroporto, invece, la vita continuava come in primavera.
Io facevo la fila al check-in dietro un’anziana olandese che rimase quasi un’ora a discutere sul peso delle sue undici valigie. Cominciavo ad annoiarmi quando vidi l’apparizione istantanea che mi lasciò senza respiro,  così che non seppi come terminò il diverbio, finché l’impiegata mi fece scendere dalle nuvole con un rimprovero per la mia  distrazione. Scusandomi le chiesi se credeva negli amori a prima vista. “Certamente “, mi disse. “Quelli impossibili sono gli altri.” E continuò con  lo sguardo fisso sullo schermo del computer, e mi chiese quale posto preferissi: fumatori o non fumatori.
“Fa lo stesso” le dissi con intenzione, “purché non sia a fianco delle undici valigie.”
Lei ringraziò con un sorriso commerciale senza allontanare lo sguardo  dallo schermo fosforescente.
“Scelga un  numero” mi disse, “tre, quattro o sette.”
“Quattro.”
Il suo sorriso ebbe un lampo trionfale.
“In quindici anni che sono qui” disse “è il primo che non sceglie il sette.”
Segnò sulla carta d’imbarco il numero del posto e me la consegnò insieme con il resto dei miei documenti guardandomi per la prima volta con occhi color dell’uva che mi sarebbero serviti da consolazione finché non avessi rivisto la bella. Solo allora mi avvertì che l’aeroporto era stato appena chiuso e che tutti i voli erano ritardati.
“Fino a quando?”
“Finché piaccia a Dio” disse col suo sorriso. “La radio ha annunciato questa mattina che sarà la nevicata più forte dell’anno.”
Si sbagliava: fu la più forte del secolo. Ma nella sala d’ attesa di prima classe la primavera era così reale che c’erano rose fresche nei vasi e persino la musica in scatola pareva sublime e calmante come sostenevano i suoi creatori. Improvvisamente mi venne in mente che quello era un rifugio adatto alla bella, e la cercai nelle altre sale, intimorito dalla mia stessa audacia. Ma per la maggior parte erano uomini della vita reale che leggevano giornali in  inglese mentre le mogli pensavano ad altri, contemplando gli aerei morti nella neve attraverso le vetrate panoramiche, contemplando le fabbriche glaciali, i vasti vivai di Roissy devastati dai leoni. Dopo mezzogiorno non c’era più uno spazio disponibile, e il calore era diventato così insopportabile che scappai via per respirare.
Fuori trovai uno spettacolo impressionante. Gente di ogni tipo era debordata dalle sale d’attesa, e stava accampata nei corridoi soffocanti, e pure sulle scale, stesa a terra con i propri animali e i propri bambini, e i propri bagagli. Anche le comunicazioni con la città erano interrotte, e il palazzo di plastica trasparente sembrava un’immensa capsula spaziale arenata nella tempesta. Non riuscii ad evitare l’idea che anche la bella dovesse essere in qualche luogo in mezzo a quelle orde mansuete, e questa fantasia mi infuse nuovo coraggio per sperare.
All’ora di pranzo avevamo assunto la nostra consapevolezza di naufraghi. Le code si fecero interminabili di fronte ai sette ristoranti, alle tavole calde, ai bar  stracolmi, e in meno di tre ore dovettero chiuderli perché non c’era più nulla da mangiare né da bere. I bambini, che per un momento sembravano essere tutti quelli del mondo, si misero a piangere contemporaneamente, e dalla folla cominciò ad alzarsi un odore di gregge. Era il tempo degli istinti. L’unica cosa che riuscii a mangiare in  mezzo al ruffa raffa furono gli ultimi due vasetti di gelato alla crema in  un negozio per bambini. Li mangiai lentamente al banco, mentre i camerieri mettevano le sedie sui tavoli man a mano che  si liberavano,  guardandomi nello specchio in fondo, con l’ultimo vasetto di cartone e l’ultimo cucchiaino di cartone, e pensando alla bella.
