B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo — el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender — pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría. En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa.
En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo — el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender — pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría. En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa.
En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.
B è innamorato di X. Naturalmente, si tratta di un amore sfortunato. B, in un’epoca della sua vita, era disposto a fare tutto per X, più o meno le stesse cose che pensano e dicono tutti gli innamorati. X rompe con lui. X rompe con lui per telefono. Al principio, naturalmente, B soffre, ma a poco a poco, come è normale, si consola. La vita continua, come dicono nelle telenovela. Gi anni passano.
Una notte in cui non ha niente da fare, B riesce, dopo due chiamate telefoniche, a mettersi in contatto con X. Nessuno dei due è giovane, e questo lo si nota nelle loro voci che attraversano la Spagna da un capo all’altro. Rinasce l’amicizia e nel giro di qualche giorno decidono di reincontrarsi. Entrambe le parti si portano dietro divorzi, nuove malattie, frustrazioni. Quando B prende il treno per andare alla città di X, non è neanche innamorato. Il primo giorno lo passano chiusi in casa di X, parlando delle loro vite (in realtà chi parla è X, B ascolta e ogni tanto fa una domanda); la notte X lo invita a condividere il suo letto. B in fondo non ha voglia di andare a letto con X, ma accetta. La mattina, quando si sveglia, B è di nuovo innamorato. Ma è innamorato di X o è innamorato dell’idea di essere innamorato? La relazione è problematica e intensa: X ogni giorno rasenta il suicidio, è in trattamento psichiatrico (pastiglie, molte pastiglie che comunque non la aiutano affatto), piange spesso e senza motivo apparente. E così B si prende cura di X. Le sue cure sono affettuose, diligenti, però sono anche maldestre. Le sue cure imitano le cure di un innamorato vero. B non tarda a rendersi conto di ciò. Cerca di farla uscire dalla sua depressione, ma riesce solo a portare X su una strada senza uscita o che X ritiene senza uscita. A volte, quando è solo o quando osserva X dormire, anche B pensa che la strada non abbia uscita. Prova a ricordare i suoi amori perduti come forma di antidoto, prova a convincersi di poter vivere senza X, di potersi salvare da solo. Una notte X gli chiede di andarsene e B prende il treno e abbandona la città. X va alla stazione a dirgli addio. L’addio è affettuoso e disperato. B viaggia in cuccetta ma non riesce a dormire fino a molto tardi. Quando finalmente si addormenta sogna una scimmia di neve che cammina per il deserto. Il tragitto della scimmia è limitrofo, destinato probabilmente al fallimento. Ma la scimmia preferisce non saperlo e la sua astuzia si converte in volontà: cammina di notte, quando le stelle gelate spazzano il deserto. Quando si risveglia (è già alla Stazione di Sants, in Barcellona) B crede di comprendere il significato del sogno (se lo ha) ed è in grado di andare a casa sua con una minima consolazione. Quella notte chiama X e le conta il sogno. X non dice nulla. Il giorno seguente torna a chiamare X . E il giorno seguente . L’atteggiamento di X è ogni volta più freddo , come se con ciascuna chiamata B si stesse allontanando nel tempo. Sto scomparendo, pensa B. Mi sta cancellando e sa cosa fa e perchè lo fa. Una notte B minaccia X di prendere il treno e di piazzarsi in casa sua il giorno seguente. Che non ti venga in mente, dice X. Verrò dice B, non sopporto più queste chiamate telefoniche, voglio vederti in faccia quando ti parlo. Non ti aprirò la porta, dice X e poi riattacca. B non capisce nulla. Per molto tempo pensa come sia possibile che un essere umano passi da un estremo all’altro nei suoi sentimenti, nei suoi desideri. Poi si ubriaca o cerca consolazione in un libro. Passano i giorni.
