Emma Zunz

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar…»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Il quattordici di gennaio del 1922, Emma Zunz, al ritorno dalla fabbrica di tessuti Tarbuch e Loewenthal, trovò in fondo all’atrio una lettera, datata in Brasile, dalla quale seppe che suo padre era morto. La ingannarono, a prima vista, il francobollo e la busta; poi la inquietò la calligrafia sconosciuta. Nove o dieci righe scarabocchiate riempivano il foglio; Emma lesse che il signor Maier aveva ingerito per errore una forte dose di veronal ed era morto il tre di quel mese all’ospedale di Bagé. Firmava la lettere un compagno di pensione di suo padre, un  tal Feino Fain, di Rio Grande, il quale non poteva sapere che si rivolgeva alla figlia del morto.
Emma lasciò cadere il foglio. La sua prima impressione fu di malessere al ventre e alle ginocchia; poi di cieca colpa, di irrealtà, di freddo, di timore; poi, desiderò essere già al giorno seguente. Immediatamente comprese che quel desiderio era inutile perché la morte di suo padre era l’unica cosa che era successa al mondo, e sarebbe continuata a succedere senza fine. Raccolse il foglio e andò nella sua stanza. Lo ripose furtivamente in un cassetto, come se in qualche modo già conoscesse i fatti successivi. Aveva già cominciato a intravederli, forse; già era quella che sarebbe stata.
Nell’oscurità crescente, Emma pianse fino alla fine di quel giorno il suicidio di Manuel Maier, che negli antichi giorni felici era stato Emanuel Zunz. Ricordò estati in una fattoria, vicino a Gualeguay, ricordò (cercò di ricordare) sua madre, ricordò il casolare di Lanùs che le avevano svenduto, ricordò le losanghe gialle di una finestra, ricordò l’automobile della prigione, la vergogna, ricordò le lettere anonime con il ritaglio sull'”appropriazione indebita del cassiere”, ricordò ( ma questo non lo dimenticava mai) che suo padre, l’ultima notte, le aveva giurato che il ladro era Loewenthal. Loewenthal, Aaròn Loewenthal, prima gerente della fabbrica e ora uno dei padroni. Emma, dal 1916, manteneva il segreto. Non lo aveva rivelato a nessuno,  neppure alla sua migliore amica, Elsa Urstein. Forse rifuggiva la profana incredulità, forse pensava che il segreto era un vincolo  tra lei e l’assente. Loewenthal non sapeva che lei sapeva; Emma Zunz traeva da quel fatto di scarsa importanza un  sentimento di potere.
Quella notte non dormì, e quando la prima luce inquadrò il rettangolo della finestra, il suo piano era già perfetto. Fece in modo che quel giorno, che le parve interminabile, fosse come gli altri. Nella  fabbrica c’erano voci di sciopero; Emma si dichiarò, come sempre, contraria a ogni violenza. Alle sei, finito il lavoro, andò con Elsa a un circolo di donne che aveva palestra e piscina. Si iscrissero; dovette ripetere e fare lo spelling  del suo nome e cognome, dovette ridere agli scherzi volgari che commentano l’esame di controllo. Con Elsa e con la minore delle Kronfuss discusse a quale cinema sarebbero andate domenica pomeriggio. Poi,  si parlò di fidanzati e nessuna si aspettò che Emma parlasse. In aprile avrebbe compiuto diciannove anni, ma gli uomini le ispiravano, ancora, un timore quasi patologico… . Di ritorno a casa, si preparò una zuppa di tapioca e delle verdure, mangiò presto, andò a letto e si obbligò a dormire. Così, laborioso e  banale, passò il venerdì quindici, la vigilia.