Il volo per New York, previsto per le undici di mattina, partì alle otto di sera. Quando finalmente riuscii ad imbarcarmi, i passeggeri di prima classe erano già al loro posto, e una hostess mi condusse al mio. Rimasi senza fiato. Nel sedile accanto, vicino al finestrino, la bella stava prendendo possesso del suo spazio con l’autorità dei viaggiatori esperti. “Se un giorno scrivessi tutto questo, nessuno mi crederebbe”, pensai. E tentai a mala pena con la lingua legata un saluto indeciso che lei non colse.
Si installò come per vivere molti anni, mettendo ogni cosa al suo posto e nel suo ordine, finché lo spazio rimase ben disposto come la casa ideale dove tutto  é a portata di mano.  Mentre lo faceva,  lo steward ci portò lo champagne di benvenuto. Presi una coppa per offrirgliela, ma me ne pentii in tempo.  Volle solo  un bicchiere d’acqua, e chiese allo steward, dapprima in un francese inaccessibile e poi in un inglese appena più facile, che non la svegliassero per nessun motivo durante il volo. La sua voce grave e tiepida si  portava dietro una tristezza orientale.
Quando le ebbero portato l’acqua,  aprì sulle ginocchia un cofanetto da toilette con gli angoli di rame, come i bauli delle nonne,  e tirò fuori due pastiglie dorate da un astuccio dove ne teneva altre di colori diversi. Faceva tutto in modo metodico e parsimonioso, come se non ci fosse nulla che non fosse previsto per lei fin dalla sua nascita. Per ultimo abbassò la tendina del finestrino, allungò il sedile al massimo, si coprì  con la coperta fino alla cintura senza togliersi le scarpe, si mise la mascherina per dormire, si sistemò su un fianco, girandomi la schiena, e dormì senza una sola pausa, senza un sospiro, senza un minimo cambiamento di posizione, durante le otto ore eterne e i dodici minuti in più che durò il volo per New York.
Fu un viaggio intenso. Ho sempre creduto che non ci sia nulla di più bello in natura di una donna bella, così che mi fu impossibile sottrarmi neppure per un istante all’incantesimo di quella creatura da favola che dormiva al mio fianco. Lo steward era scomparso non appena avevamo decollato, e fu sostituito da una hostess cartesiana che cercò di svegliare la bella per darle l’astuccio della toilette e gli auricolari per la musica. Le ripetei l’avvertenza che lei aveva fatto allo steward, ma la hostess insistette per sentirsi dire  da lei stessa che non voleva neanche cenare. Dovette confermarglielo lo steward, e anche così mi sgridò perché la bella non si era appesa al collo il cartellino con l’ordine di non svegliarla.
Feci una cena solitaria, dicendomi in silenzio tutto quello che avrei detto a lei se fosse stata sveglia. Il suo sonno era tanto stabile che a un certo punto ebbi l’inquietudine che le pastiglie che aveva preso non fossero per dormire ma per morire. Prima di ogni sorso, alzavo il bicchiere e brindavo.
“Alla tua salute, bella.”