Una notte, sei mesi dopo, B chiama X per telefono. X tarda a riconoscere la sua voce. Ah, sei tu, dice. La freddezza di X è di quelle che fanno rizzare i capelli. B intuisce, nonostante tutto, che X vuole dirgli qualcosa. Mi ascolta come se il tempo non fosse passato, pensa, come se avessimo parlato ieri. Come stai? dice B. Contami qualcosa, dice B. X risponde a monosillabi e dopo un po’ riattacca. Perplesso, B rifà il numero di X. Quando rispondono, tuttavia, B preferisce rimanere in silenzio. Dall’altra parte, la voce di X dice: bene, chi è. Silenzio. Poi dice: dica, e tace. Il tempo – il tempo che separava B da X e che B non riusciva a comprendere – passa per la linea telefonica, si comprime, si allunga, lascia vedere una parte della sua natura. B, senza rendersi conto, si è messo a piangere. Sa che X sa che è lui che chiama. Poi, silenziosamente, riattacca.
Fino a qui la storia è comune; penosa, ma comune. B capisce che non deve telefonare mai più a X. Un giorno suonano all porta e compaiono A e Z. Sono poliziotti e desiderano interrogarlo. B chiede il motivo. A è restio a darglielo; Z, dopo un giro di parole, glielo dice. Tre giorni fa, all’altra estremità della Spagna, qualcuno ha assassinato X. Inizialmente B ha un crollo, poi capisce che lui è uno dei sospettati e il suo istinto di sopravvivenza lo porta a stare in guardia. I poliziotti lo interrogano per due giorni. B non ricorda cosa ha fatto, chi ha visto in quei giorni. Sa, e come può non saperlo, che non si è mosso da Barcellona, che di fatto non si è mosso dal suo quartiere e dalla sua casa, ma non può provarlo. I poliziotti lo portano via. B passa la notte al commissariato. In un momento dell’interrogatorio crede che lo trasferiranno nella città di X e la possibilità, stranamente, sembra attrarlo, ma alla fine questo non succede. Prendono le sue impronte digitali e gli chiedono l’autorizzazione a fargli l’analisi del sangue. B accetta. La mattina seguente lo lasciano andare a casa. Ufficialmente, B non è stato arrestato, si è solo prestato a collaborare con la polizia nel chiarimento di un assassinio. Quando arriva a casa B si getta sul letto e si addormenta immediatamente. Sogna un deserto, sogna il volto di X, poco prima di svegliarsi comprende che entrambi sono la stessa cosa. Non gli costa troppo dedurre che lui si trova perso nel deserto.
La notte mette qualche indumento in una borsa e si dirige alla stazione dove prende un treno con destinazione la città di X. Durante il viaggio, che dura tutta la notte, da un capo all’altro della Spagna, non riesce a dormire e si dedica a pensare a tutto quello che avrebbe potuto fare e non fece, a tutto quello che avrebbe potuto dare a X e non le diede. Pensa anche: se fossi io il morto X non farebbe questo viaggio in direzione opposta. E pensa: proprio per questo, sono io quello che è vivo. Durante il viaggio , insonne, esamina per la prima volta X nella sua reale statura, sente di nuovo amore per X e disprezza se stesso, quasi con riluttanza, per l’ultima volta. Quando arriva, molto presto, va direttamente a casa del fratello di X. Questi rimane sorpreso e confuso, tuttavia lo invita a entrare, gli offre un caffé. Il fratello di X si è appena lavato la faccia ed è mezzo vestito. Non ha fatto la doccia, constata B, si è solo lavato la faccia e passato un po’ d’acqua sui capelli. B accetta il caffé, poi gli dice che ha appena saputo dell’assassinio di X, che la polizia l’ha interrogato, che gli spieghi cosa è successo. E’ stato qualcosa di molto triste, dice il fratello di X mentre prepara il caffé in cucina, ma non vedo cosa tu abbia a che fare con tutto questo. La polizia crede che possa essere l’assassino, dice B. Il fratello di X si mette a ridere. Tu sei sempre stato sfortunato, dice. E’ strano che dica ciò, pensa B, quando io sono proprio quello che è vivo. Ma gli fa anche piacere che non metta in dubbio la sua innocenza. Poi il fratello di X se ne va a lavorare e B rimane a casa sua. Dopo un po’, esausto, cade in un sonno profondo. X, come era inevitabile, gli appare in sogno.