Il sabato, l’impazienza la svegliò.  L’impazienza, non l’inquietudine, e il singolare sollievo di stare in quel giorno, finalmente. Non doveva più tramare e immaginare; entro qualche ora avrebbe raggiunto la semplicità dei fatti. Lesse su La Prensa che il Nordstiärnan, di Malmö, sarebbe salpato quella notte dal molo 3; chiamò per telefono Loewenthal, insinuò che desiderava comunicare qualcosa, senza che lo sapessero le altre, a proposito dello sciopero e promise di passare dallo studio all’imbrunire. Le tremava la voce; il tremore conveniva a una delatrice. Nessun  altro fatto memorabile successe quella mattina. Emma lavorò fino alle dodici e fissò con Elsa e con Perla Kronfuss i particolari della passeggiata di domenica. Si coricò dopo pranzo e, chiusi gli occhi, ricapitolò il piano che aveva steso. Pensò che la tappa finale sarebbe stata meno orribile della prima e che le avrebbe dato, sicuramente, il sapore della vittoria e della giustizia. Improvvisamente, allarmata, si alzò e corse al cassettone. Aprò il cassetto; sotto il ritratto di Milton Sills, là dove l’aveva lasciata due notti prima, c’era la lettera di Fain. nessuno poteva averla vista; la cominciò a leggere e poi la strappò.
Riferire con qualche realtà i fatti di quella sera sarebbe difficile e forse inopportuno. Un attributo dell’infernale è l’irrealtà, un attributo che pare mitigare i suoi terrori e che forse li aggrava. Come rendere verosimile un’azione nella quale quasi non credette chi la eseguiva, come ricuperare  quel breve caos che oggi la memoria di Emma Zunz ripudia e confonde? Emma viveva in Almagro, in calle Liniers;  ci risulta che quella sera andò al porto. Forse nell’infame Paseo de Julio si vide moltiplicata in specchi, rivelata da luci e denudata da occhi famelici, ma è più ragionevole supporre che dapprima errò, non notata, lungo i portici indifferenti… . Entrò in due  o tre bar, vide la routine o i modi di fare di altre donne.  Infine trovò uomini del Nordstiärnan. Di uno, molto giovane, ebbe timore che le ispirasse qualche tenerezza e optò per un altro, forse più basso di lei e rozzo, affinchè la purezza dell’orrore non venisse mitigata. L’uomo la condusse a una porta e poi a un oscuro atrio e poi a una scala tortuosa e poi a un vestibolo (nel quale c’era una vetrata con losanghe identiche a quelle della casa di Lanùs) e poi a un corridoio e poi a una porta che si chiuse. I fatti gravi sono fuori del tempo, sia perché in essi il passato immediato rimane come spezzato dal futuro, sia perché  le parti che li formano non appaiono consecutive.
In quel tempo fuori dal tempo, in quel disordine confuso di sensazioni sconnesse e atroci, Emma Zunz pensò una volta sola al morto che era motivo del suo sacrificio? Io ritengo che una volta ci pensò e che in quel momento il suo proposito disperato fu  in pericolo.  Pensò (non poté non pensarlo) che suo padre aveva fatto a sua madre quella cosa orribile che ora facevano a lei.  Lo pensò con debole stupore e subito si rifugiò nella vertigine. L’uomo, svedese o finlandese, non parlava spagnolo;  fu uno strumento per Emma come questa lo fu per lui; però  lei servì per il piacere e lui per la giustizia.
Quando rimase sola, Emma non aprì subito gli occhi. Sul comodino c’era il denaro che l’uomo aveva lasciato: Emma si sollevò e lo strappò come prima aveva strappato la lettera. Strappare il denaro è un’empietà, come gettare il pane; Emma si pentì,  appena l’ebbe fatto. Un atto di superbia e in quel giorno …  Il timore si perse nella tristezza del suo corpo, nel disgusto. Il disgusto e la tristezza l’incatenavano, ma Emma si alzò e prese a vestirsi. Nella camera non rimanevano colori vivi; l’ultimo crepuscolo s’ intensificava. Emma poté uscire senza che la notassero; all’angolo salì su un tram che andava verso ovest. Scelse, secondo il suo piano, il sedile più davanti perché non  le vedessero la faccia. Forse la confortò verificare, nell’insipido andirivieni delle strade, che l’accaduto non aveva contaminato le cose. Viaggiò per quartieri degradanti e opachi, vedendoli e dimenticandoli subito dopo, e scese ad uno degli incroci di Warnes. Paradossalmente la sua fatica diventava una forza, poiché la obbligava a concentrarsi sui dettagli dell’avventura e gliene nascondeva il fondo e il fine.