Terminata la cena spensero le luci, proiettarono il film per nessuno, e noi due rimanemmo soli nella penombra del mondo. La tempesta più forte del secolo era passata, la notte dell’Atlantico era  immensa e limpida, e l’aereo sembrava immobile fra le stelle. Allora la contemplai palmo a palmo per diverse ore, e l’unico segnale di vita che potei percepire furono le ombre dei sogni che le passavano sulla fronte come le nuvole sull’acqua. Aveva al collo una catenella tanto sottile da essere quasi invisibile sulla sua pelle d’oro, le orecchie perfette senza fori per gli orecchini, le unghie rosate della buona salute, e un anello liscio alla mano sinistra. Siccome non sembrava avere più di venti anni, mi consolai con l’idea che non fosse un anello di nozze ma di un fidanzamento effimero. “Sapere che dormi tu, certa, sicura, alveo fedele di abbandono, linea pura, tanto vicina alla mie braccia legate”, pensai, ripetendo sulla cresta di spuma di champagne il magistrale sonetto di Gerardo Diego. Poi allungai il sedile all’altezza del suo, e rimanemmo distesi più vicini che in un letto matrimoniale. Il ritmo del suo respiro era come quello della sua voce, e la sua pelle esalava un alito tenue che solo poteva essere l’odore della sua bellezza. Mi pareva incredibile: la primavera precedente avevo letto un bel romanzo di Yasunari Kawabata sugli anziani borghesi di Kyoto che pagavano somme enormi per passare la notte contemplando le ragazze più belle della città, nude e narcotizzate, mentre loro agonizzavano d’amore nello stesso letto. Non potevano svegliarle, né toccarle, e neppure ci provavano, perché l’essenza del piacere stava nel vederle dormire. Quella notte, vegliando il sonno della bella, non solo compresi quella raffinatezza senile, ma la vissi appieno.
“Chi l’avrebbe creduto” mi dissi, con l’amor proprio esacerbato dallo champagne: “Io, anziano giapponese a queste altezze.”
Credo di aver dormito varie ore, vinto dallo champagne e dalle vampate mute del film, e mi svegliai con la testa frastornata. Andai alla toilette. Due posti dietro il mio giaceva l’anziana delle undici valigie stravaccata sul sedile. Sembrava un morto dimenticato sul campo di battaglia. A terra, nel mezzo del corridoio, c’erano i suoi occhiali di lettura con la catenina di perle colorate, e per un  istante godetti della gioia meschina di non raccoglierli.
Dopo essermi liberato degli eccessi di champagne mi sorpresi nello specchio, indecente e brutto, e mi stupii che fossero tanto terribili gli strazi dell’amore. Improvvisamente l’aereo scese a picco, si raddrizzò alla meglio, e continuò a volare al galoppo. L’ordine di tornare al proprio posto si accese. Uscii di fretta, con l’illusione che solo le turbolenze di Dio avrebbero svegliato la bella, e che si sarebbe rifugiata tra le mie braccia per sfuggire al terrore. Nella fretta fui sul punto di  calpestare gli occhiali dell’olandese, e me ne sarei rallegrato. Ma tornai sui miei passi, li raccolsi, glieli posi in grembo, improvvisamente riconoscente che non avesse scelto prima di me il posto numero quattro.
Il sonno della bella era invincibile. Quando l’aereo si stabilizzò, dovetti resistere alla tentazione di scuoterla con un qualche pretesto, perché l’unica cosa che desideravo in quell’ultima ora di volo era vederla sveglia, sia pure infuriata, per poter ricuperare la mia libertà, e forse la mia gioventù. Ma non ne fui capace. “Cazzo”, mi dissi con grande disprezzo, “perché non sono nato Toro!”
Si svegliò senza aiuto nell’istante in cui si accesero i segnali di atterraggio, ed era tanto bella e fresca come se avesse dormito in un rosaio. Solo allora mi resi conto che i vicini di posto  sugli aerei, come succede ai vecchi coniugi, non si danno il buongiorno al risveglio. Lei neppure. Si tolse la mascherina, aprì gli occhi  radiosi, raddrizzò il sedile, scostò la coperta, scosse i capelli che si pettinavano da soli con il loro peso, rimise il cofanetto sulle ginocchia, e si fece un maquillage rapido e superfluo, che le fu sufficiente per non guardarmi finché la porta si aprì. Allora si mise la giacca di lince, mi passò quasi sopra chiedendomi convenzionalmente scusa in uno spagnolo puro delle Americhe, e se andò senza neppure salutare, senza ringraziarmi per tutto quello che avevo fatto per la nostra notte felice, e scomparve fino al sole di oggi nell’Amazzonia di New York.

Traduzione di Laura Ferruta

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