Quando si sveglia, crede di sapere chi è l’assassino. Ha visto la sua faccia. Quella notte esce con il fratello di X, entrano nei bar e parlano di cose banali e per quanto tentino di ubriacarsi non ci riescono. Quando tornano a casa, camminando per vie deserte, B gli dice che una volta chiamò X e che non parlò. Che stronzata, dice il fratello di X. L’ho fatto solo una volta, dice B, ma allora ho capito che X era solita ricevere quel tipo di chiamate. E credeva che fossi io. Capisci? dice B. L’assassino è il tipo delle telefonate anonime? domanda il fratello di X. Esattamente, dice B. E X pensava che fossi io. Il fratello di X aggrotta le ciglia; io credo, dice, che l’assassino sia uno dei suoi ex amanti, mia sorella aveva molti corteggiatori. B preferisce non rispondere (il fratello di X, a suo parere, non ha capito niente) ed entrambi rimangono in silenzio finché non arrivano a casa.
Sull’ascensore a B viene voglia di vomitare. Lo dice: sto per vomitare. Resisti, dice il fratello di X. Poi camminano alla svelta per il corridoio, il fratello di X apre la porta e B entra sparato cercando il bagno. Ma quando arriva lì non ha più voglia di vomitare. Sta sudando e gli fa male lo stomaco, ma non può vomitare. Il water, con il coperchio alzato, gli sembra una bocca tutta gengive che si ride di lui. O che, comunque, ride di qualcuno. Dopo essersi lavata la faccia, si guarda allo specchio: la sua faccia è bianca come un foglio di carta. Ciò che rimane della notte riesce a malapena a dormire e lo passa cercando di leggere e ascoltando il fratello di X russare. Il giorno seguente si salutano e B torna a Barcellona. Mai più visiterò questa città, pensa, perché X non è più qui.
Una settimana dopo il fratello di X lo chiama al telefono per dirgli che la polizia ha preso l’assassino. Il tipo molestava X, dice il fratello, con chiamate anonime. B non risponde. Un antico innamorato, dice il fratello di X. Sono contento di saperlo, dice B, grazie per avermi chiamato. Poi il fratello di X riattacca e B rimane solo.
Stampa il racconto
Una notte in cui non ha niente da fare, B riesce, dopo due chiamate telefoniche, a mettersi in contatto con X. Nessuno dei due è giovane, e questo lo si nota nelle loro voci che attraversano la Spagna da un capo all’altro. Rinasce l’amicizia e nel giro di qualche giorno decidono di reincontrarsi. Entrambe le parti si portano dietro divorzi, nuove malattie, frustrazioni. Quando B prende il treno per andare alla città di X, non è neanche innamorato. Il primo giorno lo passano chiusi in casa di X, parlando delle loro vite (in realtà chi parla è X, B ascolta e ogni tanto fa una domanda); la notte X lo invita a condividere il suo letto. B in fondo non ha voglia di andare a letto con X, ma accetta. La mattina, quando si sveglia, B è di nuovo innamorato. Ma è innamorato di X o è innamorato dell’idea di essere innamorato? La relazione è problematica e intensa: X ogni giorno rasenta il suicidio, è in trattamento psichiatrico (pastiglie, molte pastiglie che comunque non la aiutano affatto), piange spesso e senza motivo apparente. E così B si prende cura di X. Le sue cure sono affettuose, diligenti, però sono anche maldestre. Le sue cure imitano le cure di un innamorato vero. B non tarda a rendersi conto di ciò. Cerca di farla uscire dalla sua depressione, ma riesce solo a portare X su una strada senza uscita o che X ritiene senza uscita. A volte, quando è solo o quando osserva X dormire, anche B pensa che la strada non abbia uscita. Prova a ricordare i suoi amori perduti come forma di antidoto, prova a convincersi di poter vivere senza X, di potersi salvare da solo. Una notte X gli chiede di andarsene e B prende il treno e abbandona la città. X va alla stazione a dirgli addio. L’addio