Aaron Loewenthal era, per tutti, un uomo serio; per i suoi pochi intimi, un avaro. Abitava all’ultimo piano della fabbrica, solo. Vivendo in quel sobborgo in rovina, aveva paura dei ladri; nel cortile della fabbrica c’era un grande cane e nel cassetto della sua scrivania, nessuno lo ignorava, un revolver. Aveva pianto con decoro, l’anno prima, l’inattesa morte di sua moglie – una Gauss, che gli aveva portato una buona dote! – però il denaro era la sua vera passione. Con intima vergogna si sapeva meno adatto a guadagnarlo che a conservarlo. Era molto religioso; credeva di avere col Signore un patto segreto, che lo esentava dall’agire bene, in cambio di preghiere e devozioni. Calvo, corpulento, vestito a lutto, con occhialini affumicati e barba bionda, aspettava in piedi, vicino alla finestra, il rapporto confidenziale dell’operaia Zunz.
La vide spingere il cancello (che lui aveva lasciato apposta socchiuso) e attraversare lo scuro cortile. La vide fare un piccolo giro quando il cane legato abbaiò. Le labbra di Emma si muovevano come quelle di chi prega a voce bassa; stanche, ripetevano la frase che il signor Loewenthal avrebbe udito prima di morire.
Le cose non avvennero come aveva previsto Emma Zunz. Fin dal mattino del giorno prima, lei si era sognata molte volte mentre puntava con fermezza il revolver, obbligava il miserabile a confessare la miserabile colpa ed esponeva l’intrepido stratagemma che avrebbe permesso alla Giustizia di Dio di trionfare sulla giustizia umana. (Non per timore, ma per il fatto di essere uno strumento della Giustizia, ella non voleva essere castigata). Poi, un solo colpo nel mezzo del petto avrebbe avrebbe suggellato la sorte di Loewenthal. Ma le cose non andarono così.
Davanti a Aaron Loewnthal, più che l’obbligo di vendicare suo padre, Emma sentì quello di punire l’oltraggio che suo padre aveva subito. Non poteva non ucciderlo, dopo quel disonore totale. E non aveva neanche tempo da perdere in sceneggiate. Seduta, timida, chiese scusa a Loewnthal, invocò (da buona delatrice) gli obblighi della lealtà, pronunciò alcuni nomi, ne fece intendere altri e si interruppe come se il timore l’avesse vinta. Fece in modo che Loewenthal andasse a cercare un bicchiere d’acqua. Quando questi, incredulo di fronte a tante storie,  ma indulgente, fu di ritorno dalla cucina, Emma aveva già preso dal cassetto il pesante revolver. Premette il grilletto due volte. Il grande corpo crollò come se gli spari e il fumo l’avessero rotto, il bicchiere d’acqua andò in pezzi, la faccia la guardò con stupore e collera, la bocca della faccia la ingiuriò in spagnolo e in yiddish. Le male parole non cessavano; Emma dovette far fuoco un’altra volta. Nel cortile il cane incatenato si mise ad abbaiare, e un fiotto improvviso di sangue sboccò dalle labbra oscene e macchiò la barba e il vestito. Emma cominciò l’accusa che aveva preparata “Ho vendicato mio padre e non potranno punirmi…”), però non la terminò, perché il signor Loewenthal era già morto. Non seppe mai se avesse capito.
I latrati insistenti le ricordarono che non poteva, ancora, riposare.  Mise in disordine il divano, sbottonò la giacca del cadavere, gli tolse gli occhialini affumicati e li pose sullo schedario. Poi prese il telefono e ripeté ciò che tante volte avrebbe ripetuto, con quelle e con altre parole: E’ accaduta una cosa incredibile… Il signor Loewenthal mi ha fatta venire con il pretesto dello sciopero… Ha abusato di me, l’ho ammazzato
La storia era incredibile, effettivamente, ma s’impose a tutti, perché sostanzialmente era vera. Vero era il tono di Emma Zunz, vero il pudore, vero l’odio. Vero anche l’oltraggio che aveva subito; solo erano false le circostanze, l’ora e uno o due nomi propri.

