Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador. El cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido negro y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella y la consolé diciéndole que no se preocupara, que estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar a unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.
Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella y la consolé diciéndole que no se preocupara, que estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar a unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.
Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.
Terminammo di seppellire papà. Fu una cerimonia grandiosa: sotto un cielo azzurro disseminato di fili d’argento, nella calda sera di quell’opprimente estate. Il parroco celebrò una messa commovente di fronte alla lussuosa bara di mogano e, mentre ci rinfrescava tutti con acqua benedetta, ci convinse una volta di più che la vera vita comincia dopo questa. Personalità del posto lasciarono ghirlande di fiori freschi ai piedi della bara, e asciugandosi la faccia con fazzoletti profumati, pronunciarono discorsi noiosi, sottolineando quanto buono e generoso era stato papà con i vicini, l’esempio di amore e di abnegazione che era stato per la sua sposa e per i suoi figli, le innumerevoli cose che aveva fatto per lo sviluppo della città. Una banda suonò “La media vuelta”, il bolero preferito di papà: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamma piangeva, i fratelli di papà piangevano. Solo mia sorella non piangeva. Aveva un gelsomino in mano e lo odorava con aria assente. Col suo vestito nero e la lunga capigliatura castana raccolta in uno chignon, era la sobrietà personificata.
Ma ieri mattina Maria aveva un aspetto molto diverso.
Io la vidi, attraverso la porta semiaperta della sua stanza, impugnare il coltello per macellare i maiali con quella mano che ora stringe un gelsomino, e ficcarlo con rabbia ripetutamente nello stomaco di papà, finché i suoi visceri cominciarono a saltar fuori e lui crollò al suolo. Poi, Maria fece alcuni passi come sonnambula, si diresse a tastoni verso il letto, vi si gettò sopra, ancora con il coltello in mano, pianse come piangono i bambini, con tanta angoscia e disperazione che uno crede che abbiano visto un fantasma. Questa fu l’unica volta che l’ho vista piangere. Mi avvicinai e la consolai dicendole di non preoccuparsi, che sarei stato lì a proteggerla. Le tolsi il coltello e andai a buttarlo nel fiume.
Maria ammazzò papà perché lui non rispettò mai la porta chiusa. Lui entrava nella sua camera quando mamma andava al mercato la mattina, o a volte la sera, quando mamma andava a far visita alle sue amiche, o la notte, dopo essersi assicurato che mamma fosse profondamente addormentata. Dalla mia stanza, io li udivo. Udivo che lei gli diceva che la porta della sua stanza era chiusa per lui, che la disturbava che lui continuasse a non rispettare questa decisione. Così accadde quello che accadde. Maria, poco a poco, andò armandosi di coraggio, fino a che, un giorno, il coltello per macellare i maiali si trasformò nell’unica opzione.
Questa è una città piccola, e qui tutto, presto o tardi, si viene a sapere. Forse tutti, nel cimitero, già sapevano ciò che io so, ma forse, per quelle forme strane ma obbligate che abbiamo di comportarci in società, dovevano comportarsi come se non lo sapessero. Forse mamma, mentre piangeva, si sentiva finalmente liberata da un peso enorme, e i personaggi importanti, mentre elogiavano l’uomo che fu mio padre, si sentivano sollevati dal fatto di averlo finalmente un metro sotto terra, e il parroco, mentre prometteva il cielo, pensava all’inferno per quella fragile carne nella bara di mogano.
Forse tutti gli abitanti della città sanno ciò che io so, o più, o meno. Forse. Ma non potrò saperlo con sicurezza finché non parleranno. E la cosa più probabile è che lo facciano solo dopo che a qualche ubriaco capiti di aprir bocca. Qualcuno sarà il primo a parlare, ma non sarò io quello, perché non voglio rivelare ciò che so. Non voglio che Maria, di ritorno a casa con mamma e con me, mordendo il gelsomino e con la fronte umida dal calore di questa estate che non ci dà respiro, decida, come ha fatto con papà, di chiudermi la porta della sua camera.
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Ma ieri mattina Maria aveva un aspetto molto diverso.
Io la vidi, attraverso la porta semiaperta della sua stanza, impugnare il coltello per macellare i maiali con quella mano che ora stringe un gelsomino, e ficcarlo con rabbia ripetutamente nello stomaco di papà, finché i suoi visceri cominciarono a saltar fuori e lui crollò al suolo. Poi, Maria fece alcuni passi come sonnambula, si diresse a tastoni verso il letto, vi si gettò sopra, ancora con il coltello in mano, pianse come piangono i bambini, con tanta angoscia e disperazione che uno crede che abbiano visto un fantasma. Questa fu l’unica volta che l’ho vista piangere. Mi avvicinai e la consolai dicendole di non preoccuparsi, che sarei stato lì a proteggerla. Le tolsi il coltello e andai a buttarlo nel fiume.
Maria ammazzò papà perché lui non rispettò mai la porta chiusa. Lui entrava nella sua camera quando mamma andava al mercato la mattina, o a volte la sera, quando mamma andava a far visita alle sue amiche, o la notte, dopo essersi assicurato che mamma fosse profondamente addormentata. Dalla mia stanza, io li udivo. Udivo che lei gli diceva che la porta della sua stanza era chiusa per lui, che la disturbava che lui continuasse a non rispettare questa decisione. Così accadde quello che accadde. Maria, poco a poco, andò armandosi di coraggio, fino a che, un giorno, il coltello per macellare i maiali si trasformò nell’unica opzione.
Questa è una città piccola, e qui tutto, presto o tardi, si viene a sapere. Forse tutti, nel cimitero, già sapevano ciò che io so, ma forse, per quelle forme strane ma obbligate che abbiamo di comportarci in società, dovevano comportarsi come se non lo sapessero. Forse mamma, mentre piangeva, si sentiva finalmente liberata da un peso enorme, e i personaggi importanti, mentre elogiavano l’uomo che fu mio padre, si sentivano sollevati dal fatto di averlo finalmente un metro sotto terra, e il parroco, mentre prometteva il cielo, pensava all’inferno per quella fragile carne nella bara di mogano.
Forse tutti gli abitanti della città sanno ciò che io so, o più, o meno. Forse. Ma non potrò saperlo con sicurezza finché non parleranno. E la cosa più probabile è che lo facciano solo dopo che a qualche ubriaco capiti di aprir bocca. Qualcuno sarà il primo a parlare, ma non sarò io quello, perché non voglio rivelare ciò che so. Non voglio che Maria, di ritorno a casa con mamma e con me, mordendo il gelsomino e con la fronte umida dal calore di questa estate che non ci dà respiro, decida, come ha fatto con papà, di chiudermi la porta della sua camera.
Traduzione di Laura Ferruta