è affettuoso e disperato. B viaggia in cuccetta ma non riesce a dormire fino a molto tardi. Quando finalmente si addormenta sogna una scimmia di neve che cammina per il deserto. Il tragitto della scimmia è limitrofo, destinato probabilmente al fallimento. Ma la scimmia preferisce non saperlo e la sua astuzia si converte in volontà: cammina di notte, quando le stelle gelate spazzano il deserto. Quando si risveglia (è già alla Stazione di Sants, in Barcellona) B crede di comprendere il significato del sogno (se lo ha) ed è in grado di andare a casa sua con una minima consolazione. Quella notte chiama X e le conta il sogno. X non dice nulla. Il giorno seguente torna a chiamare X . E il giorno seguente . L’atteggiamento di X è ogni volta più freddo , come se con ciascuna chiamata B si stesse allontanando nel tempo. Sto scomparendo, pensa B. Mi sta cancellando e sa cosa fa e perchè lo fa. Una notte B minaccia X di prendere il treno e di piazzarsi in casa sua il giorno seguente. Che non ti venga in mente, dice X. Verrò dice B, non sopporto più queste chiamate telefoniche, voglio vederti in faccia quando ti parlo. Non ti aprirò la porta, dice X e poi riattacca. B non capisce nulla. Per molto tempo pensa come sia possibile che un essere umano passi da un estremo all’altro nei suoi sentimenti, nei suoi desideri. Poi si ubriaca o cerca consolazione in un libro. Passano i giorni.
Una notte, sei mesi dopo, B chiama X per telefono. X tarda a riconoscere la sua voce. Ah, sei tu, dice. La freddezza di X è di quelle che fanno rizzare i capelli. B intuisce, nonostante tutto, che X vuole dirgli qualcosa. Mi ascolta come se il tempo non fosse passato, pensa, come se avessimo parlato ieri. Come stai? dice B. Contami qualcosa, dice B. X risponde a monosillabi e dopo un po’ riattacca. Perplesso, B rifà il numero di X. Quando rispondono, tuttavia, B preferisce rimanere in silenzio. Dall’altra parte, la voce di X dice: bene, chi è. Silenzio. Poi dice: dica, e tace. Il tempo – il tempo che separava B da X e che B non riusciva a comprendere – passa per la linea telefonica, si comprime, si allunga, lascia vedere una parte della sua natura. B, senza rendersi conto, si è messo a piangere. Sa che X sa che è lui che chiama. Poi, silenziosamente, riattacca.
Fino a qui la storia è comune; penosa, ma comune. B capisce che non deve telefonare mai più a X. Un giorno suonano all porta e compaiono A e Z. Sono poliziotti e desiderano interrogarlo. B chiede il motivo. A è restio a darglielo; Z, dopo un giro di parole, glielo dice. Tre giorni fa, all’altra estremità della Spagna, qualcuno ha assassinato X. Inizialmente B ha un crollo, poi capisce che lui è uno dei sospettati e il suo istinto di sopravvivenza lo porta a stare in guardia. I poliziotti lo interrogano per due giorni. B non ricorda cosa ha fatto, chi ha visto in quei giorni. Sa, e come può non saperlo, che non si è mosso da Barcellona, che di fatto non si è mosso dal suo quartiere e dalla sua casa, ma non può provarlo. I poliziotti lo portano via. B passa la notte al commissariato. In un momento dell’interrogatorio crede che lo trasferiranno nella città di X e la possibilità, stranamente, sembra attrarlo, ma alla fine questo non succede. Prendono le sue impronte digitali e gli chiedono l’autorizzazione a fargli l’analisi del sangue. B accetta. La mattina seguente lo lasciano andare a casa. Ufficialmente, B non è stato arrestato, si è solo prestato a collaborare con la polizia nel chiarimento di un assassinio. Quando arriva a casa B si getta sul letto e si addormenta immediatamente. Sogna un deserto, sogna il volto di X, poco prima di svegliarsi comprende che entrambi sono la stessa cosa. Non gli costa troppo dedurre che lui si trova perso nel deserto.