Traduzione di Laura Ferruta

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El sur / Il sud

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las 1001 Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las 1001 Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las 1001 Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y haciendas; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían v bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
– Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
– Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
L’uomo che sbarcò a Buenos Aires nel 1871 si chiamava Johannes Dahlmann ed era pastore della Chiesa evangelica; nel 1939, uno dei suoi nipoti, Juan Dahlmann, era segretario di una biblioteca municipale in calle Còrdoba e si sentiva profondamente argentino. Il suo nonno materno era stato quel Francisco Flores, del 2° fanteria di linea, che era morto sulla frontiera di Buenos Aires ucciso dalle lance degli indios di Catriel: nel conflitto tra i suoi due lignaggi, Juan Dahlmann (forse sotto l’impulso del sangue germanico) scelse quello del suo antenato romantico, o dalla morte romantica. Un astuccio con il dagherrotipo di un uomo inespressivo e barbuto, una vecchia spada, la felicità e il coraggio di certe musiche, la consuetudine con le strofe del Martin Fierro, gli anni, la noia e la solitudine, fomentarono quel criollismo  in parte volontario, però mai  ostentato. A costo di alcune privazioni, Dahlmann era riuscito a salvare una  tenuta agricola nel Sud, che era stata dei Flores: una delle abitudini della sua memoria era l’immagine degli eucalipti balsamici e della lunga casa rosata che era stata una volta color cremisi. Gli impegni e forse l’indolenza lo trattenevano in città. Estate dopo estate si accontentava dell’idea astratta del possesso e della certezza che la sua casa lo stava aspettando, in un luogo preciso della pianura. Negli ultimi giorni di febbraio del 1939 gli capitò qualcosa.
Cieco alle colpe, il destino può essere spietato con le minime distrazioni. Quella sera Dahlmann era riuscito a trovare un esemplare scompagnato di Le Mille e una Notte di Weil; ansioso di esaminare quella scoperta, non aspettò che l’ascensore  scendesse e salì in fretta le scale; qualcosa nell’oscurità gli sfiorò la fronte, un pipistrello, un uccello? Sul viso della donna che gli aprì la porta vide impresso l’orrore, e la mano che si passò sulla fronte si fece rossa di sangue. Lo spigolo di un battente dipinto di fresco che qualcuno aveva dimenticato di chiudere gli aveva probabilmente fatto quella ferita.  Dahlmann riuscì a dormire, però all’alba era sveglio e da quel momento il sapore di tutte le cose gli fu atroce. La febbre lo consumò e le illustrazioni di Le Mille e una Notte servirono a decorare gli incubi. Amici e parenti venivano a visitarlo e con sorrisi esagerati gli ripetevano che lo trovavano benissimo. Dahlmann li udiva con una sorta di debole stupore e lo meravigliava che non sapessero che stava all’inferno. Otto giorni passarono, come otto secoli. Una sera, il solito medico passò da lui con un medico  nuovo e lo portarono a un ospedale di calle Ecuador, perché era indispensabile  fargli una radiografia. Dahlmann, nella carrozza di piazza che li trasportò, pensò che in una stanza che non fosse la sua avrebbe potuto finalmente dormire. Si sentì felice e desideroso di conversare; non appena arrivò, lo svestirono; gli rasarono la testa, lo legarono con ferri a una barella, lo illuminarono fino ad accecarlo e a procuragli le vertigini, lo auscultarono e un uomo mascherato gli infilò un ago nel braccio. Si risvegliò con la  nausea, bendato, in una cella che assomigliava a un pozzo e, nei giorni e nelle notti che seguirono  all’operazione riuscì a comprendere che era stato fino ad allora in un’anticamera dell’inferno. Il ghiaccio non lasciava nella sua bocca la minima traccia di frescura. In quei giorni  Dahlmann si odiò minuziosamente; odiò la sua identità, i suoi bisogni corporali, la sua umiliazione, la barba che gli irritava la faccia. Sopportò con stoicismo le cure che erano molto dolorose, ma quando il chirurgo gli disse che era stato sul punto di morire di setticemia, Dahlmann si mise a piangere, impietosito dal proprio destino. Le miserie fisiche e la costante previsione di brutte nottate non gli avevano permesso di pensare a qualcosa di così astratto come la morte. Un giorno il chirurgo gli disse che stava rimettendosi e che, molto presto, avrebbe potuto andare a far la convalescenza nella sua tenuta. Incredibilmente, il giorno promesso arrivò.