La notte mette qualche indumento in una borsa e si dirige alla stazione dove prende un treno con destinazione la città di X. Durante il viaggio, che dura tutta la notte, da un capo all’altro della Spagna, non riesce a dormire e si dedica a pensare a tutto quello che avrebbe potuto fare e non fece, a tutto quello che avrebbe potuto dare a X e non le diede. Pensa anche: se fossi io il morto X non farebbe questo viaggio in direzione opposta. E pensa: proprio per questo, sono io quello che è vivo. Durante il viaggio , insonne, esamina per la prima volta X nella sua reale statura, sente di nuovo amore per X e disprezza se stesso, quasi con riluttanza, per l’ultima volta. Quando arriva, molto presto, va direttamente a casa del fratello di X. Questi rimane sorpreso e confuso, tuttavia lo invita a entrare, gli offre un caffé. Il fratello di X si è appena lavato la faccia ed è mezzo vestito. Non ha fatto la doccia, constata B, si è solo lavato la faccia e passato un po’ d’acqua sui capelli. B accetta il caffé, poi gli dice che ha appena saputo dell’assassinio di X, che la polizia l’ha interrogato, che gli spieghi cosa è successo. E’ stato qualcosa di molto triste, dice il fratello di X mentre prepara il caffé in cucina, ma non vedo cosa tu abbia a che fare con tutto questo. La polizia crede che possa essere l’assassino, dice B. Il fratello di X si mette a ridere. Tu sei sempre stato sfortunato, dice. E’ strano che dica ciò, pensa B, quando io sono proprio quello che è vivo. Ma gli fa anche piacere che non metta in dubbio la sua innocenza. Poi il fratello di X se ne va a lavorare e B rimane a casa sua. Dopo un po’, esausto, cade in un sonno profondo. X, come era inevitabile, gli appare in sogno.
Quando si sveglia, crede di sapere chi è l’assassino. Ha visto la sua faccia. Quella notte esce con il fratello di X, entrano nei bar e parlano di cose banali e per quanto tentino di ubriacarsi non ci riescono. Quando tornano a casa, camminando per vie deserte, B gli dice che una volta chiamò X e che non parlò. Che stronzata, dice il fratello di X. L’ho fatto solo una volta, dice B, ma allora ho capito che X era solita ricevere quel tipo di chiamate. E credeva che fossi io. Capisci? dice B. L’assassino è il tipo delle telefonate anonime? domanda il fratello di X. Esattamente, dice B. E X pensava che fossi io. Il fratello di X aggrotta le ciglia; io credo, dice, che l’assassino sia uno dei suoi ex amanti, mia sorella aveva molti corteggiatori. B preferisce non rispondere (il fratello di X, a suo parere, non ha capito niente) ed entrambi rimangono in silenzio finché non arrivano a casa.
Sull’ascensore a B viene voglia di vomitare. Lo dice: sto per vomitare. Resisti, dice il fratello di X. Poi camminano alla svelta per il corridoio, il fratello di X apre la porta e B entra sparato cercando il bagno. Ma quando arriva lì non ha più voglia di vomitare. Sta sudando e gli fa male lo stomaco, ma non può vomitare. Il water, con il coperchio alzato, gli sembra una bocca tutta gengive che si ride di lui. O che, comunque, ride di qualcuno. Dopo essersi lavata la faccia, si guarda allo specchio: la sua faccia è bianca come un foglio di carta. Ciò che rimane della notte riesce a malapena a dormire e lo passa cercando di leggere e ascoltando il fratello di X russare. Il giorno seguente si salutano e B torna a Barcellona. Mai più visiterò questa città, pensa, perché X non è più qui.
Una settimana dopo il fratello di X lo chiama al telefono per dirgli che la polizia ha preso l’assassino. Il tipo molestava X, dice il fratello, con chiamate anonime. B non risponde. Un antico innamorato, dice il fratello di X. Sono contento di saperlo, dice B, grazie per avermi chiamato. Poi il fratello di X riattacca e B rimane solo.
Traduzione di Laura Ferruta