Alla realtà piacciono le simmetrie e i leggeri anacronismi; Dahlmann era arrivato all’ospedale in un carrozza di piazza e ora una carrozza di piazza lo portava alla stazione di Constituciòn. La prima frescura dell’autunno, dopo l’oppressione dell’estate, era come un simbolo naturale del suo destino riscattato dalla morte e dalla febbre. La città, alle sette del mattino, non aveva perduto quell’aria di vecchia casa che le infonde la notte; le strade erano come lunghi corridoi, le piazze come cortili. Dahlmann la riconosceva con felicità e con un principio di vertigine; qualche secondo prima che i suoi occhi li registrassero, ricordava gli angoli delle vie, i cartelloni, le modeste differenze di Buenos Aires. Nella luce gialla del nuovo giorno, tutte le cose ritornavano da lui.
Nessuno ignora che il Sud comincia sull’altro lato di Rivadavia. Dahlmann soleva ripetere che non è una convenzione, e che chi attraversa quella strada entra in un mondo più antico e più solido. Dalla carrozza cercava fra le nuove costruzioni la finestra con le inferriate, il battacchio, l’arco della porta, il corridoio, l’intimo cortile.
Nell’atrio della stazione si rese conto che mancavano trenta minuti. Si ricordò bruscamente che in un caffé di calle Brasil (a pochi metri dalla casa di Yrigoyen) c’era un enorme gatto che si lasciava accarezzare dalla gente come una divinità sdegnosa.  Entrò. Il gatto era lì, addormentato. Chiese una tazza di caffè, la zuccherò lentamente, la sorseggiò (quel piacere gli era stato vietato in clinica) e pensò, mentre lisciava il nero pelo, che quel contatto era illusorio e che erano come separati da un cristallo, perché l’uomo vive nel tempo, nella successione, e il magico animale nell’attualità, nell’eternità dell’istante.
Lungo il penultimo binario il treno aspettava. Dahlmann percorse i vagoni e ne trovò uno quasi vuoto. Sistemò la valigia sulla rete; quando i vagoni si misero in moto, la aprì e ne tirò fuori, dopo qualche esitazione, il primo tomo di Le Mille e una Notte. Viaggiare con questo libro, così legato alla storia della sua disgrazia, era affermare che quella disgrazia era stata annullata e sfidare in modo allegro e segreto le frustrate forze del male.
Ai lati del treno la città si sfilacciava in sobborghi; questa visione e poi quella dei giardini e delle ville di campagna ritardarono l’inizio della lettura. La verità è che Dahlmann lesse  poco; la montagna di magnetite e il genio che ha giurato di uccidere il suo benefattore erano, nessuno lo nega, meravigliosi, però non molto di più della mattina e del fatto di esistere. La felicità lo distraeva da Sherazade e dai suoi superflui miracoli; Dahlmann chiudeva il  libro e si lasciava semplicemente vivere.
Il pranzo (con il brodo servito in ciotole di metallo rilucente, come nelle remote vacanze estive dell’infanzia) fu un altro piacere tranquillo e gradito.
Domani mi sveglierò nella tenuta, pensava, ed era come se fosse due uomini ad un tempo: quello che avanzava nella giornata autunnale e nella geografia della patria, e l’altro, incarcerato in un ospedale e soggetto a sistematiche servitù. Vide case di mattoni senza intonaco, lunghe e d’angolo, che guardavano senza fine passare i treni; vide uomini a cavallo su sentieri terrosi; vide fossi e lagune e tenute agricole; vide lunghe nuvole luminose che parevano di marmo, e tutte queste cose erano casuali, come sogni della pianura.  Credette anche di riconoscere alberi e seminati che non avrebbe potuto nominare, perché la sua conoscenza diretta della campagna era molto inferiore alle sue conoscenze nostalgiche e letterarie.
Qualche volta si addormentò e nei suoi sogni c’era l’impeto del treno. Ormai il sole bianco e intollerabile del mezzogiorno era il sole giallo che precede l’imbrunire e non avrebbe tardato a diventare rosso. Anche il vagone era diverso; non era quello che era stato a Constituciòn, al momento di lasciare il marciapiede: la  pianura e le ore lo avevano attraversato e trasfigurato. Fuori la mobile ombra del vagone si allungava verso l’orizzonte. Non turbavano la terra elementare né centri abitati né altri segni umani. Tutto era vasto, però al tempo stesso intimo e, in qualche modo, segreto. Nella campagna senza fine, talvolta, non c’era altro che un toro.  La solitudine era perfetta e forse ostile, e Dahlmann sospettò di  viaggiare verso il passato e non solo verso il Sud. Da quella congettura fantastica lo distrasse il controllore che, vedendo il suo  biglietto, lo avvertì che il treno non l’avrebbe lasciato alla stazione di sempre ma in un’altra, poco prima e non bene conosciuta da Dahlmann. (L’uomo aggiunse una spiegazione che Dahlmann non tentò di capire e neppure di sentire, perché il meccanismo dei fatti non gli interessava.)
Il treno si fermò laboriosamente, quasi in mezzo alla campagna. Sull’altro lato delle rotaie c’era la stazione, che era poco più di un marciapiede con una tettoia. Non avevano nessun veicolo, ma il capostazione suggerì forse poteva trovarne uno in uno negozio che gli indicò a dieci, dodici isolati di distanza.
Dahlmann accettò la camminata come una piccola avventura. Il sole era ormai tramontato , ma un uno splendore finale esaltava la viva e silenziosa pianura, prima che la cancellasse la notte. Non tanto per non stancarsi, quanto per far durare quelle cose più a lungo, Dahlmann camminava lentamente, aspirando con grave felicità l’odore del trifoglio.
Il negozio, una volta, era stato rosso vivo, ma gli anni avevano mitigato per il suo bene quel colore violento. Qualcosa nella sua povera architettura gli ricordò un’incisione su acciaio, forse di una vecchia edizione di Paolo e Virginia. Legati allo steccato c’erano alcuni cavalli. Dahlmann, una volta dentro, credette di riconoscere il padrone; poi capì che lo aveva ingannato la sua somiglianza con uno degli impiegati dell’ospedale. L’uomo, udito il caso, disse che gli avrebbe fatto attaccare il calesse; per aggiungere un altro fatto a quella giornata e per riempire il tempo, Dahlmann decise di mangiare nel negozio.
A un tavolo mangiavano e bevevano rumorosamente alcuni ragazzoni, ai quali Dahlmann, all’inizio, non prestò attenzione. Sul pavimento, appoggiato al bancone, stava rannicchiato, immobile come una cosa, un uomo molto vecchio. I molti anni l’avevano ridotto e lisciato come fanno le acque con una pietra o le generazioni degli uomini con una massima. Era scuro, piccolo e rinsecchito, ed era come fuori dal tempo, in una sorta di eternità. Dahlmann notò con soddisfazione la fascia sulla fronte, il poncho di panno grezzo, i lunghi calzoni da gaucho e gli stivali di pelle di puledro e si disse, ricordando le inutili discussioni con gente dei distretti del nord o di Entre Rìos, che gauchos come quelli se ne trovano ormai solo al Sud.
Dahlmann si accomodò vicino alla finestra. L’oscurità stava occupando la campagna, ma il suo odore e i  suoi rumori gli arrivavano ancora attraverso le inferriate. Il padrone gli portò delle sardine e poi della carne arrosto; Dahlmann le mandò giù con alcuni bicchieri di vino rosso. Senza nulla fare, gustava il sapore apro e lasciava vagare lo sguardo, già un poco sonnolento, per il locale. La lampada a cherosene pendeva da uno dei tiranti: i clienti dell’altro tavolo erano tre: due sembravano braccianti; l’altro, dai tratti indigeni e rozzi, beveva con il cappello in testa. Dahlmann, improvvisamente, sentì che qualcosa gli sfiorava la faccia, Vicino al bicchiere ordinario di vetro opaco, su una delle righe della tovaglia, c’era una pallina di mollica. Era tutto, però qualcuno gliela aveva tirata.
Quelli dell’altro tavolo sembravano indifferenti a lui. Dahlmann, perplesso, decise che non era successo niente e aprì il volume de Le Mille e una Notte, come per nascondere la realtà. Un’altra pallina lo raggiunse dopo pochi minuti, e questa volta i braccianti risero. Dahlmann disse a se stesso che non era spaventato, ma che sarebbe stata una follia se si fosse lasciato trascinare, lui convalescente, in una lite confusa da degli sconosciuti. Decise di andarsene; ed era già in piedi quando il padrone gli si avvicinò e gli raccomandò con voce allarmata:
– Signor Dahlmann, non faccia caso a quei ragazzi, che sono mezzo sbronzi.
Dahlmann non si sorprese che l’altro, ora, lo conoscesse, ma sentì che queste parole concilianti aggravavano, di fatto, la situazione. Prima la provocazione dei braccianti era rivolta a una faccia casuale, quasi a nessuno; adesso era contro di lui e contro il suo nome e i vicini l’avrebbero saputo. Dahlmann scostò il padrone, affrontò i braccianti e chiese che cosa andavano cercando.
Il bullo dalla faccia indigena si alzò, traballante. A un passo da Juan Dahlmann, lo ingiuriò gridando, come se fosse stato molto lontano da lui. Giocava a esagerare la sua sbronza, e quella esagerazione era un’altra forma di ferocia e di scherno. Tra parolacce e oscenità, tirò in aria un lungo coltello, lo seguì con gli occhi, lo prese al volo e invitò Dahlmann a battersi. Il padrone obiettò con debole voce che Dahlmann era disarmato. A quel punto, qualcosa di imprevedibile avvenne.
Da un angolo, il vecchio gaucho estatico, nel quale Dahlmann aveva visto un simbolo del  Sud (del Sud che era suo), gli lanciò un pugnale senza fodera che venne a cadere ai suoi piedi. Era come se il Sud avesse deciso che Dahlmann accettasse il duello. Dahlmann si chinò a raccogliere il pugnale e sentì due cose. La prima, che quel gesto quasi istintivo lo impegnava a battersi. La seconda, che l’arma nella sua mano impacciata non sarebbe servita a difenderlo,  ma a giustificare che lo ammazzassero.
Qualche volta, aveva giocato con un pugnale, come tutti, ma la sua conoscenza della scherma non andava oltre la nozione che i colpi devono andare verso l’alto e con il filo verso l’interno. All’ospedale non avrebbero permesso che mi succedessero queste cose, pensò.
– Andiamo fuori – disse l’altro.
Uscirono, e se Dahlmann non aveva alcuna speranza, neanche aveva timore. Sentì, nel varcare la soglia, che morire in una lotta a coltello, a cielo aperto e in pieno assalto, sarebbe stata per lui una liberazione, una felicità e una festa, nella prima notte all’ospedale, quando gli  infilarono l’ago. Sentì che se lui, allora, avesse potuto scegliere o sognare la sua morte, questa era la morte che avrebbe scelto o sognato.
Dahlmann impugna con fermezza il pugnale, che forse non saprà maneggiare, ed esce nella pianura.

Traduzione di Laura Ferruta

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